
La suerte de la que nadie habla
La cinta, dirigida por Paco Plaza junto a un equipo de creadores que entienden la emoción desde lo humano, ofrece una mirada distinta a ese mundo que tanto defendemos: sin alardes, sin tópicos, con respeto y una sensibilidad serena hacia los códigos y supersticiones que habitan en las plazas. Y, sin embargo, el toreo guarda silencio. No hay debate, ni entusiasmo, ni siquiera curiosidad. La Suerte ha pasado de puntillas por el mismo ruedo donde hace apenas un año se aplaudía a rabiar Tardes de soledad, la obra de Albert Serra que convirtió al toro en metáfora filosófica y que muchos elevaron al rango de acontecimiento cultural.
¿Qué ha cambiado? Tal vez nada. Tal vez solo confirma que también en la cultura la suerte se reparte con desigual justicia. Porque mientras a unas obras se les abre la puerta grande del aplauso y del debate intelectual, a otras se las deja esperando en la puerta de chiqueros, sin que nadie se asome a mirar qué traen dentro. Y lo curioso es que La Suerte, sin pretenderlo, refleja mejor que muchas películas el pulso real de un oficio que vive de la emoción, del riesgo y del encuentro entre dos mundos: el del hombre y el del destino.
Vivimos en una sociedad que da bombo a lo que le conviene, que celebra lo que encaja en su relato y entierra lo que le incomoda. Nos llenamos la boca hablando de libertad creativa, pero seguimos midiendo el valor de las obras por el sello que las firma o por el ruido que generan. En eso, el toreo no es distinto al resto del mundo: también elige sus modas, sus discursos y sus silencios.
Quizá esa sea la verdadera suerte de la que nadie habla: la que decide quién merece ser visto y quién no. Y mientras tanto, la cultura sigue girando, esperando que algún día alguien se atreva a mirar más allá del cartel y entienda que el arte, igual que la tauromaquia, no siempre está donde más se aplaude.
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