Festejo celebrado en México en el siglo XVIII
«Por los desposorios de los príncipes Luis y Bárbara se lidiaron toros en la plazuela del Volador, en 1728. Por el mismo motivo, en Oaxaca hubo corridas, para las que fueron contratados los mejores lidiadores que a la sazón había en Nueva España. En algunas otras ciudades también hubo toros para celebrar el mismo acontecimiento.
La tauromaquia en México
Estos días se está hablando mucho de México y por eso os traemos este artículo publicado en el semanario El Ruedo en diciembre de 1959 y titulado “la tauromaquia en México”, para que conozcamos otra de las herencias que España dejó en este pueblo hermano, la tauromaquia, entre otras muchas. La hacemos de la mano de Francisco López Izquierdo. Dice así este artículo sobre la tauromaquia en México:
«Por los desposorios de los príncipes Luis y Bárbara se lidiaron toros en la plazuela del Volador, en 1728. Por el mismo motivo, en Oaxaca hubo corridas, para las que fueron contratados los mejores lidiadores que a la sazón había en Nueva España. En algunas otras ciudades también hubo toros para celebrar el mismo acontecimiento.
En 1756 se produjo un serio motín en el pueblo de Tlayacaoa porque el señor cura del lugar se oponía a que los indios celebraran con toros la fiesta anual, por la sola razón de coincidir en domingo. El alcalde objetó que era costumbre inveterada de los indios correr toros por Carnestolendas. Cuando el pueblo se enteró de la oposición del señor cura, incendió su casa y las Casas Consistoriales. El virrey ordenó el envío de soldados y de un pesquisidor. Hubo algunas refriegas entre los soldados y los indios, pues éstos se habían refugiado en los montes cercanos, desde donde se defendieron arrojando grandes piedras.
El año 1769, y para allegar recursos con que nutrir la Real Hacienda, el virrey, marqués de Croix, dispuso se organizasen ocho corridas en días alternos en la plazuela del Volador. Al efecto se adquirieron 140 toros a don Julián del Hierro, 60 a don Juan Francisco Retana, todos ellos de edad de seis a nueve años, pagando diez pesos por cada uno y 10 toros, al precio de ocho pesos cada uno, a don Gabriel Joaquín de Yermo. Fueron contratados Tomás Venegas, «Gachupín Toreador, y Pedro Montero, sevillanos, como capitanes de las cuadrillas de a pie, y a Felipe Hernández, «el Cuate», para la cuadrilla de a caballo. Hubo también seis banderilleros. El cartel o avisó al público, del que existen ejemplares, insertaba ya un reglamento de Policía, en el que se habla de grandes penas a quienes infringieran su texto.
Una Real Orden mandaba a los virreyes de Nueva España que todos los años se celebraran corridas destinadas a enjugar el déficit que dejó el virrey conde de Gálvez por las obras de construcción del castillo-palacio de Chapultepec. Con ese fin, en 1788 se organizó la primera temporada de toros.
Suntuosísimas fueron las fiestas reales por la proclamación de Carlos IV, efectuadas en enero y febrero de 1790 en la ciudad de Méjico. Por este mismo motivo se verificaron corridas en otras ciudades de Nueva España.
El primer intento de erigir una Plaza de toros permanente en la Corte de Méjico data del año 1793. El proyecto consistía en hacerla de madera, pero con carácter fijo, a la que vaticinaban los arquitectos una vida de diez años. Tendría una cabida aproximada de 8.000 asientos, entre tendidos, gradas y andanadas. Al año siguiente, el Real Tribunal y Audiencia de la Contaduría Mayor de Cuentas informaba al virrey sobre este asunto, pero inclinándose por la construcción de una Plaza de mampostería, mucho más conveniente para la celebración de las cuarenta corridas anuales, cuyos productos habían de ser destinados al reintegro de la cantidad empleada en el palacio de Chapultepec. Pero después de tantas idas y venidas, la Plaza no se construyó.
En el último año del siglo XVIII el Ayuntamiento de Méjico apremiaba al señor virrey, con toda clase de razones, a que autorizara las fiestas de toros que debían celebrarse en su honor, como representante de Su Majestad. Mas don Félix Berenguer de Marquina, que así se llamaba el mandatario, respondió al Ayuntamiento pidiendo, la cuenta a que ascendían los gastos hechos para recibirle. Como quiera que la cantidad asignada para estos menesteres era de 8.000 pesos y se había gastado de 15.000, a 16.000, el Ayuntamiento, siguiendo la costumbre, esperaba resarcirse del exceso gastado con la organización de corridas de toros. El señor virrey remitió al Ayuntamiento 7.000 pesos y denegó el permiso para verificar esas corridas, diciendo que no se hablara más del asunto.
Sin embargo, hubo de conceder licencia para que los indios de San Miguel el Grande celebraran ese año de 1800 sus acostumbradas corridas, aunque sólo autorizó tres días en lugar de las dos semanas que desde hacía muchísimos, años tenían concedidas por privilegio. Se hizo ver al virrey Marquina la necesidad de celebrarlas durante esas dos semanas por ser las corridas buena fuente de ingresos; pero no cedió, respondiendo: «Guárdese lo mandado en Decreto de 14 de octubre último. Prevéngase al subdelegado; y que en lo sucesivo se abstenga de repetir recursos en puntos determinados sobre estas materias de diversión, que inútil mente quitan a la superioridad el tiempo que necesita para asuntos más graves. —MARQUINA.»
Debido a la restauración de Fernando VII, verificándose a principios de 1815 corridas reales, en las que fueron lidiados toros de la famosa vacada de Ateneo. Son curiosos algunos extremos del reglamento que se redactó para la buena marcha de aquellas fiestas taurómacas. Por ejemplo, «que los mandones o capitanes de las cuadrillas de toreros cuiden, con responsabilidad, de que éstos no entren ebrios o bebidos a la corrida…; que de las lumbreras y tablados no se arrojen cáscaras de fruta, ni otras cosas que, a más de ensuciar, pueden perjudicar a los toreros; ni se escupa, ni echen cigarros encendidos para las gradas. Que los espectadores se abstengan de mofar a los toreros, darles voces indecentes e incitarlos a que se precipiten, prohibiéndose asimismo el toque de Cornetas u otros instrumentos o fingirlos con la boca para hacer burla e insultar a los propios toreros o algunos de los concurrentes».
Con fines benéficos (para ayuda de la guerra, que había de desembocar en la independencia el 27 de septiembre de 1821) se aprovechó al coso del Volador, que aún continuaba montado, para dar- corridas. Se sacó el coso a subasta, organizándose una temporada de catorce corridas, que produjeron la suma bruta de 55.942 pesos. Estas corridas debieron de ser las últimas efectuadas en la plazuela del Volador, pues inmediatamente fueron trasladadas las maderas a la plaza de San Pablo, donde primero en coso provisional y más tarde en Plaza de mampostería, se celebrarían en adelante las corridas por muchos años. En este coso, llamado Real Plaza de San Pablo, se efectuaron las corridas que formaron parte de las fiestas con que se solemnizó la independencia, obtenida en el año 1821.
Tras la independencia de Méjico las primeras corridas se dieron en septiembre de 1821, y el primer reglamento taurino del nuevo país fué firmado en abril de 1822 por el general Luis Quintanar, que había actuado como picador en la Plaza de San Pablo.
La Real Plaza de toros de San Pablo era en aquellas fechas de mampostería y “madera y tenía una capacidad para 11.000 espectadores. En 1816 había sido reconstruida. El mismo año de la independencia se incendió, siendo reedificada. Al decretarse la prohibición de las corridas en 28 de noviembre de 1867, durante el gobierno del presidente Benito Juárez, la Real Plaza fué demolida.
El gobierno de Anastasio Bustamante recurrió a las corridas de toros en septiembre de 1839 para reunir fondos para la celebración de las festividades que cada año conmemoraban la creación de la República mejicana. Una idea aproximada de cómo era el espectáculo que los mejicanos de aquellos días llamaban «corridas», lo da ampliamente el programa de la de 1 de septiembre de 1839: Siete toros escogidos de las razas de Huaracha y Thahuipilpa; un toro jineteado por Ignacio Chávez; lidia de un toro embolado, «picándolo en caballos en pelo y dándole muerte con una macana de fuego».
Salvo raras excepciones, el tono que imperaba en las funciones de toros en Méjico durante buena parte del siglo XIX respondía al carácter de las mojigangas, con todas las adquisiciones que el ingenio de los organizadores podía procurarse: En la Plaza de toros de San Pablo se dió, en marzo de 1852, un espectáculo deplorable: fueron encerrados juntos un oso californiano y un toro de Quitimapé. El balance fué dos personas gravísimamente heridas por el oso.
A mediados de siglo (1853 ó 54) un lidiador mejicano, Ignacio Gadea, dotó al arte del toreo ecuestre, al que los naturales fueron tan diestros aficionados, de una nueva suerte: la de parear a caballo. Aún llegó Gadea a realizarla a los sesenta y cinco años de edad en la ciudad de Méjico, el 4 de enero de 1888».
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