En las últimas semanas, el mundo ha visto con preocupación cómo se ha recrudecido la persecución religiosa a los católicos por parte del régimen sandinista en Nicaragua. Lo que empezó con el cierre de varios medios de comunicación propiedad de la Iglesia ha derivado en la quema de templos y el arresto domiciliario del obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, así como de otros cinco sacerdotes y dos seminaristas.
El ensordecedor silencio del Papa Francisco
Jaime Cervera
La Gaceta /21 Agosto, 2022
A muchos nos llama la atención el tenaz silencio por parte del Papa Francisco, tan pródigo en denunciar toda clase de injusticias en el mundo
Álvarez, crítico con el Gobierno del presidente Daniel Ortega, lleva dos semanas recluido en su domicilio y vigilado por la policía. Además, se le ha prohibido celebrar la misa acompañado de fieles, por lo que ha optado por retransmitirla a través de Facebook. Por si fuera poco, mientras escribo estas líneas ha sido secuestrado.
En medio de esta situación, a muchos nos llama la atención el tenaz silencio por parte del Papa Francisco, tan pródigo en denunciar toda clase de injusticias en el mundo y que, sin embargo, no ha dicho una palabra sobre Nicaragua.
Cabe recordar, además, que el régimen de Ortega no sólo amenaza la libertad religiosa y la integridad física de los católicos, sino también al propio Vaticano. Es decir, el ataque contra la Iglesia no se limita a su dimensión de pueblo de Dios, sino también a la de institución diplomática y terrenal. Esto quedó meridianamente claro en el mes de marzo, cuando el nuncio apostólico en Nicaragua, Waldemar Stalislaw Sommertag, tuvo que huir del país por presiones del régimen. Ni siquiera entonces dijo nada Francisco y la cosa se despachó con un diplomático y tibio comunicado —perdonen la redundancia— por parte del Vaticano en el que se expresaba «la sorpresa y el dolor» por la expulsión del nuncio.
El ataque contra la Iglesia no se limita a su dimensión de pueblo de Dios, sino también a la de institución diplomática y terrenal
Permítanme aclarar que no expreso esta queja desde la animadversión que muchos profesan a este papa, sino desde el cariño filial de un hijo de la Iglesia a aquel que llamamos con ternura nuestro Santo Padre. Pero este amor no debe ser obstáculo para corregir, incluso cuando hablamos del sucesor de Pedro. Que se lo digan a Santa Catalina de Siena, que durante el lapsus papal en Avignon supo amonestar a quien ella misma llamaba el dolce Cristo in Terra.
El contraste con Juan Pablo II
Son muchos los que insisten en comparar a Francisco con sus antecesores en una variedad de asuntos. Nunca he sido aficionado a semejantes equiparaciones, pero el caso presente vuelve a imponerme el hacer una excepción. Hablo, por supuesto, del recordado viaje de Juan Pablo II a Nicaragua en 1983, que ha sido definido en numerosas ocasiones como el más difícil de su pontificado.
Hacía cuatro años que la Revolución Sandinista había triunfado en el país, derrocando la dictadura militar de Anastasio Somoza. Las libertades, sin embargo, pronto empezaron a arrinconarse bajo el nuevo régimen izquierdista. El sistema, eso sí, contaba con el apoyo del sector de la Iglesia nicaragüense influido por la teología de la liberación. Al frente de esa corriente, el poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, a la postre ministro de Cultura del sandinismo.
Así las cosas, el Papa Wojtyla se plantó en Managua y, nada más bajar la escalerilla del avión, interrumpió el protocolario saludo a las autoridades para reprender a Cardenal. Este se había puesto de rodillas ante el pontífice para pedirle la bendición, pero Juan Pablo II le contestó con un claro gesto con el dedo y le emplazó a que se «reconciliase con la Iglesia». El papa, buen conocedor de las bondades con las que el comunismo se había prodigado en su Polonia natal, no dudó en hacer ese reproche público a Cardenal y, por extensión, al régimen sandinista. Cuarenta años después, la actitud de Francisco contrasta con la del santo de Cracovia. De momento, confiemos en que la diplomacia vaticana esté trabajando sotto voce y que, por eso y no por otros motivos, una declaración pública del papa no sea ahora lo más conveniente. Ese es el margen con el que cuenta Bergoglio, un margen que se estrecha a marchas forzadas ante las penurias de la Iglesia nicaragüense.
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