Porque esa corriente animalista oculta y enmascara -o a lo peor no tanto- una intención que va más allá de la defensa de la fauna y busca, desde un muy definido espacio de nuestra demencial clase política, destruir todo aquello que representa España y lo español.
Animalismo y estupidez
Como está de moda dar a cada día del año un contenido y motivo de celebración, como si no fuese suficiente el festejar a diario que seguimos vivos y podemos contarlo, desde hace un tiempo a los Días contra el Cáncer, de la Mujer, del Niño, de la Tercera Edad, del Árbol, etcétera, se añade, entre otros trescientos y pico, el Día Internacional de los Derechos de los Animales, que desde 1997 se celebra el 10 de diciembre, intentando lograr que las personas reflexionen sobre el respeto que debe otorgarse a todos los seres y no solamente a los humanos.
Lo que está muy bien, si nos atenemos al más elemental sentido común, de la educación y el civismo. Nadie su sano juicio comete actos de maldad contra un animal porque sí y sin motivo.
Lo que ya es más discutible, mucho más, es que se asigne derechos a quien no asume obligaciones, aunque existan ciertas teorías que mantienen que el respeto a los animales aseguraría el equilibrio de la biodiversidad: los animales no humanos deberían disfrutar de los mismos derechos que los humanos porque ocupaban la tierra antes de que ellos aparecieran, de hecho los humanos son los “colonos” y ellos los “aborígenes” a los que se niega los derechos fundamentales y a quienes además se asesina con el acuerdo consciente o inconsciente de la gente (sic).
Pero, en sentido contrario, Francis Wolff, catedrático de la Universidad de París, explica que equiparar a los animales con las personas en el disfrute de los mismos derechos no es sino “un disparate ético”.
El asimilar sentimientos que son exclusivos de los humanos a los animales no deja de ser un claro síntoma de infantilismo, un anhelo de paraíso terrenal en el que no exista sino dicha y placer sin motivos de temor o alerta y, desde luego, sin obligación alguna. El haber perdido de vista el mundo rural y su ya casi total desconocimiento es otra causa de este sentimiento igualitario y confuso para con los animales. Ya no se entiende que se críe un cerdo o una gallina para consumo humano y parece que un cordero o una mula sean animales de compañía a los que hay que tratar como si fuesen niños pequeños. Albert Boadella, en la inauguración de la exposición Los Toros son Cultura ¡Claro que sí! en Madrid, decía que en su masía criaba pollos y que los domingos se mataba uno para la paella, sin que por ello sus hijos hubiesen quedado traumatizados de por vida; al contrario, lo veían y entendían como algo natural y de lo más normal. El hombre, desde los tiempos prehistóricos, ha criado y domesticado a los animales en función de su utilidad y para su provecho.
También se suele echar mano de estos argumentos animalistas, ay, para pedir la abolición de la tauromaquia, tenida por muchos como máxima expresión de la crueldad para con los animales. Un movimiento manejado y orquestado para intentar eliminar lo que no es sino una de nuestras más arraigadas y reconocidas señas de identidad y una extraordinaria manifestación cultural.
Porque esa corriente animalista oculta y enmascara -o a lo peor no tanto- una intención que va más allá de la defensa de la fauna y busca, desde un muy definido espacio de nuestra demencial clase política, destruir todo aquello que representa España y lo español. Y no me digan que hay algo que nos identifique más que la tauromaquia y no me digan que hay alguien que ame, cuide y respete más a los toros que la propia gente del mundo taurino. Pero eso no interesa contarlo. Razón tiene Amando de Miguel cuando afirma que “el animalismo es la última forma de estupidez”. Por ahora.
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