Santiago Carrillo y el jesuita José María Llanos
El Pozo del Tío Raimundo tuvo, en los años en que España empezaba a levantar cabeza de la Guerra Civil, una cierta significación gracias a la labor social del padre Llanos, que acabó haciendo manitas con la Pasionaria.
De tren a tren y entre cárcel y cárcel
Aquilino Duque
Viñamarina / 13 de febrero de 2020
En septiembre u octubre de 1948, cuando la Universidad de Sevilla estaba aún en la antigua casa profesa de los Jesuitas, junto a la Iglesia de la Anunciación, cursaba yo primero de Derecho y, conmigo, una muchedumbre que curso a curso se fue diezmando y muchos de cuyos nombres se me quedaron en memoria, por la frecuencia con que nos pasaban lista los catedráticos y muy en especial el más madrugador de todos, que era el de Romano, don Francisco de Pelsmaeker e Iváñez.
El caso es que los nombres de aquella lista interminable con que cada día nos desayunábamos vinieron a sumarse en mi memoria a los de los reyes godos y los elementos químicos del reciente bachillerato. Todos los apellidos se me quedaron impresos, unos más que otros, aunque a algunos no llegué a identificarlos con su portador. Uno de estos se llamaba Valenzuela Poblaciones y venía a continuación de Valenzuela Elorz. A Valenzuela Elorz lo tenía identificado, sobre todo por una malformación de cadera, y con el tiempo lo llegué a tratar algo, siendo él ya marqués de Gracia Real y marido de Mercedes Albercón, socios de la Asociación Sevillana de Amigos de los Jardines y el Paisaje.
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A Valenzuela Poblaciones ni siquiera tuve ocasión de ponerle cara, nunca supe quién era, y pasarían muchos años hasta leer su nombre al pie del prólogo a un libro de su padre escrito a seis kilómetros de donde ahora escribo yo, en Bollullos de la Mitación. En agosto de 1975, fecha en que nos mudamos de Roma al Aljarafe, aún existía en Bollullos el caserón, palacio o hacienda de la marquesa de Polavieja, no sé si ya deshabitada y en ruinas, y poco podía sospechar que en ella hubiera escrito un libro nada menos que en 1938, segundo año triunfal, nada menos que el padre de mi desconocido compañero del aula magna de la universidad. La marquesa de Polavieja era hija de don Camilo García de Polavieja, el llamado “general cristiano”, y viuda de un hermano de Ignacio.
Quien lo vivió lo sabe
Muchos años habían de pasar para que una nieta de Ignacio, Almudena Valenzuela Moreno, desempolvara el manuscrito de su abuelo y lo diera a la estampa. Y es que su contenido no era nada baladí. Era nada menos que el testimonio de uno de los pocos supervivientes de una de las primeras atrocidades de la Guerra Civil. Vivía Ignacio Valenzuela en Villacarrillo, provincia de Jaén, donde el nacimiento de su cuarto hijo, al que bautizaron con el nombre de Rafael, por su tío, el coronel Valenzuela, fundador de la Legión, caído en Marruecos en 1923, pospuso el desplazamiento de la familia a Irún, donde también tenían casa y pensaban pasar el verano.
El aire que entonces se respiraba en España hizo que los que se sentían o sabían amenazados buscaran refugio allá donde pensaban estar más seguros. Quien lo vivió lo sabe. A la familia de quien esto escribe le sorprendió el asesinato de José Calvo Sotelo ya en Sevilla, pero a la de Ignacio Valenzuela la pilló en Villacarrillo, donde “las masas” la acogieron con gran alborozo, echándose a la calle; a él lo sacó de su casa a las tres de la madrugada la “fuerza pública”, encarnada en el jefe de la guardia municipal para conducirlo al ayuntamiento, en cuya biblioteca se encontró con otras personas “de orden y de derechas” tendidas en la mesa de billar, donde se le hizo un hueco, para pasar la noche.
Los «enemigos del pueblo»
Al día siguiente, y escoltadas por las autoridades de una población en efervescencia, pasaron a sus domicilios, pero no acabó ahí la cosa. Al cabo de tres días, llegó la noticia de la sublevación militar, y esta vez la detención, precedida de visitas espontáneas y colectivas para exigir la liberación del servicio doméstico, la incautación del auto o la entrega de escopetas de caza fue más en serio, y don Ignacio y demás “enemigos del pueblo” fueron a parar a la cárcel municipal, de ella a la iglesia del convento-hospital y de aquí, por fin y en camiones, a la cárcel de Jaén, donde ya había gente de otros pueblos, y de la que pasó a la catedral, desde donde los llevaron a todos a embarcar en el tren fatídico con destino a Madrid al que ya se le preparaba un recibimiento “democrático” en el vallecano Pozo del Tío Raimundo.
De ese jolgorio popular queda aún una referencia en la lápida de la catedral de Jaén con los nombres de las víctimas, encabezadas por el del obispo Basulto. Por un milagro tenemos hoy una descripción de aquella macabra jornada, que es la de Ignacio de Valenzuela, y el milagro consistió en que, al llegar el tren a la estación y recibir los pasajeros la orden de apearse, apareció un joven ruso con uniforme para decir que si entre ellos venía algún extranjero, que se identificara. Daba la casualidad de que Ignacio había nacido en San Juan de Luz, donde veraneaba su familia, y eso fue lo que lo salvó de la suerte que cupo al obispo y a los mártires sacrificados con él.
Valenzuela siguió en el tren hasta la estación del Mediodía, y quienes lo interrogaron estuvieron atentos y correctos e incluso le aconsejaron que, si llevaba alguna medalla o escapulario, se deshiciera de ello, pues le podía costar caro si se lo descubrían. El propio secretario de la checa se acercó al ventanuco de la celda en que lo encerraron y le preguntó si era Valenzuela Urzáiz, y al decir él que sí, le dijo que él había servido en el Tercio a las órdenes de su hermano al que quería muchísimo, y que había llamado a la Dirección General de Seguridad para que vinieran a buscarlo, que allí en Atocha no estaba seguro. Al rato llegaron dos guardias de Asalto y en un Citroën flamante lo llevaron a la Dirección General de Seguridad, le preguntaron preocupados por lo del tren de Jaén y le permitieron telefonear a una amiga de su mujer para decirle que estaba vivo.
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Aquilino Duque, Memoria, ficción y poesía
Pasó a los célebres calabozos subterráneos, donde se encontró a muchos amigos y conocidos, y de allí los llevaron a la Cárcel Modelo, que era un gran hotel en comparación con las anteriores estaciones de su calvario. En la Cárcel Modelo, ya atestada de detenidos, sobrevivió a un incendio provocado, al “fuego amigo” de los sitiadores y a las fatídicas sacas, y cuando llegó su turno, ya el implacable Santiago Carrillo había sido sustituido por Melchor Rodríguez, el “ángel de las prisiones” y, en vez de llevarlo a Paracuellos, lo llevaron a la hasta entonces cárcel de mujeres de Las Ventas. Hay que decir que a cada traslado o a cada mudanza los reclusos habían de depositar todas sus pertenencias en unas mantas tendidas al efecto, pero las vivencias eran tan fuertes que las peripecias y los nombres se le quedaron a Ignacio tan impresas en la mente como a mí los nombres de mis compañeros de universidad. Ya en la cárcel de Las Ventas, su hermana y otros amigos madrileños, ayudados por el fiscal municipal Ortiz, facilitaron su traslado a la embajada de Cuba, de donde lo evacuaron con otros refugiados a la zona nacional vía Valencia, Marsella y Hendaya.
El Pozo del Tío Raimundo tuvo, en los años en que España empezaba a levantar cabeza de la hecatombe de la contienda, una cierta significación gracias a la labor social del padre Llanos que, al pasar del “nacionalcatolicismo” al “catolicomunismo”, acabó al finar el Régimen haciendo manitas con la Pasionaria. Por ese Pozo pasarían muchos jóvenes activistas, hijo más de uno de jerarca o de banquero del Régimen, que no tardarían en hacer carrera en el Partido que, bien que “renovado”, se lanzara de cabeza a la aventura revolucionaria de la Guerra Civil. Ese Partido, responsable del estrago ferroviario del 36, sabría con el tiempo, esta vez en la misma estación de Atocha, explotar en su beneficio otro estrago con tantas víctimas como el del Pozo del Tío Raimundo, primer acto del proceso revolucionario “rojoseparatista” que a la hora presente tiene a España al borde del precipicio.
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