Era un hombre noble y sencillo que no repartía alabanzas ni críticas sin que se le preguntara. Y aun así, sus opiniones había que sacárselas con fórceps. Aprendí mucho de él, y no solo a ver los toros sino también a escribir sobre lo que había visto. Tenía la humildad de los grandes de verdad. Era Dámaso González y punto redondo. Lo dicho; un torero para la historia.
Dámaso, un torero para la historia
Paco Mora
Por fin se le ha hecho justicia a Dámaso González entregándosele a su viuda, Feli Tarruella, y a su hijos, la Medalla de Oro al mérito en Bellas Artes, concedida al gran torero a título póstumo, en un acto presidido por el Rey en la Iglesia de la Merced de Córdoba, al que también asistió el alcalde de Albacete, Manuel Serrano, al frente de una representación de la ciudadanía albacetense.
Merecido reconocimiento a un grande del toreo, que, además, fue un hombre cabal que si de algo alardeó alguna vez fue de ser albaceteño hasta la médula. Entrañable, bondadoso y de una humildad franciscana, ha sido, quizás, el torero más querido por sus paisanos de toda la amplia nómina de matadores de toros de la tierra bajo la advocación de la Virgen de Los Llanos. Era valiente y entregado sin alardes, y su ejecutoria afianzó un modo de estar frente a los toros que inició Juan Belmonte, llevó hasta el paroxismo Pedrés y redondeó Dámaso en comandita con el Paco Ojeda de los mejores momentos. En fin, un torero para la historia que no solo tiene una estatua junto a la Puerta Grande de la plaza de la Calle de la Feria de la ciudad que le vio nacer, sino que tiene también un altar en los corazones de todos los que son y se sienten albaceteños.
Tuve muchas conversaciones con él, desde que nos conocimos en Barcelona cuando yo comenzaba mi carrera periodística y él debutaba como novillero en Las Arenas de la Plaza de España. Aquella tarde armó un verdadero taco y lo llevaron en hombros hasta el hotel de la calle Hospital -travesía con Las Ramblas- en el que se hospedaba. Subimos juntos hasta su habitación y en un momento dado presionó el botón de paro del ascensor y mirándome fijamente, me dijo: “Dime la verdad, ¿he estado para tanto entusiasmo?... Me interesa saber tu opinión, porque yo tengo oído que tú eres un admirador de los toreros de arte, y no sé, no sé...”. Le di un abrazo y le respondí: “Solo te diré que hoy me siento orgulloso de ser paisano tuyo”.
Era un hombre noble y sencillo que no repartía alabanzas ni críticas sin que se le preguntara. Y aun así, sus opiniones había que sacárselas con fórceps. Aprendí mucho de él, y no solo a ver los toros sino también a escribir sobre lo que había visto. Tenía la humildad de los grandes de verdad. Era Dámaso González y punto redondo. Lo dicho; un torero para la historia.
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