Los antitaurinos no saben por qué se torea, ni por qué se va a los toros. Pero en vez de intentar averiguarlo, se inventan un porqué: por sadismo, por amor a la sangre derramada.
El problema detrás del debate sobre las corridas de toros es la ignorancia. Los enemigos de la fiesta de los toros, sean animalistas sinceros o politiqueros sin escrúpulos, no saben de qué están hablando: no saben qué es, en qué consiste, la fiesta de los toros. No pretendo, por su- puesto, que la conozcan en detalle: sus orígenes míticos, la multiplicidad de sus significados, su historia en los últimos siglos, sus efemérides trágicas, sus reglamentaciones burocráticas. Lo que vuelve imposible la discusión con ellos es que no saben por qué ni para qué se torea. Como quien no sabe para qué se baila, o para qué se compone música, y, por no entender el sentido de esas actividades, decide condenarlas tachándolas de inmorales.
Por su valor ilustrativo, y no por buscar el prestigio de autoridades, traigo a cuento una anécdota pictórico-taurina. Le preguntó una vez el pintor Pablo Picasso a su amigo el matador de toros Luis Miguel Dominguín: “¿Tú por qué toreas?”. Y Dominguín le preguntó a su vez: “¿Tú por qué pintas?”.
Los antitaurinos no saben por qué se torea, ni por qué se va a los toros. Pero en vez de intentar averiguarlo, se inventan un porqué: por sadismo, dicen: por amor a la sangre violentamente derramada; por placer en el dolor y la muerte de bellos animales; por complacencia morbosa en la tortura.
De nada sirve que toreros y aficionados les expliquemos unánimemente que no es así, y que si esos fueran los elementos que constituyen el toreo y la afición nosotros no seríamos ni toreros ni aficionados a los toros. De nada sirve que ese perfil de crueldad torpe y gratuita corresponda más bien al de muchos de los antitaurinos: como los que vimos el otro domingo en Bogotá tirando piedras y gargajos y gritando insultos, o como los que en las redes sociales lanzan amenazas de violencia contra los aficionados o se alegran al enterarse de que un torero ha muerto en el ruedo. No quieren saber en qué consiste lo que de antemano desprecian y condenan. Prefieren creer en su propio invento, y es ese invento grotesco lo que no les gusta.
Con razón. A nosotros tampoco. Lo que nos gusta no es la tortura, sino el arte del toreo. La belleza del juego, el valor del combate, el sentido del sacrificio: todo lo que los toros son, y que los antitaurinos no quieren ver que son, y sustituyen en su argumentación autista por una caricatura esperpéntica.
Y el juicio al respecto –como todo en Colombia, país obcecadamente leguleyo– se remonta hasta las altas cortes. La cosa estaba en que la Corte Constitucional había exceptuado las corridas de toros (y el coleo, y las riñas de gallos) de la ley que prohíbe el maltrato a los animales. Pero, como es habitual en Colombia, hubo demandas al respecto.
La misma corte (aunque con otros jueces) acaba de sacarle el quite a una ponencia del magistrado Alejandro Linares que dejaba así las cosas, y le chutó la decisión definitiva (aunque demandable) al Congreso, que deberá tomarla en dos años mediante una ley. Pero todavía está por debatir en la corte otra ponencia, a cargo del magistrado Alberto Rojas Ríos, que propone algo tan difícil como la cuadratura del círculo.
Corridas de toros en las que “se proscriban y eviten los sufrimientos, dolores y malos tratos a los animales como seres sintientes”. Es decir, sin combatir con los toros. Sin herirlos: ni con la puya del picador (habrá que eliminar el tercio de varas); ni con las banderillas de los peones (habrá que suprimir el tercio de banderillas); ni, desde luego, con el estoque del matador: tampoco habrá tercio de muerte. ¿Cómo se hará para eliminar los tres tercios de la corrida sin eliminar la corrida? El magistrado da una solución: “Como se hace en Francia y Portugal”.
La idea viene, como sucede entre los antitaurinos, de una información inventada: la de que en esos países no se mata a los toros. Al magistrado Rojas le habría bastado con informarse mejor. En todas las plazas de Francia -en Nimes, en Arles, en Mont de Marsan, en Bayonne- se mata a estoque a los toros, tal como se hace en España y -todavía- en Colombia. Y en las de Portugal se los mata también, pero no a estoque: se los apuntilla fuera de la vista del público, en los corrales de la plaza, y al día siguiente de la corrida.
Tampoco eso daría satisfacción a los antitaurinos, que lo que quieren no es que no se mate a los toros, sino que no se los toree. Que no se los lleve en camión del campo a la plaza, lo cual los somete a un cruel estrés; que no los asuste el griterío del público; que no los fatiguen las incitaciones y los engaños de la capa y la muleta. En resumen: que las corridas de toros se hagan sin toros.
Lo cual tiene, curiosamente, un precedente en el anecdotario taurino, en este caso taurino-musical. Hace un siglo el gran torero Rafael Guerra, Guerrita, ya retirado y rico, era el dueño del único teatro que había en la ciudad de Córdoba. Llegó allá en una gira de conciertos el famoso pianista Arturo Rubinstein, y Guerrita, que de su juventud borrascosa recordaba el piano como un instrumento propio de burdeles, se negó a prestar su teatro, que era un teatro decente. Acudieron a su vergüenza torera: Rubinstein, le dijeron, también era un artista, como él. Y Guerrita cedió, magnánimo, diciendo: “El señor Rubinstein puede dar su concierto; pero sin piano”.
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