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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

martes, 7 de abril de 2020

Coronavirus. Entre la plaga y el «Te Deum» / por Aquilino Duque


Las tropas del general Franco se congregan en la plaza de Cataluña (Barcelona), el 27 de enero de 1939, dispuestas a reanudar su avance, mientras la ciudad comienza a recobrar su aspecto de normalidad civil con el restablecimiento de los servicios de abastecimientos. | Agencia EFE

Si salimos con bien de este aviso de la Creación, no sería mala idea celebrarlo con un Te Deum, como aquel de la plaza de España de Barcelona en enero de 1939, hace dos veces cuarenta años y pico, pico desde el que ahora celebro, en este 5 de abril, la inminencia de la primavera.

Entre la plaga y el «Te Deum»

Aquilino Duque
El Debate | 05 de abril de 2020
La presente plaga bíblica que se abate sobre el género humano pilló desprevenidos a la mayoría, por no decir a todos, los Gobiernos del planeta, y más que ninguno al nuestro, conjunción rojo-separatista dispuesta a lograr lo que no logró en 1936. La nueva legalidad, por llamarla de algún modo, no contaba con la huéspeda, y mucho menos si venía de China, país al que, desde los tiempos de “clandestinidad”, iban a “orientarse” algunos de nuestros poetas. El hecho de que, de la noche a la mañana, hubiera que alterar el orden de prioridades ante una amenaza seria que hacía caso omiso de fronteras e ideologías, explica y, hasta cierto punto, justifica la imprevisión y el desconcierto ante la apertura de un nuevo frente.

Uno de los motivos por los que los rojos salieron perdiendo en la Guerra Civil fue, como últimamente ha recordado Pío Moa, la incompetencia administrativa y la anarquía militar, cuyo remate fueron los tres días de hostilidades entre Segismundo Casado y Juan Negrín, que permitieron a Franco entrar en Madrid sin disparar ni un tiro. La euforia de la victoria no duraría mucho, y los que vivimos aquellos tiempos sabemos por experiencia que, como las desgracias nunca vienen solas, a la Guerra Civil, pecado original del régimen de Franco y pecado mortal de la II República, remedio grande para una desgracia grande, vino a sumarse la II Guerra Mundial, que no favoreció ciertamente a una nación devastada como la nuestra, que trataba de reponerse de tres años de guerra sin cuartel.

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A los que tenemos cierta edad, la presente situación nos recuerda por fuerza la de la España de los años 30 y 40, de la que el que más y el que menos ha procurado dar testimonio. El encierro en el ático aquel de la calle Martín Villa solo duró una semana, mientras sonaban en la calle descargas de fusilería y luego hubo un par de alarmas aéreas, pero las bombas cayeron por el barrio de Heliópolis, que no estaba lejos del aeródromo de Tablada. La marcha de las operaciones nos permitió dejar nuestro refugio sevillano y volver al pueblo, donde pasamos el resto de la guerra. Para más pormenores, véase El rey mago y su elefante.

Mientras duró la guerra, en la zona nacional al menos no se careció de nada, pero así que acabó la nuestra y empezó la mundial, vinieron las vacas flacas, ya que, como dije hace unos años con gran escándalo de las vestales de la democracia, los vencedores hubimos de compartir nuestro bienestar con la miseria de los vencidos, hasta el punto de extender a toda la nación el régimen de cartillas de racionamiento impuesto desde 1937 en zona roja.

La guerra mundial vino a complicar las cosas, pues lo que de otras naciones pudiera venirnos lo necesitaban ellas para su esfuerzo de guerra. Los años entre 1941 y 1943 fueron, que yo recuerde, años sin pan, de requisas de la Junta de Abastos y estraperlo generalizado. El que, en tiempos de la Guerra Fría, haya tenido la curiosidad de viajar por los países comunistas, puede hacerse una idea de lo que fueron aquellos años 40, con la diferencia de que ellos tuvieron que chincharse hasta la caída del Muro de Berlín, o sea, la friolera de medio siglo como mínimo. Precisamente al reproche que me hicieron en su día por decir lo que dije, repuse que no otra cosa estaban haciendo los alemanes al reunirse tras medio siglo de separación forzosa. No sé si también pensaría en eso la señora Merkel al equiparar la presente crisis mundial de la pandemia a la que supuso la II Guerra Mundial.

Un mundo sin religión

Si hablé antes de las vestales de la democracia es porque la democracia, que es un expediente de gobierno como otro cualquiera, ha degenerado, en un Occidente desacralizado, en lo que yo llamo la religión de un mundo sin religión, o sea, en una religión falsa, que le deparó a España tales venturas en los últimos siglos que mereció de Jovellanos el apelativo de “superchería” y de Ortega el calificativo de “morbosa”. Si por esta situación aparentemente terminal hay que darle la razón a Ortega, me temo que por la inaugural hay que dársela a Jovellanos, ya que la “superchería” consistió en meter de matute la ruptura so capa de reforma.

La damnatio memoriae de rigor no tardaría en aplicarse, y la cacareada “reconciliación nacional” no fue otra cosa que el clásico furor necrófilo de la leyenda lila con el piadoso fin de abrir fosas comunes y destinarlas a trincheras de otra guerra civil. Era inevitable que el nuevo sistema se asentara en un consenso y se plasmara en una pedagogía que hiciera negativo todo cuanto en el “régimen anterior” se estimaba positivo, en primer lugar, todo lo relacionado con el concepto y la historia de España, incluidas la lengua y la religión que cimentaban su unidad.

Esa labor pedagógica ha venido desarrollándose durante cuatro décadas, y hay teólogos que ese espacio de tiempo, tan recurrente en las Sagradas Escrituras, lo consideran el de preparación de una persona o de un pueblo para llevar a cabo un cambio fundamental. Si eso lo hizo el cuadragenario “régimen anterior” para bien, como lo muestra su solución de continuidad: la “Transición sin traumas”, no dejaría ciertamente de intentarlo el cuarentón sistema actual, uno de cuyos dogmas es la llamada “neutralidad ética del Estado de derecho”, consistente en dar al mal y al bien, por este orden, igualdad de oportunidades. Lo que digo de España es aplicable a cualquier nación de Occidente desde que la Modernidad sustituyó a la Cristiandad y los enemigos del alma se convirtieran en socios.

«La muerte de Dios»

Todo eso es consecuencia de lo que con imprudente petulancia se llamó en su día “la muerte de Dios”, que ya Fiódor Dostoyevski tuvo presente para decir, a través de uno de sus personajes, que “si Dios no existe, todo está permitido”. Ahora bien, renegar de Dios es renegar de la Creación, que es como llamaba la Cristiandad a lo que la Modernidad conoce por naturaleza. No sé qué fundamento tiene la especie de que la presente plaga llegada de la China tiene su origen en un audaz experimento científico consistente en el injerto de un virus de murciélago en el virus de la pulmonía. Y es que la ciencia, otro de los dogmas de la modernidad liberada de los dogmas religiosos, al endiosarse, rompe el orden de la naturaleza, o, dicho de otro modo, de la Creación, y a la Creación no se la agrede impunemente.

Si salimos con bien de este aviso de la Creación, no sería mala idea celebrarlo con un Te Deum, como aquel de la plaza de España de Barcelona en enero de 1939, hace dos veces cuarenta años y pico, pico desde el que ahora celebro, en este 5 de abril, la inminencia de la primavera.

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