Y allí surgió lo que solemos decir el milagro de la casta, ese tipo de toros que ponen al descubierto a la mayoría de los toreros, caso de Miguel Ángel Perera que tuvo que echar mano de su ciencia lidiadora para salir airoso del trance puesto que, su segundo enemigo –el primero salió blandito y Perera aburrió, como todos- pedía el carnet de matador de toros y, Perera lo mostró, nada es más cierto.
Verdad es que Miguel Ángel hacía mucho tiempo que no mataba una corrida de Ricardo Gallardo que, por otra parte, en su día fue un especialista en dicha ganadería, hasta que se dio cuenta que, allí había mucha tela que cortar, se llevó varias cornadas con dichos toros y, llegado el momento dijo, “que los mate Gallardo”. Y así lo hizo. En esta ocasión, imagino que por dignidad, Perera quiso sumarse a estas corridas que, de haber sido todas como esta no hablaríamos de destrucción, diríamos que estamos construyendo de nuevo esa tauromaquia que a diario añoramos.
Estos toros engañan muchísimo, especialmente en el tercio de varas que, como sabemos, en la actualidad, es puro simulacro cuando aparecen las figuras en escena y, esa fue la razón por la que los toros de Gallardo engañaron a los toreros que se los dejaron crudos para la muleta con apenas un puyazo suave y, ¿qué pasó?
Que los toros se vinieron arriba y se las hicieron pasar muy duras a los lidiadores. José Garrido se sintió desbordado durante toda la tarde y, Perera, como digo, sacó su técnica que la tiene a raudales para vencer a su enemigo. Claro que, cuando salen este tipo de toros, aquello de ponerse bonito queda relegado al último lugar y es ahí, precisamente ahí, cuando los toreros deberían de torear pero, amigo, están más pendientes de cuidarse que de crear, razón por la que todo queda en “batalla cruel” por aquello de salvaguardar la integridad física de cada cual.
Una corrida como la citada salió hace dos años en Madrid en plena feria de otoño y, lógicamente, nos tenemos que acordar del toro y del torero. En aquella ocasión la casta afloró como casi siempre sucede con los toros de Gallardo y, en aquel acto, un toro encastado se encontró con un torero cabal como Diego Urdiales que, con apenas quince –máximo, veinte- muletazos le cortó las dos orejas a un toro, y era Madrid, cuidado, nada que ver con Barcarrota. ¿Qué hizo Urdiales en aquella ocasión? ¡Torear! Algo muy en desuso en la actualidad pero, como Urdiales sabía, con menos de veinte muletazos tenía las orejas en su mano porque, todo el mundo sabe que, veinte muletazos a un toro encastado valen más que los trescientos que habitualmente nos endilgan cada tarde con el toro moribundo.
Ahora, caso de Miguel Ángel Perera, mató la citada corrida con dignidad, yo diría que hasta con emoción pero, el torero estaba más preocupado de sí mismo de que le llegaran las musas inspiradoras para dar ese ramillete de pases hermosos, todo ello alejado de la cantidad y sin necesidad de arrimón alguno cuando ya has vencido al toro mediante el sendero de la batalla.
Pese a todas las pegas que queramos ponerle a Ricardo Gallardo al respecto de esta “novillada” que se lidió en Barcarrota, si de emoción hablamos, las firmamos todas como la citada. Nada que ver lo que tiene este ganadero que, animales con procedencia de Jandilla, que tengan la casta de la que son portadores, como decía, el milagro está servido.
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