EL TOREO EN LA ERA PRE-GLACIAL
Por Joaquín Albaicín,
/Escritor y Aficionado/
Hace unas semanas, me hice en una librería de lance de la calle Feria con un ejemplar de Lagartijo y Frascuelo y su tiempo, un ensayo de Antonio Peña y Goñi publicado originalmente en 1887. La primera frase es absolutamente impactante: “Escribir la historia de Rafael Molina (Lagartijo) y de Salvador Sánchez (Frascuelo)”, arranca Peña y Goñi, “es hacer la crítica detallada e imparcial de la importantísima transformación que el arte de los Romeros, Pepe-Hillos y Costillares ha sufrido en la época presente”…
Bueno: impactante… para mí. Para un aficionado de dieciocho años, intuyo que el libro debe resultar absolutamente ininteligible, casi como si la historia de la Tierra le fuera explicada usando como manual El Señor de los Anillos o La historia interminable. O, ¿acaso algún madrileño, al pasar por la Puerta de Alcalá, porta en mente que esa rotonda fue un día una plaza de toros sobre cuyas arenas fue mortalmente herido Pepe-Hillo? ¿O que éste descansa en la Iglesia de San Ginés, en la calle del Arenal, enfrente justo de la casa donde murió Frascuelo? De hecho, en la mismísima Sevilla ni siquiera existe una placa conmemorativa sobre la fachada de la casa de la calle del Conde de Barajas donde viviera Antonio Fuentes, diestro más cercano en el tiempo, ni hay una calle dedicada a Juan Belmonte, a Sánchez Mejías o a Cagancho, a no ser las de arena y farolillos montadas y desmontadas cada año junto con la portada ferial.
Así pues, para un aficionado de dieciocho años, este libro debe resultar, sí, como una referencia a un universo taurómaco poco menos que extraterrestre, sin Juan y sin José, sin El Cordobés ni El Pipo, sin Victorino ni Domecq y… con una Edad de Oro oficial que no es la que conocemos. De hecho, ni siquiera Guerrita existe aún en esta escrito publicado en 1887.
Puestos en el trance de encarar la substancia de la obra debida a la pluma de Peña y Goñi, es de subrayar que la historia de la tauromaquia presenta no pocos puntos en común con la paleoantropología, y acaso no sea descifrable sin la aplicación a pequeña escala de la doctrina hindú de los ciclos cósmicos. De hecho, si ésta comprende la historia de los pueblos y de la humanidad en su conjunto como una sucesión de etapas caracterizadas por el creciente oscurecimiento de las facultades espirituales y regidas, respectivamente y por este orden, por la casta sacerdotal, la casta guerrera, la casta mercantil y la plebe, en la historia conocida del toreo puede apreciarse un proceso similar, por cuanto la supremacía del ganadero es seguida en el tiempo por la del torero, la del empresario y la del apoderado.
Hay, decíamos, más coincidencias. Como en relación con la paleoantropología señalara René Guénon, cualquier vestigio anterior al siglo VI a. C. es siempre relativamente fácil de datar, pero, para cualquier resto de épocas anteriores, toda cronología segura parece esfumarse, tornándose totalmente excluyentes entre sí las estimaciones de los diversos científicos. ¿Qué podemos, pues, saber del toreo “anterior al siglo VI a. C.”? Desconocemos, admite el autor, cómo toreaban Pedro Romero, Pepe-Hillo o Costillares, salvo por la brumosa tradición oral, una tradición oral que –no nos engañemos- ha pasado hace mucho a mejor vida en lo que a los personajes y gestas que nos ocupan se refiere. La crítica taurina propiamente dicha no nació hasta 1850, con la aparición de la revista El Enano, que no hace falta decir que prácticamente nadie lee ni cita como referencia desde hace siglo y medio, y cuyo título nos hace pensar en el toreo como arte bajo la protección de los gnomos y otros seres elementales.
El toreo de entonces parece haber sido el resultante, sostenido por una memoria popular muy desgastada, de antiguos rituales de purificación y exorcismo cuyo origen último y ámbito de gestación resultan muy inciertos. Una fiesta presidida por el ritual de los misterios iniciáticos mitraicos y atendida por un público, sí, vocinglero, alcohólico y violento, pero acerca del cual habría, no obstante, que subrayar que, tal como subrayara Guénon a propósito de la orden masónica, “la incomprensión de sus adherentes, e incluso de sus dirigentes, en nada altera el valor propio de los ritos y de los símbolos de los que es depositaria*”.
Cuando se nos habla, en fin, de la Edad de Oro como la de Lagartijo y Frascuelo, los ojos se nos abren como platos ante la constatación de que el dicho de “el toro de cinco, y el torero de veinticinco”, traído a colación en la actualidad como una especie de disparate propio de épocas bárbaras, no sería sino una mariconada, porque la regla, entonces, era “el toro de ocho, y el torero de veintiocho”. Y constatamos en la fotografía de la vieja plaza de la C
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Leyendo a Peña y Goñi se averigua, sí, que en la época en que la estocada era, en verdad, la suerte suprema, podía ser que se ejecutara con mayor variedad… pero también que abundaban los bajonazos y pinchazos igual que ahora. Nada indica que, antes de la aparición de Costillares, dios epónimo del volapié, la suerte suprema se ejecutara de acuerdo con unas reglas precisas. ¿Es entonces cuando realmente surgen las escuelas rondeña y sevillana, o ambas recogían y reavivaban conceptos y prácticas que en un pasado más o menos remoto habían estado también legisladas? Creemos que lo segundo, por cuanto Pérez de Guzmán reprocha a Cúchares, representante de la escuela sevillana y discípulo de Jerónimo José Cándido, haber hecho caer en el olvido la suerte de recibir, reemplazada por grotescos volapiés al cuarteo. Todo esto de las estocadas y las espadas de Cándido y Costillares nos suena, sí, un poco a esos artículos que leemos a veces acerca de instrumentos cortantes o punzantes, de hueso o de piedra, hallados en tal o cual cueva cántabra o en las proximidades de un camposanto de mamuts.
Viene todo esto a propósito de que alguna vez hemos apuntado la posibilidad de que mucho de aquello a lo que, en el toreo, otorgamos la cualificación de aportación o descubrimiento, no haya sido, quizá, más que un re-descubrimiento. Cuento entre mis amigos al gran aficionado malagueño José María Morente, que hace poco dicen que formó un lío a una vaca en La Palmosilla y días atrás me remitió una crónica publicada en Diario de Madrid que vale la pena citar en este contexto, firmada por Un romerista. Se trata de un romerista de 1779, es decir, no de un romerista de Curro, sino de Pedro:
“Sepa Vmd. Señor mío, que el timón de esta nave es la muleta, en que es Romero inimitable, ya llevándola horizontal al compás del ímpetu del toro, ya llevándola rastrera como barriéndole el piso donde ha de caer ó que ha de besar mal su grado, aquella muleta que siempre huye, y nunca se alexa de los ojos de la fiera, que a veces la obedece como un caballo al freno. En esa muleta libra Romero su vida”…
Se apreciará en la cita, dos de cuyos pasajes nos hemos permitido subrayar, cómo ya por entonces se hablaba de bajar la mano a los toros con el fin de ralentizar su embestida, algo que todos tenemos más o menos asumido que hicieron por primera vez Cagancho y Curro Puya a mediados de la década de 1920. Y acaso, a tenor de lo leído en las líneas citadas, debamos matizar que fueron los primeros en hacerlo… en muchas décadas. Porque la reseña en cuestión parece conducirnos con grandes visos de fiabilidad a la presunción de que el toreo hubiera sufrido en su momento una suerte de Era Glacial tras la que hubiera debido ir, con lentitud y a base de esfuerzo, recuperándose. Esos lances y muletazos con la mano baja, atribuidos en calidad de descubrimiento a los citados gitanos de la Cava, ¿supusieron en realidad un inconsciente pero inevitable reemerger de los que ya eran propinados a los toros en la Era Pre-Glacial de Pedro Romero? ¿Es el toreo que hoy día vemos escenificar en los ruedos un toreo neanderthal, y no cromagnon, como siempre hemos creído? ¡Ah, si los dólmenes hablaran!
Opinión y Toros.com
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