–Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado que tenemos dentro.
Precisamente como la mala suerte, y para perturbarnos profundamente, se ha precipitado sobre nosotros La Pasión de Mel Gibson: terrible, desgarradora, espeluznante. La idea de Gibson es que la gente cambie –el puño que golpea en el cráneo, el pico de hielo que rompe el mar congelado– al verla. La prueba de que va en serio es que en Méjico, con su tradición de beaterios progres, la han clasificado “equis”, pero ya decía Julio Torri que hay muchas suertes de mejicanismo: el de pulque y enchiladas; el de jícara y zarape; el de turistas; el de semitas recientemente nacionalizados; el que por auténtico no descubren los extranjeros ni emplea el énfasis de las falsificaciones...
La Pasión de Gibson es un anonadamiento documental en torno de la hora final de Cristo: ni una palabra de más, aunque alguna palabra de menos –en los subtítulos– a modo de cumplido con los comisarios de la corrección política, que seca. Foxá abría El Teatro Teológico de González Ruiz y quedaba pasmado al repasar los personajes que interesaban a los españoles del Siglo de Oro: La Culpa, La Locura, El Engaño, El Deleite, Luzbel, El Mundo, El Género Humano, El Alma, La Carne, La Gula, La Muerte, La Inspiración, La Vida, El Agua, El Fuego, El Albedrío, El Amor, La Sombra... “Un pueblo así formado podía descubrir y conquistar América, perfeccionar el gótico y escribir el Quijote.” Y, más o menos, pensaba, así era toda la Europa de entonces, florecida de espíritu, antes de la gran helada del luteranismo.
Steiner repite siempre que se necesita una creencia trascendental para producir un gran arte: “Siempre querré saber cuál es la nueva metáfora de la esperanza, la nueva estética de la esperanza.” Pero a la crítica de progreso, para la cual, gracias a los planes de estudios, la figura de Cristo empieza a quedar algo lejos y como un asunto de extrema derecha, no le ha temblado el pulso para dictar el anatema contra Gibson, cuya película, sin embargo, es un escalofrío semejante al del célebre Sueño de Jean-Paul Ritcher, que es el sueño de la muerte de Dios: Discurso de Cristo muerto en lo alto del edificio del mundo: no hay Dios.
En la visión de Jean-Paul el lugar del anuncio es la iglesia de un cementerio inmenso. Los sepulcros se resquebrajan y los muertos avanzan hacia la resurrección. Aparece en el cielo un Cristo muerto. La multitud de las sombras corre a su encuentro con una angustia terrible: “¿No hay Dios?” Cristo desciende y dice: “He recorrido los mundos, subí hasta los soles y no encontré a Dios alguno; bajé hasta los últimos límites del universo, miré los abismos y grité: ‘Padre, ¿dónde estás?’ Pero no escuché sino la lluvia que caía en el precipicio. Y cuando busqué en el mundo inmenso el ojo de Dios, se fijó en mí una órbita vacía y sin fondo.” Entonces los niños muertos se acercan y le preguntan: “Jesús, ¿ya no tenemos Padre?” Y Él responde:
–Todos somos huérfanos. Vosotros y yo. ¡Todos estamos sin Padre!
[Abc, Marzo de 2004]
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