Plaza de Santamaría, Bogotá. Foto: Camilo Dìaz, www.cronicatoro.com
La corrida, todos lo saben, (¿o no?) es una tragedia, pariente de la griega. Y ayer en Bogotá (“Atenas suramericana”, dicen), esos chillidos terebrantes, brotados de no más de tres gargantas femeninas, lejos de disolver la obra se integraron a ella, evocando las mitológicas Erinias, o Furias que llamaban los romanos.
El aullido de Las Furias
Bogotá, febrero 12 de 2019
La corrida se oficiaba con devoción, pero aullidos fieros volaban sobre el tejadillo, penetraban en la colmada plaza y cortaban el silencio reverente como cuchilladas cargadas de odio. Agudas, rabiosas, estridentes.
La corrida, todos lo saben, (¿o no?) es una tragedia, pariente de la griega. Y ayer en Bogotá (“Atenas suramericana”, dicen), esos chillidos terebrantes, brotados de no más de tres gargantas femeninas, lejos de disolver la obra se integraron a ella, evocando las mitológicas Erinias, o Furias que llamaban los romanos.
Alecto, Tisífone y Megara, diablas aladas, con el pelo hecho de serpientes, puñal en una mano y llama en la otra. Las mismas que según Esquilo, saliendo de las tinieblas infernales persiguieron a Clitemnestra hasta enloquecerla y hacerla asesinar a su marido Agamenón.
Dentro, toda la congregación las escuchaba impertérrita, sus oles rezados, parte de la liturgia, no eran respuestas, no tenían nada que ver. Pero sí parecían exacerbar la ira exterior. Los anillos policíales de seguridad, obligados por las brutales agresiones antitaurinas de dos años atrás, no habían logrado contenerlas. Duraron hasta el cuarto toro, luego callaron, tal vez afónicas.
Si su propósito era enajenar la feligresía y boicotear el rito, fracasaron. El culto se cumplió religiosamente (aunque sin vino, confiscado por el alcalde Peñalosa). Los seis sacrificios fueron consumados y al final, en procesión con los oficiantes a hombros, los devotos abandonaron el templo llenos de catártico fervor.
Creían los antiguos que Las Furias eran inevitables y torturaban hasta los muertos. Les temían tanto que les ofrendaban con idolatría, como a deidades benévolas y justicieras, pretendiendo contentarlas y atenuar su furor. De nada les valió, Agamenón, Clitemnestra, Micenas, Atenas, Esparta, la Grecia clásica, la Roma imperial, acabaron trágicamente. No por ellas, pero quizá sí por lo que de sí mismas alegorizaban, culpas, miedos y debilidades.
De pronto no hubiesen terminado peor si, en vez de intentar complacer a las odiosas, las hubiesen desoído hasta que se cansaran. Como hicieron los pacientes aficionados el domingo en la Santamaría.
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