Camarón: ¿Ya hace casi veinte años? /
Por Joaquín Albaicín
El día 25 de este mes se cumple el decimonono aniversario del último concierto de Camarón de la Isla. Y, al enviarme el CD recién editado con la grabación de aquel evento, Alejandro Reyes, desde hace años amigo y presidente del Club de Música y Jazz del San Juan Evangelista, me ha quitado, así de sopetón, pues eso: casi veinte años de encima.
Escuchada hoy, la grabación suena a inconfundible canto del cisne, a lamento postrero y crepuscular del ave regia ya cerca de extinguirse para, cual fénix, saludar invicto, con un nuevo himno auroral, su arribada a ese territorio -allá, al otro lado del espejo- donde nuestros oídos terrenales no alcanzan. Esa atmósfera de caída de telón y de partida hacia otros mundos debe ser, en gran medida, cosa de la perspectiva que da el tiempo, porque entonces, allí, en vivo, no sonó así. Fue un recital tonante, jupiterino, propio de la tijera de cortar coletas que era José, por emplear el apelativo con que, apenas salido de la adolescencia, ya se motejara a Joselito El Gallo, y del que salimos con la solemne convicción de que su protagonista acababa de terminar de apuntalar, de una vez y para siempre, el arco de entrada a una nueva época del cante gitano sostenida casi en exclusiva sobre sus hombros. De hecho, titulamos nuestra crónica: “Camarón: sin rival a la vista”. En nuestro recuerdo de aquella noche histórica, Camarón permanece, en efecto, como una deidad védica disparando tan balsámicos como demoledores rayos desde su trono adamantino. ¿Pasión de devoto? No. La impresión y el sentimiento eran generales. También Pedro Vela subrayó en Diario 16, en su crítica del concierto, la enorme distancia que mediaba entre Camarón y el resto de las voces flamencas del momento. La verdad, guste o no, es que tuvo que morir él para que otros cantaores de su quinta, de espléndidas cualidades y larga y brillante trayectoria ya entonces, pudieran adquirir poder de convocatoria, suscitar expectación más allá del cenáculo y desmarcarse del pelotón.
La grabación, sometida sin duda a un proceso de limpiado del sonido ambiente, no recoge —salvo en momentos puntuales- las explosivas manifestaciones de júbilo con que, a lo largo de toda la noche, los asistentes —no cabía un alfiler- homenajearon a Camarón y a su cante. Aquí, ahora, le escuchamos cantar con la serenidad incandescente del funambulista al que su público temiera, con sus olés y ovaciones, sobresaltar y precipitar al vacío y dosificara, arrecido por ese miedo, sus andanadas de entusiasmo. Quizá sea, decíamos, efecto de la perspectiva que da el tiempo, secuela de la herida sin cicatrizar, lo que nos hace reconocer ahora aires de despedida en los melismas brotados de aquel hombre dueño de una garganta que asustaba. Pulsamos el play, y vuelven a conmovernos su afinación inaudita, una agónica majestad, una dolencia fatalista empapando el metal inigualable de quien —eco de fragua gitana nacido allá donde desembarcaron los moros- fuera ariete de una generación y genio de época del arte flamenco. Hace poco, en Giralda TV, dijo Lebrijano que José cantaba por taranta y fandangos “mejor que el que lo inventó”. Y este álbum, sin necesidad de revisar toda su deslumbrante discografía anterior, le otorga la razón. Aquella noche inolvidable, Camarón cantó extraordinariamente, y el disco gana en cada nueva escucha, tras la que se redescubren brasas, matices, mimos tonales, regustos y acentos de veinticuatro quilates que dudo mucho que resulte apropiado atribuir a la “espléndida madurez” en que se encontraba el cantaor, porque José Monge poseyó desde su primera juventud el don y la virtud de convertir en inédito cualquier cante mil veces escuchado antes en su boca y en la de mil. Cerramos los ojos y, en el limpio temblor de su garguero, acariciado por las seis cuerdas de Tomatito, abandonan el limbo y vuelven a galopar Joselito y Cuco, Talavera, las cuentas que no están cabales, los pícaros tartaneros, los cuatro puentes del río… La banda sonora, en fin, de toda una generación cautivada por aquel desgarro suyo, tan enérgico como desvalido, y por el Duende, ángel de altares itinerantes que le nombrara su embajador plenipotenciario en la Tierra.
“Para perdurar, levanta un mundo”, recomendó Kapuscinsky a un amigo. Camarón lo levantó, y en el mapa del flamenco figurará durante siglos —y con fronteras en expansión- su obra, como durante siglos recogieron los mapas del orbe conocido los emplazamientos de la Muralla de Alejandro, la Torre de Babel, el Jardín del Edén y el Reino del Preste Juan.
(*) Camarón con Tomatito. El último concierto ha sido editado por Universal Music.
Joaquín Albaicín escribiendo tiene el mismo arte que tenía su padre Joaquín Bernadó toreando y ahora comentando muy acertadamente las retransmisiones taurinas en TELEMADRID.
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