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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

jueves, 10 de abril de 2025

La batalla del Valle de los Caídos /por José Javier Esparza

Haciendo particular (y certera) alusión a Su Eminencia Reverendísima don José Cobo Cano, cardenal y arzobispo de Madrid, así rezaba la pancarta que blandía un manifestante en favor del mantenimiento íntegro del Valle de los Caídos.
 La batalla del Valle de los Caídos

 José Javier Esparza
«¡Es la economía, estúpido!», decía Bill Clinton. Y el muy estúpido se creía, como toda nuestra época, que la economia es lo esencial, el alfa y omega. Pero no: «¡Son los símbolos, estúpido!», nos dice aquí Esparza hablando de ese símbolo mayor para España que es el Valle de los Caídos.

Contra lo que sostiene cierto conservadurismo cazurro, las batallas simbólicas son siempre las más importantes. Lo son porque en lo simbólico es donde uno se reconoce a sí mismo en algo que le trasciende: es una dimensión que no se agota en el mero interés individual en un momento dado (como pasa con la economía, por ejemplo), sino que se extiende a lo que nos ha precedido y a lo que podremos legar cuando ya no estemos aquí. La batalla por mantener la bandera de España en las instituciones, por ejemplo, siempre ha sido mucho más que una cuestión de orden institucional; de hecho, su desaparición ha corrido pareja a la progresiva desespañolización de regiones enteras. Del mismo modo, la batalla por el Valle de los Caídos es mucho más que un litigio administrativo, monumental o incluso religioso: es una auténtica batalla simbólica porque lo que está en juego es una cierta idea de España y de su historia, de nuestro pasado y de nuestro presente, de nuestra identidad colectiva, que está ciertamente señalada por la Cruz, pero una Cruz que vuela muy por encima de los alzacuellos de la Conferencia Episcopal. Por eso hay ahora tantos católicos, practicantes o no, creyentes profundos o simplemente vinculados a una tradición, que se sienten traicionados por la jerarquía episcopal: porque los obispos han entregado un símbolo, porque han entregado… la bandera. Y de nada sirve argumentar que esto, en realidad, no era competencia de la Conferencia, o que si lo han amañado en Roma o que… no, no sirve de nada porque ante la fuerza del símbolo retrocede cualquier objeción de tipo procedimental. Los que tenían la misión de defender el puesto han dejado que entre el enemigo. Eso es todo.

El Valle de los Caídos, en los corazones de millones de españoles, representa un símbolo fortísimo de su identidad colectiva, incluso si nunca han pisado esa majestuosa sinfonía de granito. Lo representa por la Cruz, evidentemente, que es la señal inequívoca de un camino histórico y de toda una concepción de la vida y de la muerte. Lo representa por su naturaleza de templo, de espacio sagrado, al cuidado de unos monjes —heroicos, por cierto, en este calvario— cuyos hábitos custodian mil quinientos años de sabiduría y de piedad. Lo representa también por su estética, cortada por el patrón de la sensibilidad europea desde los tiempos de Grecia y Roma. Lo representa, en fin, por su función de camposanto, de necrópolis, de ciudad de los muertos de un guerra fratricida —y ya decía Barrès que una nación es «la posesión de un antiguo cementerio y la voluntad de contar su historia»—. Naturalmente, cabe objetar que sólo «media España» se reconoce en el Valle. Es el argumento que con frecuencia vende la izquierda talibán. Pero seamos serios. En primer lugar, sólo una minoría ponía esa objeción antes de que los gobiernos expresamente antinacionales de Zapatero y Sánchez la convirtieran en doctrina de Estado. Y después, aunque fuera cierto, ¿por qué tendría que suponer eso la resignificación, esto es, la profanación del monumento? ¿Por qué tendríamos que aceptarla? ¿Por qué tendríamos que padecer su destrucción a manos de la otra media?

Hay quien dice que dar la batalla por el Valle es alentar la confrontación y la polarización. No pocas voces episcopales recurren a este argumento. Olvidan sus eminencias que bajar las manos ante la ofensa rara vez supone que el que te ofende las baje también; al revés, lo que suele ocurrir es que el ofensor vence y tú pierdes. Y volverás a recibir nuevas ofensas, porque ya has enseñado el camino. Todos conocemos la fórmula evangélica de la bofetada y la otra mejilla. Pero la fórmula pierde valor cuando el pastor no pone la mejilla propia, sino la de su rebaño, que se ve continuamente abofeteado sin nadie que le defienda. Hay otra fórmula evangélica que se podría ajustar mejor al caso: aquella en la que Jesús dice que no ha venido a traer la paz, sino la espada. La rendición no es evangélica. El suicidio, tampoco. Y menos aún, dejar a los tuyos en manos del enemigo.


Hay que dar la batalla por el Valle de los Caídos. Incluso si la jerarquía episcopal española abandona el puesto. Corrijo: sobre todo si lo abandona. Los obispos y los papas pasan; la Cruz permanece. También permanecen los pueblos que se resisten a morir. Vuelvo a corregir: sobre todo, permanecen los pueblos que están dispuestos a morir, léase a darlo todo por defender su derecho a existir. Al final, como tantas otras veces, habrá un puñado de pecadores dispuesto a sacrificarse para que el Bien prevalezca, sin esperar otra recompensa que un pequeño hueco bajo las alas de esos ángeles con espadas, obra de Carlos Ferreira, que custodian la entrada al templo, para ver a los fieles pasar. Y quien piense que esto es demasiado épico, es que no ha entendido nada del momento que estamos viviendo. No ha entendido que esto es, en efecto, una batalla.

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