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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

jueves, 9 de diciembre de 2010

APOLOGÍA A LA TAUROMAQUIA / Por Alfredo Iriarte

-La Falla / Dalí- 

Cortesía de Gentil Salcedo con motivo cumplirse dieciocho años de la muerte de Alfredo Iriarte. Un dos de Diciembre de 1992.

APOLOGIA A LA TAUROMAQUIA

 Fecha de publicación 6 de diciembre de 1992 

 -La lidia taurina es un grandioso espectáculo
de armonía y de estética de la forma, el movimiento y el color...-

 Por Alfredo Iriarte

El rito taurino está revestido, está impregnado de una perturbadora belleza plástica. Es una obra de arte única e irrepetible desde la solemnísima y severa procesión con que se inicia hasta su dramático final. No de otra manera habría cautivado a los grandes artistas anónimos del paleolítico, de Creta, de Grecia y del Medioevo español, así como a tantos genios de la pintura universal, especialmente en los últimos dos siglos. La lidia taurina es un grandioso espectáculo de armonía y de estética de la forma, el movimiento y el color. Es un ballet sin paralelo; es un juego alucinante de danzas inesperadas y siempre maravillosas, cada uno de cuyos momentos es una sorpresa que suspende el aliento y maravilla los sentidos. Es el proceso inigualable del juego del hombre con la muerte en el que la tragedia no siempre estalla pero siempre está implícita, latente. Son infinitas las ocasiones en que el hombre, antes de la cita definitiva, salta a muy variados terrenos a hacerle esguinces .

Pero es el toreo el único escenario en el que el hombre afronta la muerte virtualmente inerme, ya que mal podrían juzgarse como armas eficaces contra la fiera más implacable y potente que conoce la naturaleza, un capote, una pica que no da la muerte y un caballo vendado, un par de arponcillos que tampoco son letales, un lienzo rojo y un estoque cuya utilización y momento de la misma están severamente reglamentados por las normas inflexibles de la tauromaquia. Las grandes armas del matador son su talento, su destreza, su maña, su ligereza, su experiencia que, como ya lo vimos, citando apenas unos pocos casos proceros, muchas veces han fallado y seguirán fallando ante el poder y la fiereza de los toros de casta. Y téngase muy en cuenta que es en el instante que más execran los antitaurinos recalcitrantes, vale decir, en el trance de la muerte, cuando han hallado la suya la inmensa mayoría de los toreros que han salido del ruedo a entregar sus vidas en los tristes recintos de las enfermerías.

Desde tiempos muy lejanos la lidia taurina ha sido condenada sin atenuantes como bárbara, cruel y salvaje, sin que a estos adjetivos dejen de sumarse otros no menos virulentos. La repudian en países del norte de Europa, de América, en los países iberoamericanos en que no se practica y aun en ellos en que cuenta con legiones de adeptos. Y los argumentos siempre giran en torno al mismo tema obsesivo: la inmolación inútil de un inocente animal. Vamos, entonces, por partes. Boxeo y cacería Acabamos de repasar las frágiles y deleznables condiciones de defensa propia en que el lidiador hace frente a la más temible fiera que conoce la creación, sin que en circunstancia alguna, por crítica que sea, pueda apartarse de las normas rigurosas que rigen sin contemplaciones todos y cada uno de sus pasos en el ruedo. El torero no es un cazador que en momentos de mortal peligro pueda echar mano de una infalible arma de fuego como lo hacen los grandes cinegistas ante las más temibles bestias de la selva. Además, no olvidemos que ese hombre cenceño y revestido de oro que vemos en la arena, solitario ante la muerte, está dando la cara a la más mortífera de todas las criaturas. Recordémoslo. Se está enfrentando al espanta-jaguares, al punza-leones, al mata-tigres, el destripa-elefantes; al que contra todo embiste y ante nada ni nadie retrocede; al soberano absoluto de la fiereza universal. Y con todo ello, su combate con este enemigo inclemente tiene que encuadrarse forzosamente dentro de un esquema que obliga al verdugo a exornar este ritual de muerte con el más deslumbrante aparato artístico y a llevarlo a su consumación final con unas armas que no son cosa distinta de precarios auxilios a la pericia y las artes de la inteligencia humana.

Quienes a nombre de unos delicados sentimientos farisaicos reprueban la lidia taurina suelen ser los acuciosos militante de las ligas protectoras de animales, pero que a la vez están en mora de crear similares asociaciones de defensa de los seres racionales que se maceran los cráneos y sesos a pescozones en los cuadriláteros, mientras las turbas homicidas chillan, vociferan y aúllan sin tregua hasta que uno de los contendientes yace en la lona inconsciente, con el rostro convertido en una compota grotesca, y muy probablemente condenado a muerte inmediata, que es la más piadosa, o a pasar el resto de sus días vegetando en medio de las más oprobiosas incontinencias corporales. Pero es que, según estos portaestandartes de la doble moral, está bien que los humanos se maten a golpes con tal de que no maltraten a un animalito. Pero ahí no para la aguerrida cruzada de los hipócritas. Los boxeadores, tienen, por supuesto, su bendición. Pero también gozan de su indulgencia plenaria los civilizados ingleses que organizan cabalgatas de bien armados monteros de la aristocracia, acudidos por jaurías inmisericordes de perros amaestrados para destrozar a dentelladas a cuanto ser viviente se les atraviese, siempre que no pertenezca a la Realeza o tenga asiento en la cámara de los lores.

Y bien sabido es que estas expediciones multitudinarias parten siempre a la intrépida batalla contra un zorro, un gamo o unas cuantas liebres que huyen presas del terror. Huelga decir que estos valientes cazadores nunca sufren un percance distinto del que puede derivarse del galope desaforado de sus corceles, puesto que en la refriega de una bestezuela despavorida contra cien mastines sanguinarios y cincuenta batidores experimentados, pocas son las dudas que suelen presentarse sobre quién será el vencedor. Pero no es infrecuente que después de cada una de estas arriesgadas expediciones, sus protagonistas se congreguen a llenar de anatemas y baldones la ignominiosa y crudelísima práctica de la lidia taurina.

Por su parte, los valerosos cazadores de los safaris africanos también blasonan de sus hazañas y ornamentan sus salones con las cabezas de leones, rinocerontes y félidos diversos que les preparan sus taxidermistas para ufanía suya y de sus descendientes. Pero bueno sería que nos informasen cuántos de ellos se han visto frente a los rugientes tigres y leones, los aterradores rinocerontes o los colosales elefantes sin una o más armas de fuego provistas de abundante munición. Anécdota trágica En las legendarias conquistas del oeste norteamericano, miles de broncos cowboys exterminaron millones de búfalos y bisontes, y aniquilaron así una fauna incomparable que hoy se está tratando de revivir, no citándolos en un ruedo con el sólo concurso de un trapo, unos rehiletes y un estoque, sino acribillándolos a tiros de fusil desde sus raudos y bien amaestrados caballos. Pero fueron ellos, y con mayor acerbidad sus hijos y demás descendientes, quienes a nombre de un puritanismo mendaz han venido condenando la dureza y la crueldad de la lidia taurina.

Y jamás acabaríamos dando respuestas a las deleznables requisitorias que a diario nos toca escuchar contra la magna ceremonia de la tauromaquia. Pero creemos que mal podríamos concluir sin traer a nuestros lectores una anécdota absolutamente real y fidedigna, que revela y sintetiza dentro de su conmovedora sobriedad toda la nobleza y el sentido trágico que entraña el rito taurino para sus dos grandes protagonistas. Ocurrió que una tarde memorable, allá por los años diez o veintes de este siglo, aquel genio deslumbrante del toreo que se llamó Juan Belmonte ejecutó en Madrid una faena de tan colosales dimensiones, que dejó en el público la incertidumbre que deja el haber pisado la frontera entre la realidad y las más desenfrenada fantasía. No hubo en aquella jornada instante en que en medio de naturales, pases de pecho y otras suertes magistrales, los espectadores no vieran cómo la muerte rozaba sin tregua a aquel brujo que se le arrimaba y la burlaba con impavidez, serenidad y donosura que pasmaban. Y acaeció que entre los asistentes de aquel duelo sin precedentes estaba don Ramón del Valle Inclán de las barbas de chivo, que a la sazón lidiaba las letras castellanas con tanta sabiduría como Belmonte sus indómitos astados. Después de la corrida gloriosa, en cualquier recinto propicio, se toparon los dos genios y se saludaron con afecto. Y este fue el diálogo inmortal: Don Juan: la verdad es que a usted lo único que le hace falta es hacerse matar.

A lo que respondió Belmonte con la más asombrosa sencillez: No se apure usted, don Ramón, que se seguirá haciendo lo posible.


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