Abelardo pugna por zafarse del abrazo del torero de plata poco después de lanzarse al ruedo como espontáneo en una corrida de la Feria
Quiso ser torero. Pero le podía la «gasusa», como le llama a la jindama la gente del toro, que él mismo se encargó en testimoniar aquella tarde en Constantina donde, anunciado en los carteles, se exilió bajo su cama y los civiles tuvieron que ir a buscarle.
Una semblanza genial sobre el – ¿quien no lo recuerda? inolvidable Abelardo
FELIX MACHUCA EN ABC DE SEVILLA
No tenía un duro. Pero era el capitalista más grande que vieron las plazas, desde la Maestranza a Nimes
Su vida parece que la pensó Jaime de Armiñán. Y que, en parte, la reflejó en algunos de los personajes que le dieron cielo y gloria a aquel drama taurino de TVE que se llamó «Juncal». Martínez Reina, el Gran Abelardo como es conocido en los ambientes, se escapó de algún capítulo de aquella serie, donde hubiese sido intérprete de sí mismo. Nadie podría haberlo encarnado mejor. Ni siquiera Paco Rabal o El Brujo.
Sólo Abelardo puede hacer de Abelardo. Un papel arriesgadísimo, digno de muchos Goyas con premio, repleto de matices y destellos tormentosos, huracanados, director general del «lobby» de los capitalistas, nazareno penitente del tramo amargo de la necesidad, pájaro de muchos vuelos y para nada bobo, cliente de fortunas importantes a quien servir, sin más universidades que las de la jambre donde se doctoró cum laude con una tesis sobre las corná que da la vida y lo bonita que es si se come caliente.
Quiso ser torero. Pero le podía la «gasusa», como le llama a la jindama la gente del toro, que él mismo se encargó en testimoniar aquella tarde en Constantina donde, anunciado en los carteles, se exilió bajo su cama y los civiles tuvieron que ir a buscarle. No obstante, su excelente sentido de la prudencia dicen que banderilleaba sentado en una silla y con los palos en la boca, como si fuera uno de aquellos toreros tremendistas que pintó Romero Ressendi.
No pudo ser gente en el albero. Pero lo fue en la calle, en las colas de la Maestranza, en los hoteles de los aficionados, como hombros de hombres que triunfaron y él los sacaba por la Puerta del Príncipe como si fueran pretorianos victoriosos de una paso de Castillo Lastrucci. No tenía un duro. Pero era el capitalista más grande que vieron las plazas, desde la Maestranza a Nimes. Desde Las Ventas a Pamplona.
En esas jornadas felices, donde el torero brillaba más que las luces de su traje, Abelardo podía hacer una caja poderosa de entre cincuenta y sesenta mil pesetas de las de antes de la ruina actual. Un buen día le dio la vuelta al ruedo a un rejoneador con talla de cabo gastador y peso para cuatro parihuelas. Fue tan rápida la vuelta al ruedo que el triunfador le dijo que no le había dado tiempo a enterarse. Abelardo le dijo: la próxima vez, te quitas las espuelas, que llevo los costados cosidos…
Era el rey de ese submundo taurino repleto de personajes que el siglo de oro español se encargó de pintarlos como pajes de corte y milagros o como pícaros de ciegos a los que se la daban con queso. Estaba en posesión de unas formas nada silenciosas. Era como los huracanes si veía la ganancia de su jornal.
A Diodoro Canorea y a Pepe Bermejo, estando ambos en la taquilla maestrante de la calle Circo, lugar de buscavidas y oportunidades del mundo del toro, les montó el show de la casa. Diodoro sacó la entrada y la cogió en su mano como si fuera a jugar al pañuelito. ¿Lo recuerdan? Y Abelardo salió al sprint para llevársela y perderse en los tendidos dándole vivas a Canorea como se los podía dar a Manili.
Allí también trabajaba. Animando a los toreros que le daban calor porque la intemperie siempre fue muy fría. Tan fría como la cárcel. Antonio Burgos le pintó un retrato triunfal para su Recuadro, donde pilló a Abelardo dando ojaneta de la Barqueta con un móvil de plástico, haciéndose el broker de la Sierra Norte y gritando: «compra, compra, compra…»
Un periodista del Alentejo, tras ver su vida reflejada en un programa del Loco de la Colina, se lo llevó hasta Portugal, para rodar una película sobre su vida. No era Luis Procuna rodando «Torero». Pero le dio lo suficiente para comprarse la «amotillo» campera con la que hoy espulga los caminos serranos para buscar orégano, faisanes, venados o hacer la campaña del corcho para seguir recibiendo a portagayola a los toros de la necesidad.
En un afamado pub que había en la calle Canalejas, el Tac-Tac, sin remilgos ni sobriedades, bajo los efectos sin dudas del galope cabezón de White Horse con cola, cogió a hombros a Eduardo Canorea. Y lo paseó por dentro del local. Voltereta máxima. De testigo estaban el banderillero Javier García y el hijo de Pepe Bermejo, Eduardo Bermejo.
Abelardo se creció y quiso sacar a la calle a su patrón. Con tan mala suerte que le pegó con el dintel de la puerta y media historia empresarial del toreo sevillano se vino aparatosamente abajo. No intervinieron las autoridades. Ni falta que hacía porque Abelardo tenía un DNI falso donde se podía leer: «Si quieres saber de mí, pregúntale a la Guardia Civil…» Hoy suele parar mucho por Malajacha, en Constantina, donde quiso alguna vez ser torero y se metió bajo la cama.
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