Sánchez Mejías recibió los trastos de matador de toros de manos de su cuñado Joselito el 16 de marzo de 1919. se cumple un siglo.
La alternativa de Ignacio: en la vida y en la muerte
ÁLVARO R. DEL MORAL
EL CORREO / SEVILLA / 16 MAR 2019 /
Compartieron todo. Hasta las amantes. La historia taurina de Ignacio Sánchez Mejías –que fue mucho más que un matador de toros- no se puede entender sin la de José Gómez Ortega, Gallito en los carteles y cuñado del polifacético Ignacio por su matrimonio con la hermana de José, Lola. Ignacio había servido como banderillero en la cuadrilla de Gallito que –hoy hace un siglo- sería el encargado de entregarle los trebejos del oficio el 16 de marzo de 1919 en la plaza de toros de Barcelona. El tercer espada era Juan Belmonte y los toros, de Vicente Martínez.
¿Qué pasó aquella tarde? Las viejas crónicas, con laconismo telegráfico, rescatan los vericuetos del festejo. El primer toro, que saltó al callejón formando un auténtico estropicio, fue parado por Ignacio con dos lances de rodillas y seis verónicas de buena factura. Su cuñado respondió por el mismo palo mientras el bicho tomaba cuatro varas, derribaba tres caballos y despenaba uno. Sánchez Mejías tomó los palos y colocó tres buenos pares acompañado de la música. Aún hubo un cuarto, algo menos lucido. Pero había llegado la hora de convertirse en matador de toros. Joselito le entregó muleta y espada después del habitual parlamento. El apretón de manos fue sustituido por un abrazo fraternal. Ignacio, que vestía un flamante terno esmeralda y oro, combinó naturales, ayudados y de pecho antes de irse detrás de la espada, muy decidido, para cobrar una estocada entera y de buena colocación. Le dieron su primera oreja como matador. Su cuñado le cortaría otra al tercero y llegaría a escuchar alguna protesta con el cuarto. No fue la mejor tarde de Belmonte, que llegó a ser pitado después de matar al segundo y propició una gran bronca de sus partidarios con los de Gallito al arrastre del quinto.
Pero la corrida ha pasado a la historia por el doctorado de Ignacio Sánchez Mejías, que culminaba así sus años de formación taurina, siempre bajo el amparo de Gallito que también sería el padrino de su confirmación de alternativa, un año después y poco más de un mes antes de su trágica muerte. Aquella corrida, celebrada el 5 de abril de 1920 en la vieja plaza de la carretera de Aragón, encerraba otras claves. Además de la definitiva puesta de largo de Ignacio como matador de toros, suponía la vuelta de Joselito a los Madriles después de su largo periplo limeño. También era la primera de Belmonte en el Foro aquel año. El trianero y Varelito completaban aquella corrida extraordinaria de ocho toros que había llevado a la plaza hasta a los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia. La expectación estaba más que disparada. Las reses, una vez más, pertenecían al hierro de Vicente Martínez, una de las vacadas predilectas de José.
El juicio de Gregorio Corrochano, testigo privilegiado de aquella Edad de Oro del toreo que estaba a punto de precipitarse, resume el resultado de la tarde. Sánchez Mejías le había comunicado en un brindis anterior –buscando dorar el ego del cronista, que había machacado a su cuñado en sus escritos- que esperaba su veredicto argumentando que guardaba un traje de plata por si aún tenía que ganarse la vida como banderillero. El influyente crítico le contestó a través de su crónica publicada en ABC: “Has gustado y mucho, porque tu toreo tiene el simpático atractivo de la espontaneidad y de no regatear el peligro cuando el peligro se presenta. De esa buena fe del que tiene más respeto al público que a su propia vida... regala tu traje de banderillero si encuentras alguno a quien no le venga ancho”.
Aún quedaba poco más de un mes para la tragedia de Talavera y tres lustros más para la definitiva elegía de Manzanares. Ignacio, como en una predestinación fatal, iba a acompañar a José a torear aquella corrida organizada para sellar la paz con Corrochano, que no había sido ajeno a su organización e incluso estaba emparentado con los Ortega, criadores de aquel toro llamado ‘Bailaor’ que acabaría segando la vida del Rey de los toreros. La fotografía de Ignacio, que dio muerte al animal, sosteniendo la cabeza yerta de José en la enfermería de Talavera era también el certificado de defunción de la Edad de Oro del toreo.
Arrancaba la llamada Edad de Plata, años de luz y plomo en los que el toreo paga un alto precio de sangre por elevarse a la altura de las Bellas Artes. La explosión del Regionalismo no pasa por alto el arte de torear, que navega desacomplejado a la vez que florecen los oficios artísticos y estalla la música, la arquitectura, la escena, la literatura... Ignacio Sánchez Mejías navegaría como un pez en el agua en medio de aquel panorama deslumbrante llegando a ser el definitivo catalizador de la toma de espíritu de grupo de la generación literaria del 27, el mismo año que había decidido dejar los ruedos.
Pero después de aquel encuentro con los poetas y literatos, a Ignacio Sánchez Mejías le quedaban sólo siete años para protagonizar su propia inmolación. Había reaparecido, fuera de forma y a la vuelta de sí mismo en 1934. Ignacio aceptó -a la carrera y sin poder contar con su propia cuadrilla- una sustitución de Domingo Ortega en la localidad manchega de Manzanares. Era el día 11 de un ardiente mes de agosto. Un toro de Ayala llamado ‘Granadino’ le hirió al comienzo de su faena. El torero insistió en ser trasladado a Madrid; se declaró la gangrena... murió entre delirios el día 13. Lorca, impresionado, estaba a punto de escribir su ‘Llanto’, posiblemente la mejor elegía escrita en castellano. Seguramente, su obra maestra. “Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un andaluz tan claro, tan rico de aventura ”. Se había terminado la Edad de Plata.
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