'..Morante ha sido un torero clásico en una época contemporánea, en la que él ha apostado por hacerlo de la mejor manera, ante un cornúpeta de poco fuste —le ha faltado ver que ante el toro correoso y fiero estaba la épica—, certificando que el gusto del público camina por los territorios del esteticismo y no por el de la autenticidad —aunque sea rústica— de una tauromaquia enlazada con el pasado. En una nueva época..'
Morante, torero de una época
Por Pepe Campos*
En el momento presente escribir sobre la faceta taurina de José Antonio Morante de la Puebla viene a ser como una prueba de alto riesgo porque todo lo que no sea un discurso ditirámbico a su favor puede ser tachado —por su legión de partidarios— de un escrito surgido de la ignorancia e incluso de la mala fe. Mientras que pronunciarse a favor de corriente opinando que Morante de la Puebla es el mejor torero de la historia o una representación de Dios en la tierra, no dejaría de ser una apuesta ganadora para quien la haga, una postura fácil al sumarse a aquellos aficionados que creen estar en la posesión de la verdad en torno a la historia de la tauromaquia y a aquellos otros que controlan los entresijos de la fiesta taurina.
No obstante, la verdad sobre el significado de la fiesta de los toros no es patrimonio de nadie, más cuando es un universo donde casi siempre han sido los aficionados los que han opinado, según gustos y tendencias. Desde este postulado, se ha dado casi siempre una variedad de pareceres alrededor de toros y toreros donde es muy difícil poner orden, pues el aficionado es un degustador subjetivo, y no un historiador que aplica un método de estudio. De esta manera al crearse una línea de opinión taurina, o cuando se emite un juicio, prima lo personal —el personalismo, algo tan español— y los grados de emoción que produce el hecho de ver torear —con evidente mudanza de ánimo en quienes asisten al espectáculo, incluso cuando luego reflexionan sobre el mismo—. Al unísono de este enfoque se podría entender que Morante de la Puebla se ha convertido en un torero de época —de un periodo determinado de nuestra historia— que se caracteriza por poseer un espíritu que convierte todo suceso en algo histórico eterno, ajeno a toda medición con el pasado.
La trayectoria del toreo
Hay que recordar que la época en la que ha toreado Morante de la Puebla se ha caracterizado por ser aquella donde los toreros que han encabezado el escalafón de matadores, o aquellos a los que se les ha considerado figuras —caso de Morante—, no han querido medirse al toro duro o toro complicado que impediría un lucimiento artístico taurino acorde a una idea de arte que ostenta la tauromaquia actual. En la que debe reproducirse en el ruedo una representación escénica basada en dar pases bonitos a un toro que obedece infinitamente a los dictados de los toreros, sin que el astado plantee ninguna sorpresa en su embestida —sin fiereza— y ninguna contingencia sujeta a un entendimiento del animal por parte del torero.
Nos encontramos en una etapa de la historia taurina donde el riesgo está siendo eliminado de las plazas de toros porque se está buscando un animal —el toro comercial— que sea dócil, blando, doméstico, sin ápice de agresividad, pero que sirva para la función de toros, a través de su durabilidad para la faena de muleta —no para la lidia—.
Todo un complejo de disposiciones o ingenios para valerse de un toro que sea toreable, sin que posea peligro, de lo que resulta la creación de un animal que goza de «toreabilidad». Un tipo de animal dependiente de un concepto artístico decorativo, como el que demanda la sociedad actual —y no sólo en los toros, también para otras actividades—, un mundo, una comunidad, que requiere aligeramiento frente a cualquier exceso de contenido, en la que el resultado exitoso esté garantizado y sea en sí mismo fácilmente entendido. Y aquí aparece la cuestión. Pues sabemos que todavía hoy en la fiesta de los toros no todos los astados que se lidian en algunas plazas se dejan torear, ni se prestan a que se produzca esa idea de belleza sui géneris entendible de nuestro tiempo.
En los festejos taurinos de hoy existen dos circuitos totalmente diferentes. Por un lado nos encontramos con las corridas usuales donde se torean toros comerciales por las denominadas «figuras del toreo», nombradas así por el empresariado, por la crítica afín, por los ganaderos que quieren vender sus productos y por aficionados entusiastas. Por otro lado tenemos las corridas —pocas— donde se lidia al toro fiero y con acometividad, con nervio y genio, con edad, peso y pitones, bravo o manso. Un astado que todavía refleja la antigua verdad de la fiesta con su emoción romántica. Un toro bravo potente que genera peligro a partir de su raza y de su casta y que hay saber lidiarlo y torearlo, que no regala embestidas, sino que demanda que el matador sepa entenderlas, encauzarlas y dominarlas. Para conseguirlo —el torero modesto que las torea— debe aplicar las reglas clásicas del toreo, las de parar, templar, mandar y cargar la suerte. Reglas que con el toro mercantil desaparecen en toda su extensión, para quedar sólo, digamos, reducidas al concepto del temple, único valor que guarda el toreo contemporáneo del componente de lo clásico. Normas que se fueron creando a lo largo de numerosas generaciones de existencia de tauromaquia, desde sus orígenes —no debemos olvidar los valores del toreo caballeresco, por ejemplo, con la importancia del honor y todo lo que conlleva— aglutinado en el primer toreo a pie normativo de la tauromaquia de Pepe Hillo (1796). Si la única palabra sobre el toro a lidiar la hubiera tenido el ganadero, la fiesta de los toros habría girado alrededor de la bravura y de la casta. Todos sabemos que el empresario, el mismo torero, el aficionado y el propio crítico también han intervenido con sus intereses y sus gustos a lo largo de tanto tiempo para que exista un tipo de toro.
Si las decisiones sobre el toro ideal a lidiar la hubieran tenido sólo los matadores, desde sus inicios habría derivado hacia el toro sencillo. Un toro no sólo boyante, sino también dúctil, maleable y sumiso —humillador—. La llegada de la toreabilidad habría sido temprana, precipitándose pronto una degeneración estilística en la forma de torear. Pruebas las tenemos desde 1789 cuando Pedro Romero rectificó la preferencia de Joaquín Rodríguez Costillares y de José Delgado Pepe-Hillo por los toros andaluces —dado que eran más toreables y menos peligrosos— y vetando estos toreros los toros castellanos —más complicados—. En tal ocasión, en las corridas por la jura de Carlos IV en la Plaza Mayor de Madrid, Pedro Romero, con gallardía torera, expresó al Corregidor de Madrid —el señor Armona—, no estar de acuerdo con sus colegas, pues «si son toros que pastan en el campo, me obligo» a matarlos, sean de Andalucía o de Castilla. Y así lo hizo.
Después vendrá el siglo XIX con todo su romanticismo y la primera edad de oro del toreo —Lagartijo y Frascuelo—. La aparición de Guerrita con el inicio del debilitamiento del toro al castigarle en exceso —en la suerte de varas—. El pleito de los Miura, en 1908. La segunda edad de oro —Joselito y Belmonte—, con la primera consolidación de la idea de un «necesario» arte con el capote y la muleta. El peto, en 1928. La hecatombe ganadera originada por nuestra Guerra Civil (1936-1939), a partir de la cual empezaron a darse fenómenos de manipulación en torno a la integridad del toro bravo como el afeitado. Se renovó la afición —desapareció el concepto severo de antaño— en una sociedad que quería olvidar. Se lidió el utrero y se aposentó el toreo de perfil y de muchos pases.
Pronto emergieron intentos correctores como la conferencia de Domingo Ortega (1950) y la denuncia del afeitado de Antonio Bienvenida (1952). La restauración del clasicismo por parte de Antonio Ordóñez y de Rafael Ortega —en la esencialidad de cargar la suerte—. Sobrevino el triunfalismo de los años sesenta. Como contrapeso, en 1972, se recuperó la edad del toro —cuatreño— y se consolidó un sector torista en la afición de Madrid. El taurinismo —el establishment— no perdió la fe en imponer un animal previsible, noble desrazado, colaborador para la tarea artística de los espadas de relumbrón. En la pérdida de poder del toro otro causante fue el Reglamento Corcuera de 1992, al bajar de tres a dos varas en la lidia. Años en los que se genera ese toro predecible alrededor de la ganadería de Juan Pedro Domecq, encaste que se extiende a numerosas ganaderías, y que eclosiona a comienzos del siglo XXI, al lidiarse —en casi todas las ferias— un toro dócil que no plantea problemas al matador y que no suele herir. Es un toro durable en la faena que no puede con el castigo, que parece claudicar pero sigue embistiendo a ralentí para un toreo que no requiere mando, ni conducir al astado por donde no quiere ir —base de la tauromaquia clásica—, sino acompañarle en la embestida a una velocidad que el mismo animal lleva. Un toro que permite menor exposición al diestro, que retrasa la pierna de salida al dar los muletazos —menor riesgo al esconderse la femoral en el pase— base fundamental de la nueva tauromaquia en la faena de muleta. Muchos muletazos, la mayoría similares que simulan un trabajo, una constancia, un arte —una postura curvada de los toreros en los pases—, que admite una cercanía al toro, que traslada un remedo de valor ante un toro agotado y disminuido; y un final que acepta la estocada baja sin realizarse la suerte.
Desde esta realidad, todo lo que sea que una figura del toreo se enfrente al toro duro —base de la tauromaquia anterior a 1939—, se va aparcando y eliminando, y quedan fuera del entramado de una fiesta bonancible los aficionados críticos. Y, también, el toro que no deja pensar al matador, ni colocarse a gusto ante él, que exige mando y no permite cercanías: donde no vale el ensayo de la tienta, ni el de toreo de salón: y sólo sirve la capacidad lidiadora bajo las reglas clásicas. Por ello, queda fuera del armazón triunfalista el toro bravo que aporta emoción, representado en ganaderías como Miura, Victorino Martín, Celestino Cuadri, Partido de Resina, Palha, Dolores Aguirre, José Escolar, Adolfo Martín, etc. Para la lidia de este toro existe un segundo itinerario en la tauromaquia con toreros modestos, con la posibilidad de cornadas, donde hay que cruzarse al pitón contrario —nada de al hilo del pitón que traga el toro obediente—, más, pararse, templar las duras embestidas, mandar en ellas, cargar la suerte y rematar los pases. Y si es posible, repetirlo. En definitiva, una tauromaquia deslucida al no asegurar corte de orejas. Una ruta que pasa por Madrid y, en ocasiones por Bilbao, Pamplona y por localidades menores de España —Cenicientos, San Agustín del Guadalix—. No sólo. También en Francia, en Ceret ,Vic-Fezensac y Orthez.
La figura de Morante
Y aquí hay que enlazar con la figura de Morante de la Puebla, con su aportación a la tauromaquia, con la valoración de su toreo. De partida hay que decir que Morante se hizo poco a poco, a base de muchas novilladas, y compareciendo en siete ocasiones como novillero en Las Ventas, lo que demuestra que no iba llevado con esa suficiencia de ciertas figuras del toreo que de novilleros pasaron de puntillas por Madrid. Su toreo era entonces muy sevillano, con un arte natural, porque esto es innato a su figura torera, con una buena verónica, y su media; y con un pase natural templado artístico; y, con el aditamento del pellizco.
De matador de toros pronto se situó arriba, no en el puesto que llaman de «mandón», sí en el de figura del toreo —lo que permite torear lo comercial—. Si analizamos las ganaderías que ha matado Morante de la Puebla, pues vemos, eso, toda la gama de ganado procedente de Domecq, principalmente, Núñez del Cuvillo y Juan Pedro Domecq. Con algún que otro gesto, caso de matar Victorino Martín en Sevilla (2009), donde toreó muy bien con el capote —con verónicas a la antigua—, o, estoquear en solitario una corrida de Prieto de la Cal en El Puerto de Santa María (2021), en tarde de brevedades. Poco más en variedades «significativas» al enfrentarse con reses de ganaderías duras.
En este sentido es un torero de su época porque no se ha sentido obligado a torear al toro difícil, ni darle a los aficionados toristas una satisfacción plena. Otros toreros de su tiempo sí lo han hecho, como Manuel Jesús El Cid —y en muchas ocasiones—. Entonces, qué ocurre con la dimensión que ha tomado el toreo de Morante y no el de otros espadas que sí se han anunciado con lo áspero, pues que en su valoración el aficionado ha visto sólo su arte personal, no la capacidad de poder a los toros, sino la de torearlos con belleza —simplemente— aunque en esto haya sido un verdadero artífice. No llegando a lo que fue Curro Romero, ni Rafael de Paula, dos toreros artistas únicos, en su registro, y que, también, les faltó esa capacidad de poder a lo realmente violento. La comparación de Morante debe ir por este camino, por situarlo frente a Curro y a Paula. Y, por qué no, a Curro Vázquez. No delante de la capacidad torera de Antoñete y de César Rincón —limítrofes a su época— pues quedan por encima por su toreo rotundo, sin ambages, y sin la fuerza de acartelarse con ganaderías de su gusto, como sí ha hecho Morante.
Morante de la Puebla, en su toreo fue evolucionando a mejor, todo hay que decirlo, y en los últimos años de su dilatada carrera (tomó la alternativa en 1997) ha tirado de la tauromaquia en época difícil por ser la posterior a la pandemia del Covid. Esta es la clave de su elevación a los altares, un compromiso con la tauromaquia, y la demostración de una afición verdadera llevada a sus últimas consecuencias, pues ha tenido que lidiar también con problemas personales. Aquí la figura de Morante se ha agigantado, con una dimensión social muy particular en la visión de la vida y con la adhesión de miles de aficionados que sólo han visto la tauromaquia a través de Morante, negando incluso todo lo que fuera ajeno.
Morante de la Puebla por ser figura del toreo ha tenido la solidez de hacer el paseíllo en numerosas ocasiones. Su tauromaquia ha quedado reflejada —hemos expresado— ante el toro habitual de su época, noble y colaborador. Le ha faltado vérselas con el burel que demanda un conocimiento superlativo. No lo ha necesitado. Es uno de los debes con la plaza de Madrid, a pesar de que Las Ventas ha entendido a Morante y le ha acogido en su etapa final, rotundamente, en 2025.
Si entramos en cómo es el toreo de Morante, hay que reconocerle que ha atendido al proceso de la lidia, que no se ha desentendido, pues ha estado presente en quites —en un momento donde escasean— y en la vigilancia de la suerte de varas. Ha llevado a buenos picadores como Aurelio Cruz o Pedro Iturralde, que curiosamente en la corrida de la retirada de Morante picó el último toro de Fernando Robleño, en el adiós del torero madrileño —con una hoja de servicios diametralmente opuesta a la de Morante, en relación a ganaderías toreadas—.
Con el capote Morante ha sido un gran torero. Ha tenido temple y compás, ha toreado excelentemente a la verónica tomando al toro desde el inicio del lance, pasándoselo con lentitud por delante del cuerpo y despidiéndolo con un remate largo; se habla de su mano alta en la verónica tomada del toreo de Paula, un aprendizaje incorporado a su tauromaquia. La media verónica ha sido la sevillana, con gracia y pellizco. Se ha prodigado en otros lances como la tijerilla —en este su culmen llegó el día que cortó un rabo en La Maestranza de Sevilla, en 2023, a un toro de Domingo Hernández—. A la verónica su excelsitud tuvo lugar ante un toro de Juan Pedro Domecq en Madrid en 2009, cuando llevó al toro desde tablas al centro del anillo con verónicas templadas, largas y ganando terreno al toro, al paso, de una manera interminable. En esos años, el toreo con el capote de Morante se impuso claramente a su toreo con la muleta y al empleo de la espada.
Con la muleta Morante también ha sido un torero clásico con inicios de sus faenas por bajo con la pierna flexionada, o por alto, en ayudados, para llevar a los toros de la barrera a las rayas del tercio. Acto seguido el redondo o el natural, siempre y cuando el toro lo demandara; pues Morante no se ha entretenido con los toros, si no les ha visto posibilidades de lucimiento. En muchas ocasiones ha cortado las faenas, al estilo de Curro Romero y de Rafael de Paula, con la consiguiente bronca en los tendidos. Ha sido más regular y largo que estos dos toreros —y con menos embrujo—. Morante en la muleta ha emprendido el toreo de tandas desde una distancia media con el astado, ni citándole de lejos, ni abusando de las cercanías. Ha llamado al toro con la muleta adelantada, no en exceso, tampoco retrasada. El medio pecho por delante, impidiendo el toreo de perfil de tantas figuras del toreo actuales, la pierna de salida ligeramente adelantada, cargando la suerte sin extremos, sin esconder la pierna, otra diferencia con tantas otras figuras del toreo de su etapa que toreaban hacia atrás. Morante, ha toreado levemente hacia delante, con cadencia y naturalidad. Tandas de muletazos, a veces, largas, algo propio porque —desde mi punto de vista— le ha costado encontrar el verdadero temple a los toros, que solía sobrevenir una vez enlazados varios muletazos. En ocasiones, el enganchón, en otras, la lentitud máxima y a compás, ante toros que humillaban, sin tener que someter al animal, sino llevarle largo hacia atrás. Mejor el natural que el redondo. En el redondo le ha faltado ese empaque que desprendía el toreo de Antoñete, Curro y Paula. Aún así, ha trazado un muletazo con su aquél, largo y abundante en repetición. Aquí, la muleta no tan adelantada.
En el natural, sí, la muleta adelante, a veces cuadrada como mandan los cánones, tomado el astado en el pase con suavidad, temple, mando y remate hacia atrás de la cadera, repetido con generosidad. Mano baja, trazo largo, remate atrás. No siempre limpio, en fin, como buscando el verdadero temple, el que lleva el mando del toro. Tandas, numerosas. Al final de su carrera más ajustado en el número de pases, consiguiendo una brevedad más certera y clásica, alejada de que sonaran avisos en las faenas.
Sus finales de faena, por bajo, con ayudados, y por alto, con la enjundia del empleo de las dos manos. Por medio, un buen intérprete de la trinchera y un consumado ejecutor del molinete en una amplia variedad de modalidades. Su faena cumbre el 28 de mayo de 2025 en Las Ventas ante un toro de Garcigrande, donde dejó para la historia una faena de ensueño, perfecta, ligada y rematada.
También ha banderilleado, aunque en contadas ocasiones, de manera correcta. Ha intentado recuperar suertes del toreo clásico de la época de Joselito, como los galleos, recortes, largas y, en especial, el bú, un lance de difícil ejecución. Con la muleta ha procurado lo mismo, ser variado y rescatar suertes, en su mayoría en el toreo a dos manos, y ha restituido el macheteo como preparación de la estocada, quitándole las moscas a los astados que no facilitaban un triunfo. Con la espada fue evolucionando hasta lograr su mejor versión el día de su retirada, en su último toro, donde aplicó la máxima de Pedro Romero de «parar los pies y dejarse coger, ése es el modo de que el toro se consienta y descubra» para poder matarlo a conveniencia. La última estocada de Morante el 12 de octubre en Madrid, a un toro de Garcigrande, viene a ser un colofón taurómaco que define la aspiración de su tauromaquia hacia la perfección. No hay que olvidar que dentro del toreo clásico que ha intentado Morante, sí ha conseguido la quietud, que debemos admitir como una de sus cualidades inherentes. Se ha quedado muy quieto dentro de las tandas de muletazos, como en las últimas corridas toreadas en Madrid. No ha perdido pasos entre muletazos, algo propio de otros toreros figuras de su época, que lo han practicado como norma.
En definitiva, Morante ha sido un torero clásico en una época contemporánea, en la que él ha apostado por hacerlo de la mejor manera, ante un cornúpeta de poco fuste —le ha faltado ver que ante el toro correoso y fiero estaba la épica—, certificando que el gusto del público camina por los territorios del esteticismo y no por el de la autenticidad —aunque sea rústica— de una tauromaquia enlazada con el pasado. En una nueva época. Le avalan por otra parte, unas ochenta corridas toreadas en Sevilla, unas cincuenta y cinco en Madrid, y unas cuarenta en el Puerto de Santa María. Ha tenido afición y personalidad, lo que no es poco, en tiempos de caracteres bajos en las áreas artísticas.
*Pepe Campos
Bujalance (Córdoba), 1957. Doctor en Historia. Profesor de Historia de España y Cultura popular española en la Universidad Wenzao, Kaohsiung, Taiwán. Autor de El toreo caballeresco en la época de Felipe IV: técnicas y significado socio-cultural (Real Maestranza de Caballería de Sevilla, Universidad de Sevilla, 2007), y Toreo clásico contemporáneo (Ediciones Catay, Taichung, Taiwán, 2018).


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