El toreo tal como lo conocemos hoy nació en “el rincón del sur”. En Cádiz, y para ser más exactos en Chiclana. Allí Paquiro, Chiclanero y el clan de los Romero fueron los primeros en marcar la línea por donde había de discurrir, evolucionar y perfeccionarse el arte de lidiar toros bravos. Hasta ellos, aquello era una lucha en la que los matadores debían ganarles la pelea a los toros por piernas. Casi un juego pseudo-deportivo en el que salía mejor librado el que con más habilidad burlaba las acometidas de aquellos fieros animales. El primer día que Paquiro condujo la fiereza de un toro con la muleta, moviendo los brazos como si no tuvieran piernas, sentó las bases de lo que sería el arte de torear en el futuro. De un modo rudimentario quizás, pero con él comenzó todo.Luego llegarían Lagartijo, Guerrita, Frascuelo, Joselito “El Gallo” y muchos otros que consolidaron lo que inició el de Chiclana. Y lo fueron perfeccionando, pero la catarsis se produjo cuando un muchacho de mentón prominente y de figura poco acorde con lo que se había tenido hasta entonces por perfil de torero, decidió que aquello de los terrenos del toro y los del torero era una entelequia, demostrando que todos los terrenos son del torero siempre y cuando éste tenga valor para invadirlos y enganchar a los bureles en la muleta, para conducirles la embestida a su voluntad, utilizando su cuerpo como eje de la escultura en movimiento que conforman toro y torero. Fue Belmonte quien acuñó la tauromaquia nueva y eterna que debía consolidar la lidia del toro bravo como un arte.
Belmonte llegó al toreo con un repertorio más bien limitado, pese a lo cual se convirtió en la piedra angular de la Tauromaquia. Hasta él nadie había plantado los pies en la arena, pasándose los toros por la faja con tan espeluznante quietud. A mayor o menor distancia, pero mandando en sus embestidas. Hacía falta mucho valor para ponerse allí por primera vez, como hizo el trianero pensando como el baturro del cuento mientras circulaba hacia el tren por los raíles de hierro: “Chifla, chifla, que como no te quites tú yo no me aparto”. Por eso, como un Cristóbal Colón vestido de lentejuelas y caireles, descubrió un nuevo mundo para el toreo, desconocido hasta entonces. La Mar Océana estaba allí pero había que tener un espíritu muy recio para afrontar lo desconocido con un simple trapo rojo en la mano. Después vendría Gallito y puso el descubrimiento belmontino al alcance de la comunidad de regantes. Pero ese es ya otro cantar
José Gómez Ortega “Gallito” fue un elegido de los dioses que lo tenía todo para erigirse en el torero más grande de la historia, perfeccionando el áspero camino descubierto por Juan. El menor de los Gallo, que tenía juventud, valor, prestancia, hechuras y una cabeza privilegiada, adentrándose en el nuevo mundo que había abierto el de Triana le dio un empujón tan extraordinario al enfrentamiento del hombre con la bestia, que lo convirtió en arte y si se me apura en música, poesía y literatura. Y a partir de ahí, no cabe ignorar ni poner en duda la valía y la importancia de toreros tan personales como Manolete y tan artistas como Pepe Luis Vázquez, así como la de todos los que fueron grandes en la segunda mitad del siglo XX y los que lo son en este comienzo del XXI, pero de que el toreo y su evolución artística, e incluso técnica, se mantiene sobre las dos columnas jónicas que fueron Belmonte y Joselito, no se puede abrigar la mínima duda a no ser que se mantenga desde una supina ignorancia de la historia real del toreo.
Hasta tal punto es cierto lo antedicho, que bien se podría esculpir en todas las plazas de toros del universo taurino la imagen de José y Juan con esta leyenda en letras de oro: “Non Plus Ultra”. Que quiere decir, querido lector, como usted bien sabe, que no existe un más allá en el arte de la tauromaquia.
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