Paco Ureña, el ninguneado torero de Lorca, se presentaba con la machada de matar seis toros en solitario, una encerrona en toda regla, tras la encerrona que le venían y vienen haciendo las empresas. Había que hacer algo y se le ocurrió lo de encerrarse con seis toros en Madrid y en el medio de San Isidro.
Un gesto, sin duda, de un torero muy capaz y de un torero de los que gustan de hacer el toreo de frente y por derecho. Un respeto imponente el ver cómo la plaza prácticamente se llenaba en una tarde de calor insufrible, insoportable.
Pues bien, para la ocasión se supone que se elegían seis toros de ganaderías de primera, aunque tras ver lo que salió por chiqueros podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que todos los toros parecieron de saldo, faltando el respeto al torero y a la plaza más importante del mundo.
Ante esos animales, que cuando no eran mansos eran borregas y cuando no, además de eso, estaban mal presentados, la verdad es que poco a poco la tarde se fue convirtiendo en un muestrario completo de lo que no debe ser o, para ser más exactos, de lo que viene sucediendo a diario mientras los taurinos aplauden sin recato este disparate de aceptar que el toro sea un mero colaborador de los toreros en lugar de ser un verdadero oponente.
Con esos mimbres el toreo es muy aburrido y así vimos como Ureña iba perdiendo la motivación para superar tanto desatino. La ilusión mostrada con el segundo, de Domingo Hernández, que le dejó ofrecer unos cuantos muletazos marca Ureña hasta que el toro cerró la persiana, fue lo único que se había podido ver en cuatro toros. La tarde le pesaba a él y a todos cuantos poblaban los tendidos.
Un cambio a mejor se produjo cuando se pudo devolver la birria que había mandado Juan Pedro Domecq, salió el sobrero de Mayalde y parte de la afición recuperó el ánimo recordando el juego que dieron sus novillos el pasado lunes. En los dos primeros tercios la esperanza era lo único que no se perdía, cuando llegó el diluvio, una tormenta eléctrica que encendió una extraña mecha para que Ureña se viniera arriba y le enjaretara series con la diestra de enorme impacto emotivo, con el murciano apasionado ante las buenas embestidas y mientras se vivía la situación de la gente huyendo de la lluvia por los tendidos.
Entre gritos, la plaza se convirtió en una algarabía que desbarataba por completo la idea que se tiene de que hay que ver las faenas en silencio. Gente que huía mientras otros jaleaban a ese Ureña encabritado sacando pases pasados por agua al de Mayalde. La lluvia, los rayos, los muletazos, las voces, un follón monumental… y la locura final. Sin saberse por qué les dio por lanzar almohadillas al ruedo, creando una atmósfera que convirtieron la que ha de ser la plaza más seria y exigente en una puñetera verbena.
Lamentable manera de festejar la faena o quien sabe si la llegada del agua trastornaba las cabezas calenturientas de quienes habían soportado el sol y el calor. Ya estamos acostumbrados a que los toros sean unas birrias y/o unas borregas, a que los toreros nos ofrezcan un toreo pleno de ventajas y mandangas, de ver orejas festivaleras, de puertasgrandes que son muy pequeñas, pero lo de hoy pasará a la historia como la verbena en la que se convirtió la plaza más importante del mundo.
¿Quiénes son esos espectadores que pueblan sus tendidos? Yo prefiero cien veces que sean los exigentes del siete, y los buenos aficionados que hay en otros tendidos, los que le den sentido a mi plaza. Para nada quiero verla convertida en una plaza de talanqueras.
Ureña consiguió esa oreja para su marcador en el sobrero, que puede que le compense su esfuerzo, pero volvimos al sopor en el sexto y último de Victoriano del Río que, oh casualidad, se llamaba Disparate.
Por este camino, con tantos disparates, queda muy poco para echar a los verdaderos aficionados de la plaza. Cada día se va dando un paso más. Lamentable, bochornoso.
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