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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

sábado, 5 de septiembre de 2020

Seamos conservadores… y revolucionarios (I) / por Javier R. Portella

A vueltas con el discurso-manifiesto de Marion Maréchal

Seamos conservadores… y revolucionarios (I)

Javier R. Portella
El Manifiesto / Madrid, 03 de septiembre de 2020
O dicho de otro modo, conservemos e innovemos, mantengamos y rompamos a la vez. El oxímoron (para las víctimas de nuestro sistema educativo: la contradicción lógica) entre ambas exigencias parece evidente. Y sin embargo…

Sin embargo, podría invocar que semejante dualidad ya caracterizó, hace un siglo, a un movimiento tan importante como lo fue, por ejemplo, la Revolución conservadora alemana (con figuras tan destacadas como los hermanos Jünger, Spengler, Heidegger y tantos más). Pero dejemos ahora las invocaciones históricas. Baste afirmar que o somos a la vez conservadores y revolucionarios, conservadores y rompedores —es decir, conservadores de un nuevo cuño, muy distintos de los conservadores tradicionales—, o eso no  lo salva ni Dios.

Viene ello a cuento del brillante discurso pronunciado por Marion Maréchal en un foro conservador celebrado en Roma y que, publicado en estas misma páginas el viernes pasado, tanto ha atraído a nuestros lectores. Un discurso cuyo nivel sobresale de forma destacada —vale la pena subrayarlo— frente al lenguaje apelmazado y a las trivialidades de la mayoría de los discursos políticos.

Sí, tiene razón la líder francesa cuando se proclama conservadora; cuando afirma que, frente a la descomposición del mundo, frente a la locura nihilista que nos envuelve, se impone conservar los valores fundamentales de nuestra civilización. ¿Qué sociedad, por lo demás, puede existir si no conserva lo más propio de sí misma, si lo pone todo constantemente en la picota?

Por supuesto. El problema es que, una vez sentado lo anterior, es cuando surgen las verdaderas cuestiones. Cuestiones importantes, decisivas. Y difíciles. Veámoslas.

Se impone conservar, sí… Pero ¿conservar exactamente qué? No el mundo de hoy, desde luego; no ese mundo absurdo y gris, feo y triste que se trata de demoler. ¿Se trata, entonces, de conservar (de recuperar, mejor dicho) el mundo de ayer, de regresar a él y a sus principios? Tampoco. En primer lugar, porque la historia (algo que se obstinan en ignorar carcas y reaccionarios) no vuelve nunca atrás (como tampoco avanza hacia el Progreso de los progres). Pero hay otra razón más importante. Aunque se pudiera volver a los tiempos de ayer, tampoco se debería regresar a unos tiempos algunas de cuyas cosas (luego las veremos) merecen desde luego ser conservadas. Pero no todas, ni tampoco el espíritu que las presidía. Con las cosas del mundo de hoy ocurre algo parecido. Algunas merecen ser conservadas (por ejemplo, los descubrimientos científicos y el bienestar material; por ejemplo, la libertad sexual y la libertad de expresión); pero no todas sus cosas, ni aún menos el espíritu que las preside.

¿Se trata entonces de caer en el gris eclecticismo y en la blandengue equidistancia? ¿Se trata de decir aquello de “Un poquito por aquí, otro poquito por allí…, no caigamos en extremismos…, un buen término medio es lo mejor”? No, en absoluto. De lo que se trata es de pensarlo todo de nuevo, de arriba abajo, sabiendo qué es lo que se impone extirpar y lo que se debe preservar (o recuperar) en un resultado final —en una nueva concepción del mundo— que en nada se parecerá (cuando toque: eso no es cosa de un día ni de dos) ni a la de ayer ni a la de hoy.

Extirpar, he dicho: esa palabra extemporánea —casi una grosería— que ya nadie pronuncia hablando de tales cosas. Pero es la palabra que se impone cuando se trata de raíces y éstas se encuentran podridas. “Las raíces del mal que nos roe”, decía en su discurso Marion Maréchal, hay que buscarlas en “el ciudadano abstracto de la Revolución francesa, separado de su tierra, de su parroquia, de su profesión. ¡En ese ciudadano del mundo! ¡En ese ciudadano de la nada!”.

Sin duda alguna. Ahora bien, ¿qué es lo que hace que este ciudadano se hunda en la nada (y encima se ría, el muy desdichado)? ¿Por qué este hombre se deshace de sus vínculos, ignora sus arraigos, desprecia sus tradiciones? ¿Por qué, haciéndose abstracto, vaga como un sonámbulo en medio de inconsistentes nubes?

¿Tan imbécil o tan malvado es este hombre (o quienes lo manipulan)? ¡Claro que lo es! En parte al menos, dejémonos de tonterías. Pero no caigamos en las simplificaciones, en la reductio ad stultitiam et malignitatem (tan fácil, tan cómoda) en la que cae a veces nuestra gente. Si el hombre anda hoy perdido entre las nubes de la nada, si intenta llenarlas con delirios aberrantes, es por la sencilla razón de que se ha quedado solo. Solo con su cuerpo, solo con su materia, solo con su muerte. Reducido a esa soledad, a esa inanidad y a esa muerte que están en el fondo de “la muerte del espíritu”, como se la califica en el Manifiesto que, lanzado por Álvaro Mutis y por quien esto suscribe, dio nombre, hace ya dieciocho años, a nuestro periódico.

¿La muerte del espíritu? Pero ¡qué dice usted, hombre de Dios! De ese tipo de cosas no se habla, no se trata en política. Esas cosas ni se plantean. Primero, porque la mayoría de los políticos ni las entenderían, y segundo, porque esas cosas no movilizan ni pueden movilizar a nadie.

Es cierto, tales cuestiones no movilizan ni pueden movilizar a nadie: en el día a día, en lo inmediato. Pero aquí no estamos hablando de consignas para movilizar a nadie: aquí se está hablando del mar de fondo que bulle debajo de aquello que hace que los hombres vivamos y soñemos, combatamos y nos movilicemos. O dejemos de hacerlo… y perezcamos.

La muerte del espíritu… Entendamos: el desvanecimiento del aliento espiritual que, de mil formas distintas, había marcado todas las culturas, todas las sociedades, toda la historia: el mundo mismo. Hasta que llegó el nuestro.

La muerte del espíritu… ¿Se trata, pues, de la muerte de Dios, del desvanecimiento social de la religión? ¿Se trata de ese hecho inaudito, colosal, que nunca nadie había conocido hasta nosotros? No, no se trata de eso. O sí, mejor dicho; pero solamente en parte.

El desmoronamiento de la religión constituye tan sólo una de las manifestaciones en las que se encarna la muerte del espíritu.[1] Aparece junto con otros fenómenos: desde la aniquilación sistemática de lo bello que emprende (también por primera vez en la historia) el denominado “arte contemporáneo” hasta el imperio de la fealdad y la vulgaridad que reina en nuestras ciudades y campos, pasando por la exacerbación del materialismo y del individualismo, por no hablar de todos los delirios que propagan el hembrismo y el ideologismo de género.

Todo ello no constituye, sin embargo, más que manifestaciones o expresiones de una pérdida, de una desaparición mucho más honda. Si la nada derrama sobre el mundo su inanidad, es porque se ha desvanecido el pálpito que en todas las épocas, en todas las sociedades, hacía que, de mil formas distintas, el mundo se viera como aureolado por un sentido superior, impregnado por un aliento espiritual que impedía que hombres y cosas quedaran encenegados en su inmediata, burda y mortal materialidad.

Y hasta que no vuelva a latir —pero no en el marco del mundo de ayer, sino en el de hoy— un nuevo impulso espiritual, un nuevo aliento sagrado, seguiremos estando al borde del abismo al que ahora mismo estamos abocados.

Volvamos a las cuestiones propiamente políticas

Bueno y necesario es acabar con la invasión inmigratoria que nos ahoga. Bueno y necesario es acabar con la disolución antropológica en que consisten la ideología de género y las memeces del hembrismo desaforado. Bueno  y necesario es acabar con la postergación que, ejercida bajo la égida de la nueva clase dominante —la plutocracia financiero-globalista— afecta hoy a casi todo el mundo y configura una especie de confraternidad inédita que abarca desde las clases más populares, víctimas de precarización, hasta los estamentos de una burguesía (también denominada clase media alta) víctima de expolio fiscal. Bueno y necesario es también, en el caso español, acabar con el cáncer disgregador del secesionismo vasco-catalán que amenaza a la existencia misma de la nación.

Bueno y necesario, indispensable es todo ello. Pero nada de ello se conseguirá sin la fuerza de un pueblo movido, alentado por un gran ideal, por un ideal superior. Y difícilmente se desplegará tal ideal y se alcanzará tal fuerza si sólo nos movemos por objetivos de tipo “negativo”, reactivo, de oposición. Por objetivos que, como los que acabo de recordar, consisten, en últimas, en oponerse a otros proyectos, en cerrar el paso a otros idearios.

Nada se conseguirá sin la fuerza de un pueblo movido por un gran ideal, por un ideal superior

Unos idearios —los de los progres— que sí son afirmativos, sí tienen una especie de proyecto de mundo que ofrecer. Un proyecto que aniquila, es cierto, al mundo; un proyecto propiamente in-mundo, pero un proyecto, al fin y al cabo, una afirmación, una ilusión… Nosotros no. Todo lo que tenemos son objetivos “defensivos”. Objetivos absolutamente indispensables para defendernos de la amenaza que tanto los progres liberales de derechas como los progres de izquierdas ejercen sobre la civilización. Pero nada de ello configura un nuevo proyecto de mundo, una nueva y estimulante concepción de las cosas, una nueva e ilusionante cosmovisión que conserve (o recupere) el aliento que les permitía a nuestros antepasados forjarse un destino en el cual, junto con ruindades y miserias que siempre existirán, latían la grandeza y la belleza.

Pero entendámoslo bien. Lo que se trata de conservar (o de recuperar) es la exigencia de un aliento espiritual; no el contenido, no las modalidades, no las expresiones que este aliento tenía en la Antigüedad pagana, o en la Cristiandad medieval, o en el Renacimiento pagano-cristiano, o en el Antiguo Régimen, o en lo que pudiera quedar de dicho aliento en los primeros tiempos del Nuevo (y actual) Régimen.

De lo que se trata es de la embriagadora (y difícil) tarea de forjar un nuevo aliento, un nuevo espíritu, un nuevo proyecto de mundo que dé sentido, grandeza y belleza al destino de los hombres que, sumidos en la materialidad de la existencia, carecen de un destino fijado por un Dios, expresado en la figura simbólica de un Monarca, plasmado en las normas intangibles de una Tradición.

¿Es posible semejante cosa? ¡Claro que lo es! No se trata de ningún delirio. Aunque nuestro número todavía es insignificante a escala global, ahí estamos quienes, marcados por la Libertad y su indeterminación, quienes no teniendo ni Dios, ni Ley, ni Tradición que determine nuestros pasos, sí estamos imbuidos de un profundo sentido espiritual, de una profunda ansia por lo hermoso y por lo grande, por lo noble y por lo heroico —y dejo de decir palabras que constituyen, hoy, auténticas groserías (y a lo mejor, dentro de poco, auténticos delitos).

Pero la pregunta no es si semejante proyecto de mundo es posible en sí mismo. La pregunta es si semejante proyecto es posible para el mundo. Y posible para el mundo significa hoy: posible para todo el mundo —para la inmensa mayoría, en fin.

¿Es posible que florezca a escala global toda una nueva cosmovisión que retome el aliento que hasta hace más o menos un siglo impregnaba el aire que respiraron, en formas obviamente distintas, los hombres de todos los tiempos y de todas las culturas? ¿Es posible semejante cosa sin que ello implique (no os hagáis ilusiones, amigos reaccionarios y conservadores) ningún retorno al status quo ante? ¿Es posible semejante cosa cuando la religión —sólo un elemento, es cierto, del aliento espiritual, pero elemento probablemente indispensable— parece imposible que vuelva a revivir en el mundo?

Parece imposible que vuelva a revivir cuando la Iglesia católica lleva ya más de medio siglo (la protestante, casi medio milenio…) echando por la borda lo más grande y lo más alto que tenía —su culto, su ritual— al tiempo que mantiene y se complace en lo que merece el calificativo opuesto. Pero no es sólo esto. Hay otra cuestión más importante aún. ¿Cómo podría lo divino renacer en el mundo cuando parece imposible asignarle ningún lugar o estatus ontológico?[2]

¿Y si de lo que se tratara fuese de asignar a lo divino un lugar y un estatus profundamente distintos de los que le han asignado hasta hoy (pero en grados distintos) el conjunto de las religiones?

Tal vez, acaso, a lo mejor…

Pero el asunto es tan complejo y lo que llevo escrito tan largo que mejor será dejarlo para un próximo artículo.

[1] Probablemente estemos asistiendo, con el desvanecimiento social de la religión, al desastre que tanto habían temido todos aquellos pensadores de la Antigüedad pagana (un Cicerón, un Lucrecio, un Epicuro…) que ponían en duda la existencia física de los dioses o su implicación en el mundo, pero consideraban indispensable el mantenimiento de la religión para dar cauce a las ansias y sentimientos del pueblo. O del vulgo, como se decía hasta tiempos no tan lejanos.

[2] Sólo los creyentes que aún quedan son capaces de asignar un estatus ontológico a lo divino. Pero este estatus se limita al sentimiento subjetivo —y legítimo, huelga decir— de una fe frente a la que no cabe explicación o razonamiento alguno. Con ello, el  creyente no hace sino reforzar la reclusión de lo divino en el ámbito de la conciencia subjetiva, individual. Otra expresión, en últimas, del subjetivismo o individualismo contemporáneos.

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