
'..Que esta absoluta cochambre, este caos general, esta ausencia de orden y de mando, esta anarquía en la que vivimos desde hace años no es una desgracia sobrevenida, sino una especie de hoja de ruta, todo un proyecto político diseñado desde el principio. ¿Para qué? Para acabar con la nación, sin duda alguna..'
La crisis como proyecto
Rafael Nieto
Con su lucidez habitual, Fernando Paz explicó hace unas semanas en Bipartidismo Stream que la crisis institucional no es un fallo del sistema, sino el sistema mismo. Que esta absoluta cochambre, este caos general, esta ausencia de orden y de mando, esta anarquía en la que vivimos desde hace años no es una desgracia sobrevenida, sino una especie de hoja de ruta, todo un proyecto político diseñado desde el principio. ¿Para qué? Para acabar con la nación, sin duda alguna; y de paso, para acabar con cualquier atisbo de soberanía residente en el pueblo español.
La condena al ya ex fiscal general del Estado, Álvaro G. Ortiz, hubiese supuesto la inmediata caída del Gobierno si hubiese ocurrido en aquellos años de la transición (y posteriores) en que las instituciones públicas aún conservaban el decoro que les es propio; los años en que los partidos todavía no habían usurpado la totalidad de las funciones esenciales del Estado. Los años en que, por ejemplo, un ministro del PSOE llamado Antonio Asunción dimitió tras la fuga del que fuera director de la G. Civil, Luis Roldán, condenado por corrupción. Había sinvergüenzas también, por supuesto, porque no es posible el socialismo sin la inmoralidad, pero al menos existía la conciencia de que no todo valía. De que había límites.
La España actual es un lugar donde no hay límites a la chaladura, ni a la golfada, ni a la corrupción. Es una nación donde ya es imposible que los gobernantes dimitan por graves que sean los escándalos y los crímenes que cometan. Es una nación tan acostumbrada a la sinvergonzonería que ni siquiera la primera condena de un fiscal general del Estado en la historia de España provoca la más ínfima marejada en el Gobierno. Nadie se espanta ya de nada porque en realidad lo hemos visto casi todo. Y hemos asumido (probablemente sin pararnos mucho a pensar en ello) que solamente las urnas tienen el poder de desalojar a un tirano.
Provoca un escalofrío de cierta intensidad considerar que el hasta ahora fiscal general del Estado, un cargo que está obligado específicamente a defender el imperio de la ley, sea un vulgar delincuente, dedicado en este caso a la pura lucha partidista, como si fuese un becario de Ferraz. Uno se pregunta de dónde salen estos personajes, cómo logran escalar en sus carreras profesionales, a cuánta gente han tenido que engañar, o confundir, o sobornar, para alcanzar un puesto para el que no estaban en absoluto capacitados. Un puesto que nunca debería estar disponible para un corrupto ni para un delincuente, porque de ello dependen la libertad y la seguridad de millones de personas.
Pero volviendo al análisis de Fernando Paz, todo se entiende mucho mejor (aunque sea también más doloroso) si se observa esta situación como lo que realmente es: la demolición progresiva y sistemática de la nación española, empezando por sus principales instituciones públicas. Tras el asalto ignominioso a la televisión pública y a los más altos tribunales, violar impunemente la Constitución colando una vergonzante amnistía para unos golpistas, cerrar el Parlamento con la excusa de una pandemia, profanar los cadáveres de quienes pensaban distinto, y un larguísimo etcétera de delitos y crímenes nunca antes vistos. Hacer, en definitiva, de una nación fuerte y de un Estado poderoso lo más parecido a un país bananero y a un Estado fallido donde los trenes se quedan parados en mitad del campo y ni siquiera el suministro eléctrico está garantizado.
Sánchez había diseñado un programa completísimo de actos para conmemorar los cincuenta años de la muerte de Franco. Dicen que ese programa ha quedado al final prácticamente en nada. Puede que sea, sin duda, una muestra más de incompetencia e ineptitud. Pero también puede ser el reconocimiento inconsciente de que aquel a quien han querido mancillar, profanar y ultrajar incluso en su tumba, era mejor que ellos en todo. Que aquella España que ellos deploran e insultan era la nación grande y próspera que en ningún momento han podido igualar, ni mucho menos superar. Una España reconocible, y no el esperpento infame en que la han convertido.
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