Salomón Hegi (1814-1896): Cuadrilla española en la plaza de toros. Siglo XIX.
Con esta primera entrega, comienza un nuevo ensayo el historiador mexicano José Francisco Coello Ugalde, con el "que procurará ocuparse del que ha sido un proceso histórico de larga duración: 500 años… o casi, porque falta una década exacta para que alcance tan venerada edad". Su objetivo es claro: realizar "un análisis que busca poner en valor ese acontecimiento sin más afán que ir encontrando el fiel de la balanza en aspectos que, por su falta de sustento, han venido provocando incertidumbre y un creer a pie juntillas ciertos "mitos" que alcanzan grado de dogmatismo". Con la precisión histórica de todos sus trabajos, estamos ante un ensayo de especial importancia e interés, que se publicará en nuestras páginas en entregas sucesivas.
INTRODUCCIÓN:
Presento a partir de hoy, una nueva serie que procurará ocuparse del que ha sido un proceso histórico de larga duración: 500 años… o casi, porque falta una década exacta para que alcance tan venerada edad. Aún así se está a tiempo para iniciar un análisis que busca poner en valor ese acontecimiento sin más afán que ir encontrando el fiel de la balanza en aspectos que, por su falta de sustento, han venido provocando incertidumbre y un creer a pie juntillas ciertos “mitos” que alcanzan grado de dogmatismo.
José Francisco Coello Ugalde
Ciudad de México, marzo de 2016.
¿QUÉ SOBRE EL TORO MEXICANO?
La fiesta de toros en nuestro país, dentro de diez años cabales cumplirá 500 de ser establecida por los españoles y aceptada por los mexicanos que, en ese cúmulo de tiempo ha mostrado signos de marcada evolución, constante en un espectáculo público que requiere renovarse permanentemente, a pesar de sus anacronismos.
En medio de esta importante estructura se encuentra el toro. Sin él, la fiesta simplemente no podría ser. Sin toro, no hay toros, diría Perogrullo. Pero, ¿cómo se concibe el toro para una diversión tan específica como esta, en sus diferentes etapas: la virreinal, la independiente; la del México moderno y este que ahora nos toca vivir?
El toro de la primera etapa, nada tiene que ver con la nuestra, ni tampoco la composición de una corrida decimonónica con la del siglo XX, en donde el espectáculo alcanzó verdaderas cotas de integración y consolidación. De ese modo, tenemos que entender la existencia de un toro para cada una de ellas, cumpliendo además un conjunto de requisitos específicos capaces de satisfacer los diferentes comportamientos o dictados establecidos durante las diferentes épocas a que nos referimos en esta introducción. Efectivamente, en casi cinco siglos de andar, el toreo en México ha mostrado caminos distintos, expresiones variopintas, y para ello se ha necesitado de diversos toros, en los que se han aplicado métodos de crianza y selección capaces de satisfacer la demanda en función del espectáculo y su estructura predominantes.
Es preciso insistir: no es lo mismo el toro que se corría y alanceaba en el periodo virreinal, que el toro encauzado para la lidia de nuestros días, mucho más perfeccionada técnica y estéticamente. De ahí que se considere la importancia de cada periodo, sin discriminar ninguna de ellas, puesto que se trata de analizar esa compatibilidad en función de los alcances manifestados por el toreo a caballo primero; del de a pie, después.
El intento de estas apreciaciones, pretende acercarse a la desmitificación con objeto de contar con un horizonte de posibilidades más claro y entonces sí, lograr un entendimiento de condiciones y situaciones más preciso. La tarea es clara. El objetivo también: explicarnos qué tipo de toro –además de su crianza y selección- intervino e interviene en el espectáculo de cada época mencionada. Con ello, tendremos al final de este recorrido, una mejor visión de las cosas, puesto que todavía no existe hasta el momento una explicación clara sobre el toro mexicano.
Pero no sobre el toro mexicano, sin más. Sino de toda aquella infraestructura que lo constituye para ser motivo de su uso y aprovechamiento en las plazas, a expensas del resultado que proporcionen en el ruedo, aspecto muchas veces azaroso, sobre todo desde el momento en que los hacendados se hicieron ganaderos. Esto, a partir de los últimos quince años del siglo XIX, en que se dio un ingreso importante de vacas y sementales españoles traídos por diestros hispanos, que encontraron en el espectáculo taurino un caldo de cultivo sin precedentes en nuestro país.
De igual forma, los propietarios vieron en aquel síntoma, la enorme posibilidad de modificar relativa o radicalmente la gama de posibilidades que tuvieron para modificar el fenotipo[1] y genotipo[2] de su ganado, nada más se reanudaron las corridas de toros en el Distrito Federal, luego de estar prohibidas durante casi 20 años, prohibición que se impuso el 28 de noviembre de 1867 y se derogó en diciembre de 1886.[3]
Actualmente, hay muchos equívocos al respecto, de ahí que nuestra intención sea la de mostrar y comprobar cuáles han sido los cambios experimentados en el toro conforme a los diferentes periodos en que han formado parte fundamental de un espectáculo entrañable.
ANTECEDENTES
Tanto el torneo como la fiesta caballeresca fueron privativos de conquistadores primero; de señores de rancio abolengo después. Personajes de otra escala social, españoles-americanos, mestizos, criollos o indios, estaban restringidos a participar en los orígenes de la fiesta española en América debido a cierta intolerancia establecida en algunas ordenanzas. Pero sobre todo, en aquel temor de los españoles por verse o sentirse rebasados por los propios americanos. Sin embargo, estos últimos también deseaban intervenir. Esas primeras manifestaciones deben haber estado secundadas por la rebeldía. El papel protagónico de estos personajes, como instancia de búsqueda y de participación que diera con la integración del mismo al espectáculo en su dimensión profesional, va a ocurrir durante el siglo XVIII.
Pero volvamos al XVI. El indígena quedó privado de montar a caballo, gracias a ciertas disposiciones dictadas durante la segunda audiencia, aunque ello no debe haber sido impedimento para saciar su curiosidad, intentando lances con los cuales aprendió a esquivar embestidas de todo tipo, obteniendo con tal experiencia, la posibilidad de una preparación que fue depurando al cabo de los años. Esto debe haberlo hecho gracias a que comenzó a darse un gran e inusual crecimiento del ganado vacuno en buena parte del territorio novohispano, el cual necesitaba del control no sólo del propietario, sino de sus empleados, entre los cuales había gente de a pie y de a caballo.
Salvo los relieves de la fuente de Acámbaro que nos presenta dos o tres pasajes de los llamados empeños de a pie, comunes en aquella época es como conocemos algo de su participación. Dicha fuente pudo haber sido levantada por algún alarife español en 1527 a raíz de la introducción del agua potable al poblado guanajuatense, debido a las gestiones hechas por fray Antonio Bermul, lo cual mueve a pensar que por esos años se construyó la fuente taurina, misma que representa escenas de la lidia de reses bravas.
Una de ellas da idea del uso de la “desjarretadera”, instrumento que servía para cortar los tendones de las piernas de los toros (aunque “instrumento” de uso posterior a los primeros años de vida taurina en la Nueva España). En el desjarrete se lucían principalmente los toreros cimarrones, que habían aprendido tal ejercicio de los conquistadores españoles. Otra escena nos representa el momento en que un infortunado diestro está siendo auxiliado por otro quien lleva una capa, dispuesto a hacer el “quite”.
ARTES DE MÉXICO. El toreo en México. N° 90/91,
año XIV, 1967, 2a. época., p. 101.
Pero en el XVIII se dieron las condiciones para que el toreo de a pie apareciera con todo su vigor y fuerza. Un rey como Felipe V de origen y formación francesa, comenzó a gobernar apenas despertado el también llamado “siglo de las luces”. El borbón fue contrario al espectáculo que detentaba la nobleza española y se extendía en la novohispana. En la transición, el pueblo fue beneficiado directamente, incorporándose al espectáculo desde un punto de vista primitivo, el cual, con todo y su arcaísmo, ya contaba con un basamento que se formó desde el siglo XVI y logró madurez en los dos siguientes.
Un hecho evidente es el biombo que, como auténtica relación ilustrada de las fiestas barrocas y coloniales, da fe de la recepción del duque de Alburquerque (don Francisco Fernández de la Cueva Enríquez) en 1702. Para ese año el toreo en boga, es una mezcla del dominio desde el caballo con el respaldo de pajes o lacayos que, atentos a cualquier señal de peligro, se aprestaban a cuidar la vida de sus señores, ostentosa y ricamente vestidos.
He allí una indicación de lo que pudo haber sido el origen del toreo de a pie en México, primitivo sí, pero evidente a la hora de demostrar la capacidad de búsqueda por parte de los que lo ejecutaban, en medio de sus naturales imperfecciones.
Para los años comprendidos en este periodo, la presencia de ganado en el territorio novohispano fue de suyo notable. Por eso es que en los últimos años, el tema de la ganadería ha venido adquiriendo importancia. Se analiza el empuje de los ganados sobre los hombres, los que, forzados a seguir la búsqueda de pastos iniciada de manera natural por sus animales, los llevaron a conocer y ocupar nuevos espacios. Se definen rutas y caminos, así como el establecimiento de redes de intercambio.
Debe entenderse que la ganadería impulsó luchas y delimitaciones para el uso del agua y los suelos; estableció un vínculo estrecho entre la demanda de los mercados y la definición de centros productores; surtió a los pueblos de un alimento básico y aportó calorías decisivas para los trabajadores; la ganadería también fue la fuerza de tracción, de transporte y hasta generó diversión. Precisamente, en este último aspecto es donde pondremos toda nuestra atención, para tratar de explicar los aspectos que influyeron en la participación de determinadas unidades de producción ganadera, destinando buena parte de toros criollos para ser “corridos” y “alanceados” en un número bastante importante de espectáculos taurinos celebrados en los 300 años de virreinato.
Ya sabemos que el toreo de aquel periodo estuvo detentado fundamentalmente por la nobleza, auspiciada por infinidad de celebraciones provenientes de un repertorio cuya fuente era la corona. Y luego, por todos aquellos tomados del calendario litúrgico cargado de fiestas, así como por otras conmemoraciones tales como la llegada de virreyes o las que promovieron las propias autoridades políticas. En todas ellas --mientras predominó el toreo a caballo--, el toro que se empleaba no requería de una cuidada selección. Simplemente con el hecho de que embistieran, estaba garantizada la culminación exitosa de aquellas suertes, donde se practicaba el alanceamiento o la suerte del desjarrete, sin que dejara de haber insinuaciones por parte de personajes de a pie que servían de auxilio a los protagonistas en caso de algún peligro, ayudándose de capas que usaban para desviar las embestidas. En todo caso, solo nos queda claro que realizaban discretos “quites” providenciales.
En 1944 apareció un gran trabajo del eminente venezolano Mariano Picón-Salas.[4] Fue esta una completísima visión sobre la forma de ser y de pensar que se dio en territorio americano, cuyo encuentro, accidental o no; provocado o no, logró de la cultura en el nuevo continente un escenario de suyo interesante y valioso, por ende sin desperdicio alguno.
La reseña que pretendo para este libro, busca acercarnos al territorio taurino, para comprender ciertas situaciones que definieron lo que han dado en llamar la “fusión” cultural.
Por ejemplo, Pedro Henríquez Ureña, en su NOTA dice de entrada: “La cultura colonial, descubrimos ahora, no fue mero trasplante de Europa, como ingenuamente se suponía, sino en gran parte obra de fusión, fusión de cosas europeas y cosas indígenas. De eso se ha hablado, y no poco a propósito de la arquitectura: de cómo la mano y el espíritu del obrero indio modificaban los ornamentos y hasta la composición (…) La fusión no abarca sólo las artes: es ubicua. En lo importante y ostensible se impuso el modelo de Europa; en lo doméstico y cotidiano se conservaron muchas tradiciones autóctonas. Eso, desde luego, en zonas donde la población europea se asentó sobre amplio sustrato indio, no en lugares como el litoral argentino, donde era escaso, y donde además las olas y avenidas de la inmigración a la larga diluyeron aquella escasez. Las grandes civilizaciones de México y del Perú fueron decapitadas; la conquista hizo desaparecer sus formas superiores: religión, astronomía, artes pláticas, poesía, escritura, enseñanza. De esas civilizaciones persistió sólo la parte casera y menuda; de las culturas rudimentarias, en cambio, persistió la mayor parte de las formas”.[5]
Lo que debe entenderse de inmediato es el proceso de encuentros que se asimilaron para convivir en un nuevo ambiente. Ambas culturas no buscan desaparecer, se afanan en demostrarse mutuamente lo que son. El tiempo hace entender que las dos formas comprendan que el maridaje es necesario y que reñir no es la solución.
Es cierto, la conquista, como dice Pedro Henríquez Ureña “hizo desaparecer sus formas superiores” de dos grandes civilizaciones, como las de México y el Perú. No obstante, y a pesar de lo agresivo del proceso, esto trajo como consecuencia que su espíritu quedara presente en un medio que se construye alentado por las diferentes aportaciones en el trayecto de varios siglos.
Picón-Salas maneja una frase contundente que dobla los esquemas sobre las discutidas y encontradas propuestas que existen al respecto de lo que significó el encuentro de dos culturas en un momento histórico definitivo. Apunta: “José Ortega y Gasset ha dicho que el español se transformó en América, pero no con el tiempo, sino en seguida: en cuanto llegó y se estableció aquí”.[6]
Esto es, al asimilarse se logró entre ambos el objeto de integración que surgió tras las jornadas militares de la conquista. Y como ya sabemos, tras la conquista violenta surgió la espiritual. De ambas emanó un concepto conciliador que se sujetó a la aceptación del dominador sobre el dominado hasta que --en cierto modo-- fue posible mantener la relación, sin que faltaran los estados de desequilibrio determinados por un conjunto de manifiestas inconformidades de tipo social. El aspecto político, pero fundamentalmente el religioso mantuvieron firmeza, como paliativos frente al descontento que tuvo dos fuentes esenciales: la económica y social.
Desde luego, la enorme influencia del espíritu americano pudo adherirse a las formas de vida que se desarrollaron durante la época colonial, y en esto, el toreo no fue la excepción. Todo el esquema que establecieron los abanderados de la tauromaquia del más rancio sabor hispano, se permeó de la esencia brotada de este continente. Sin embargo no se desconoció el valor de las raíces que incluso, fomentaron y cultivaron muchos personajes de la tauromaquia novohispana.
En todo caso, esa ánima vino a enriquecer la escenografía que ganó en colorido, dado --a veces-- lo estruendoso de su interpretación. Toreo con alma híbrida. Por eso, el español tuvo que adecuarse de inmediato al nuevo terreno que pisaba. Y ese español establecido en América, resignado a no poder regresar a su patria, pero decidido a quedarse en una nueva, creó una escenografía que no olvidaba sus más hondas raíces, pero daba al escenario la oportunidad de incorporar elementos con los que representó la obra que otros siguieron, probablemente desmembrados en el universo de las castas que devino representación de una gran concierto del que la Nueva España primero; México después, hicieron suyo al grado de que conformaron y definieron su carácter, hasta obtener lo que somos hoy.
El mestizaje, fruto del antagonismo no podía quedar convertido en un mero proyecto sin alma. La conquista y luego la colonia enseñaron subrepticiamente, y haciendo a un lado el culto al pesimismo, que el sentido de vida que comparten marido y mujer a la fuerza (válgase, tras penosa búsqueda lo que parece ser la metáfora más indicada) tuvo en sus hijos mestizos o criollos la mejor de sus experiencias. Que siguieran manteniendo abiertamente el conflicto, fue debido a esa razón propia de la naturaleza en que se desarrollaron. O era uno, o era el otro. La experiencia demostraba que ni estos -los americanos- ni aquellos, -los españoles- podían soportar de nuevo el episodio vergonzoso de la injuria llamada dominador sobre dominado.
De ahí que la independencia se convirtió en la consecución de aspiraciones populares y llegó en momento propicio para que “el español viera en la tierra mexicana ya no un teatro para la aventura militar efímera, sino sitio para arraigar y quedarse, y que el indio colabore, también, en la formación de la nueva sociedad, es entonces el designio de un Cortés, en el que coincide curiosamente con el de un organizador religioso como Zumárraga”.[7]
Fue así como la magnitud de aquella experiencia recayó en esas dos enormes baldosas influyentes que siguen causando controversia, al grado de que casi quinientos años después, el trauma y la experiencia perviven. Casualmente el toreo transitó en terreno imparcial; por eso su capacidad se sobrepuso y hasta se sirvió de una y de otra circunstancias. Con la de Cortés que apenas instruía para levantar en una ciudad destrozada --México-Tenochtitlán--, la fastuosa capital del reino de la Nueva España, ya celebraba en compañía de sus soldados un primer festejo, limitado en la majestuosidad que posteriormente alcanzarían multitud de fiestas.
Así, el 24 de junio de 1526 los militares dejan las lanzas para atravesar los “ciertos toros” que nos cuenta el propio conquistador Hernán Cortés en su “quinta carta de relación” en vez de hacerlo con valientes guerreros indígenas. Del mismo modo, la iglesia tomó como pretexto e hizo suyas esas mismas fiestas para celebrar lo mismo, infinidad de conmemoraciones emanadas del calendario litúrgico que todas aquellas donde fue posible la materialización del boato e toda su dimensión.
Lo anterior es apenas el comienzo de una nueva y necesaria contemplación que permita ir entendiendo esos 500 años de tauromaquia en México. La mirada que, desde un nuevo siglo como el 21, mutante y complejo a la vez, obliga que esta revisión sea un auténtico acercamiento para comprender su presencia gracias al sincretismo y dura asimilación que se dio en el pasado, pero también la complicada resistencia que hoy se presenta para aceptarla como resultado en el cambio de mentalidad, actitud y comportamiento que se viene dando en nuestras sociedades, cuyas lecturas y orientaciones se han diversificado como nunca antes. De ahí la confrontación de esta modernidad con el pasado que resulta difícil de comprender. Y como se dijo al principio: De todo esto se ocupará esta nueva serie, que ya tiene nombre: 500 años de tauromaquia en México.
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[1] FENOTIPO. Realización visible del genotipo en un determinado ambiente. El veterinario Sanz Egaña considera en su obra La bravura del toro de lidia lo siguiente: “Las nociones clásicas de casta y trapío se llaman ahora genotipo y fenotipo. El fenotipo representa los caracteres aparentes comprobados por el reconocimiento exterior”.
[2] GENOTIPO. Conjunto de los genes existentes en cada uno de los núcleos celulares de los individuos pertenecientes a una determinada especie vegetal o animal. El veterinario Sanz Egaña considera en su obra La bravura del toro de lidia que: “casta y trapío corresponden a genotipo y fenotipo”. El genotipo representa la nación de constitución orgánica, la estructura y funcionalidad del animal, y en él se comprenden todos los factores hereditarios de los ascendientes, se manifiesten o no al exterior”.
[3] COELLO Ugalde, José Francisco: “CUANDO EL CURSO DE LA FIESTA DE TOROS EN MEXICO, FUE ALTERADO EN 1867 POR UNA PROHIBICION. (Sentido del espectáculo entre lo histórico, estético y social durante el siglo XIX)”. México, 1996 (tesis de maestría, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México). 2221 p.
[4] PICÓN-SALAS, Mariano: DE LA CONQUISTA A LA INDEPENDENCIA (TRES SIGLOS DE HISTORIA CULTURAL HISPANOAMERICANA. 8ª reimpr. México, Fondo de Cultura Económica, 1982. 261 pp. (Colección popular, 65).
[5] Op. Cit., p. 9-10.
[6] Ibidem., p. 12-13.
[7] Ibid., p. 77.
© José Francisco Coello Ugalde, 2016
►Los escritos del historiador José Francisco Coello Ugalde pueden consultarse a través de su blogs “Aportaciones histórico taurinas mexicana”, en la dirección:
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