Para los amantes de los toros es un orgullo que un intelectual tan brillante como Aquilino Duque Gimeno sea aficionado. En una antología de sus mejores cuentos, se encuentra uno, de corte costumbrista, en el que describe el ambiente que se respira en Camas una tarde en la que se celebra un festival en la plaza de La Pañoleta. Un texto de excelente estilo y de un entrañable sabor taurino, escrito en 1959, que Gloria Sánchez Grande ha rescatado muy oportunamente en su blogs "Contraquerencia". (Taurología.com)
Aquilino Duque
Aquella tarde había toros en La Pañoleta. Un gentío modestamente endomingado se estacionaba frente a las bodegas o hacía cola ante las taquillas de la plaza. De vez en cuando el tranvía de Sevilla o el autobús de Gines dejaban caer un viaje de gente en la parada y se volvían a ir de vacío. Muchachas vestidas de rosa, de amarillo, de celeste llegaban cogidas del brazo por la carretera de Camas o bajaban la cuesta de Castilleja chillando y jaleando a los brillantes automóviles cromados que subían a todo gas hacia el Tiro de Pichón. Por los soportales de la Bodega Gaviño, decorados de anuncios de coñac y carteles de toros, circulaban entre las mesas de tijera colmadas de botellas, vasos y papeles de estraza vendedores de lotería y de mariscos, betuneros, alguna mujer con una tirada de papeletas de rifa y una cesta de mimbre llena de tortas de aceite y coronada de reolinas de papel de colores, algún niño que cantaba flamenco y alargaba la mano...
Y este mismo mundo vario y coloreado invadía en interior, la gran nave destartalada de desnivelado suelo terrizo, donde el alto fulgor áureo de los tragaluces incidía en inexorables rayos pulverizados sobre la gorda sangre del vino de Málaga y los claros metales de la manzanilla. Se estrellaba el sol en los cañeros, en los que el vino ardía como la candelería de un paso de palio. En el suelo se iban amontonando los despojos rosa de las gambas y los langostinos, los huesos verdes de las aceitunas, y ante los platillos de alcaparrones como bolitas de incienso y de rajas de queso como goterones de cera, el polvo que en la deslumbrada penumbra levantaban botos camperos y varitas de acebuche, ennoblecido por la luz de afuera, trazaba canónicas aureolas sobre las romanas tonsuras de los tratantes de ganado.
Toda la nave era un puro contraluz de iglesia, un abigarrado cúmulo de siluetas de vidriera, y los mantones de Manila, los pañolones estampados, las botitas de corinto y los sombrerazos de caramelo adquirían la nueva y extraña calidad cromática de una escena contemplada a través de una copa de vino. Algún viejo cartel de toros brillaba con vida y colores propios sobre el muro desnudo entre barriles y telarañas, y los pregones largos de mariscos, flores, altramuces y viseras para el sol tejían una fina malla deslumbrante a través de la cual era imposible distinguir el seseo fino de la capital del basto ceceo del Aljarafe.
La corrida era un festival de traje corto. Cinco muchachos de los pueblos vecinos habían
pagado cincuenta duros por barba al arrendatario de la plaza para enfrentarse con cinco novillos desecho de tienta y cerrado. Los carteles anunciaban en llamativos caracteres rojos "Corrida Concurso", y a ella acudía gente de los pueblos como el que va a una competición de boxeo o de lucha libre, a ver si era el paisano capaz de mojarle la oreja a los otros cuatro compañeros. El famoso ex matador Diego de los Reyes rejonearía y daría muerte a estoque a una brava res de la acreditada ganadería de doña Concepción Soto; de director de la lidia actuaría Luis Fuentes Bejarano, y para Luis Fuente Bejarano fue la primera y más unánime y cerrada ovación de la tarde.
Estaba ya la placita de bote en bote: las barreras recién pintadas de rojo, el ruedo recién enarenado de amarillo, y sobre la esfera del reloj daba la bandera muletazos al aire azul turquí. En la puerta de cuadrillas aguardaban los toreros el momento de iniciar el paseíllo; uno fumaba; otro frotaba los pies contra el suelo; otro plegaba cuidadosamente el capote de brega. Un bordoneo de saludos, pregones y pitos de feria hacía saltar la luz en mil pedazos y mezclaba en un mismo torbellino vertiginoso los vivos colores de los graderíos. A las cinco en punto, el pañuelo de la presidencia y el cornetín de órdenes detuvieron en seco el carrusel. Cesaron el bullicio y la confusión y volvió cada color y cada sonido al sitio que le correspondía. Los torerillos dejaron paso al rejoneador que salía a pedir la llave.
El rejoneador, vestido de color tabaco sobre una jaquilla ojo de perdiz era la viva imagen de la vaga y remota afición perdida. Apenas si algún pito desganado o una palma nostálgica acompañaron su fugaz paseo por el ruedo. La jaca era demasiado chica y él tenía las piernas demasiado largas y se curvaba con una desgarbada indiferencia color ojo de perdiz sobre la perilla de la montura. Por fin se le vio de nuevo al frente de las cuadrillas.
Fuentes Bejarano, de negro traje campero, el capote a la cintura, apoyado el peso del cuerpo sobre la pierna derecha, fumaba un habano. Apenas De los Reyes en su sitio, tiro él el cigarro y, el recto torso algo adelantado, el sombrero negro sobre la cara curtida, se terció el capote al brazo derecho y se lo trajo a la espalda el tiempo que avanzaba la pierna izquierda. La ovación fue enorme. No era en sí lo que hiciera, sino el cómo lo había hecho lo que de pronto había estremecido a la gente. Un leve gesto sobrio, apenas perceptible de tan fino, y de tan fino hondo y punzante como un rejón de muerte había súbitamente revestido su figura del oro viejo de las tardes triunfales. El lidiador medio y clásico, el matador de estampa antigua venía a confirmar por aquel solo gesto su señorío inmemorial de plazas y carteles, y a demostrar que, pese a llevar tantos años retirado, él no era más que torero, que él no podía ser otra cosa que torero.
©Aquilino Duque. 1959
El autor
Aquilino Duque Gimeno (Sevilla, 1931), licenciado en Derecho por la Universidad hispalense, amplió posteriormente estudios en las Universidades de Cambridge (Trinity Hall) y la Southern Methodist University en Dallas. Muy pronto destacó como narrador, poeta y ensayista. Premio Nacional de Literatura de 1974, con anterioridad obtuvo el Premio Leopoldo Panero de poesía en 1968, el Premio Ciudad de Sevilla de novela en 1970 y el Premio Fastenrath de la Real Academia Española en 1972, además de ser finalista del Premio Nadal en 1973. Cuenta una activa dedicación como conferenciante, tanto en España como en los principales círculos intelectuales y universitarios de otros países. Mantiene activo un interesante blogs que se titula “Viña Marina”, que se localiza en la dirección: http://vinamarina.blogspot.com.es/,
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