“La fiesta brava es un acto hermanado de saber y de fe. La sociedad separa el conocimiento y la creencia. El rito taurino los reúne: en la fiesta, se sabe porque se cree y se cree porque se sabe. La tauromaquia no se engaña ni nos engaña”.
Por Luís Cuesta
para De SOL y SOMBRA.
Decía Carlos Fuentes, que la ruta de los iberos nos lleva hasta el primer gran lugar común de España, sus plazas de toros… “En la plaza de toros el pueblo se reúne, en lo que una vez fue un rito semanal, el sacrificio del domingo en la tarde, el declive pagano de la misa cristiana. Dos ceremonias unidas por el sentido sacrificial, pero diferentes en su momento del día: misas matutinas, corridas vespertinas.
La misa, una corrida iluminada por el sol sin ambigüedades del zénit. La corrida, una misa de luz y sombras, teñida por el inminente crepúsculo.”
“En la plaza de toros, el pueblo se encuentra a sí mismo y encuentra el símbolo de la naturaleza, el toro que corre hasta el centro de la plaza, peligrosamente asustado; huyendo hacia adelante, amenazando pero amenazante, cruzando la frontera entre el sol y la sombra que divide al coso como la noche y el día, como la vida y la muerte. El toro sale corriendo a encontrarse con su antagonista humano, el matador en su traje de luces.
¿Quién es el matador? Nuevamente, un hombre del pueblo. Aunque el arte del toreo ha existido desde los tiempos de Hércules y Teseo, en su forma actual sólo fue organizado hacia mediados del siglo XVIII. En ese momento, dejó de ser un deporte de héroes y aristócratas para convertirse en una profesión popular. La edad de Goya fue una época de vagabundeo aristocrático, cuando las clases altas se divirtieron imitando al pueblo y disfrazándose de toreros y de actrices. Esto le dio a las profesiones de la fárandula un poder emblemático comparable al que disfrutan en la actualidad”.
“Los toreros españoles han sido tan idolatrados como Elvis Presley o Frank Sinatra en nuestro propio tiempo. Como éstos, representan el triunfo del pueblo.
Pero el toreo es también, no lo olvidemos, un evento erótico. ¿Dónde, sino en la plaza de toros, puede el hombre adoptar poses tan sexualmente provocativas? La desfachatez llamativa del traje de luces, las taleguillas apretadas, el alarde de los atributos sexuales, las nalgas paradas, los testículos apretados bajo la tela, el andar obviamente seductor y autoapreciativo, la lujuria de la sensación y la sangre. La corrida autoriza esta increíble arrogancia y exhibicionismo sexuales”.
“Sus raíces son oscuras y profundas. Cuando los jóvenes aldeanos aprenden a combatir a los toros, muchas veces sólo pueden hacerlo de noche y en secreto; acaso cruzando un río, desnudos o en un campo de abrojos, desgarrados, entrando sin auterización al cortijo del rico, aprendiende a combatir los toros prohibidos, en secreto, ilegalmente, en la más oscura hora de la noche.
Tradicionalmente, los torerillos han visto una tentación en este tipo de encuentro porque, impedidos de ver al toro en la noche, deben combatirlo muy de cerca, adivinando la forma de la bestia, sintiendo su cuerpo cálidamente agresivo contra el del novillero que, de esta manera, aprende a distinguir la forma, los movimientos y los caprichos de su contrincante”.
“El joven matador es el príncipe del pueblo, un príncipe mortal que sólo puede matar porque el mismo se expone a la muerte. La corrida de toros es una apertura a la posibilidad de la muerte, sujeta a un conjunto preciso de normas. Se supone que el toro, como el mitológico Minotauro, ha nacido totalmente armado, con todos los dones que la naturaleza le ha dado. Al matador le corresponde descubrir con qué clase de animal tiene que habérselas, a fin de transformar su encuentro con el toro, de hecho natural, en ceremonia ritual, dominio de la fuerza natural. Antes que nada, el torero debe medirse contra los cuernos del toro, ver hacia dónde carga y enseguida cruzarse contra sus cuernos.
Esto lo logra mediante la estratagema conocida como cargar la suerte, que se encuentra en el mello mismo del arte del toreo. Dicho de la manera más sencilla, consiste en usar con arte la capa a fin de controlar al toro en vez de permitirle que siga sus ínstintos. Mediante la capa y los movimientos de los pies y del cuerpo, el matador obliga al toro a cambiar de dirección e ir hacia el campo de combate escogido por el torero. Con la pierna adelantada y la cadera doblada, el matador convoca al toro con la capa: ahora el toro y el torero se mueven juntos, hasta culminar en el pase perfecto, el instante asombroso de una cópula estatuaria, tore y torero entrelazados, dándose el uno al otro las cualidades de fuerza, belleza y riesgo, de una imagen a un tiempo inmóvil y dinámica”.
“El momento mítico es restaurado: el hombre y el toro son una vez más, como en el Laberinto de Minos, la misma cosa.
El matador es el protagonista trágico de la relación entre el hombre y la naturaleza. El actor de una ceremonia que evoca nuestra violenta sobrevivencia a costas de la naturaleza.
No podemos negar nuestra explotación de la naturaleza porque es la condición misma de nuestra sobrevivencia. Los hombres y mujeres que pintaron los animales en Ia cueva de Altamira ya sabían esto.
España arranca la máscara de nuestra hipocresía puritana en relación con la naturaleza y transforma la memoria de nuestros orígenes y nuestra sobrevivencia a costa de lo natural en una ceremonia de valor y de arte y, tal vez, hasta de redención”.
“El espejo enterrado”, México, 1977, Carlos Fuentes. Editorial Alfaguara.
- Otra prueba de la gran afición de Fuentes por la Fiesta se plasmó en el Pregón Taurino de Sevilla en 2003, uno de los más elaborados y ricos de los que se han pronunciado en toda la historia de esta famosa feria. Ahí dejó escritos sus recuerdos, desde sus inicios como aficionado hasta su posterior relación con el planeta de los toros.
Recordó entonces el escritor: “Yo fui un niño sin Fiesta. Creciendo en Santiago de Chile, Buenos Aires y la capital norteamericana, Washington, todas ellas ciudades sin corridas de toros, hube de esperar a mi regreso a México, para ver mi primer espectáculo taurino (…) Mi suerte no pudo ser mayor. Una tarde del año de 1945, me estrené como taurómaco principiante, villamelón certificado y al instante entusiasta aficionado, viendo torear en la plaza El Toreo a Manuel Rodríguez Manolete.
Mas si alguno de mis sentidos artísticos aún dormitaba, esa tarde asoleada en la ciudad de México despertó en mí un tropel de emociones estéticas que iban del asombro a la admiración, a la duda misma que semejante entusiasmo me procuraba, al irresistible clamor de la multitud que con un solo, enorme alarido, tan vasto como el océano mismo que separa y une a España y México, coronó la faena.
Viendo lidiar a Manolete en México, aquel lejano domingo de hace ya más de medio siglo, me di cuenta de la más profunda relación del alma hispánica y el alma mexicana. Mexicanos y españoles tenemos el privilegio, pero también la carga, de entender que la muerte es vida. O sea: todo es vida, incluyendo a la muerte, que es parte esencial de la vida”.
Y en otro pasaje afirmaba:
“La fiesta brava es un acto hermanado de saber y de fe. La sociedad separa el conocimiento y la creencia. El rito taurino los reúne: en la fiesta, se sabe porque se cree y se cree porque se sabe. La tauromaquia no se engaña ni nos engaña”.
A caballo entre la contemplación del toro y el arte del torear, Carlos Fuentes reflexionaba en su Pregón que el toreo es, es la afirmación del encuentro de las paradojas naturales y humanas.
Y en esta línea, para el escritor la máxima paradoja taurina es el toro, al que considera “el único realmente inmortal en el acto de la Corrida”.
Refiriéndose a la corrida, tras definir las Plazas como el espacio público donde se congrega el pueblo en toda su esfera y en todas sus caras, Fuentes sostiene que el torero que “se desprende del pueblo” para que “con su traje de oro” eleva “al nivel de la aristocracia”. Este es un principio vigente y riguroso que en la opinión de Fuentes condensa todo el Toreo.
Más adelante, cuando va sugerir algunas conclusiones, Fuentes se refiere a la relación naturaleza-ser humano y dentro de la misma, la que ambos comparten la vida y la muerte: “El torero puede matar esto es cierto, es un hecho, porque el mismo puede morir.”
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