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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

jueves, 23 de enero de 2020

La Tauromaquia de Domingo Ortega (Parte II) / por Pocho Paccini




Rescatamos un artículo publicado en "El Ruedo" para acercamos a la Tauromaquia de uno de los maestros y toreros más poderosos de la historia. En esta segunda entrega se analiza su toreo de muleta.

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Por Pocho Paccini
Pureza y Emoción / Enero/2020


La Tauromaquia de Domingo Ortega (Parte II)

Por Antonio Abad Ojuel «Don Antonio»
Fuente: Semanario gráfico de los toros, El Ruedo. Madrid, 26 de diciembre de 1963. Año XX, Nº 1018.
Edición y transcripción : Pocho Paccini Bustos.

LOGROÑO
No tuve tiempo de escribir a «Don Ventura» para que me recuerde el año exacto, y ya he dicho que no soy hombre de archivo; pero tuvo que ser entre el 33 y el 35, porque aún toreaban los mejicanos en España.

Lo que no se me olvida es Logroño y la alegría vital, desbordante, de las fiestas de San Mateo, cuando los pimientos colorean y son gloria pura y el vino nuevo tiene un año y es juguetón y alegre como un añojo. Siempre que quiero recordar a Domingo Ortega en la plenitud de su gloria torera, la imaginación me lleva instintivamente a aquella tarde; y aunque pueda parecer raro a los ojos de mis lectores, ni sé, ni me importa si el borojeño cortó orejas.

Alternaban en la corrida —una de las más bellas, más completas que he visto en mi vida— Vicente Barrera, Fermín Espinosa «Armillita» y Domingo Ortega. Los toros eran de Graciliano Pérez Tabernero, preciosos, bravos, con esa salud y buena crianza que pone reflejos sedeños en la piel zaina. «Armillita», de tabaco y oro —parece que lo estoy viendo—, había abandonado aquella especie de frialdad en que se aislaba algunas tardes, aquella indolencia azteca de las faenas perfectas, pero indiferentes, y parecía como si la luz de la ribera del Ebro se le hubiera entrado por las venas, como si fuese la de su Méjico natal; pocas veces he visto torear por naturales como lo hizo aquel ídolo de barro y oro, inexpresivo, enigmático, misterioso. En cada pase la Plaza se encendía en llamaradas. ¡Qué centelleo rojo el de su muleta, qué fuego, qué sol!

Vicente Barrera —de rosa y plata— no se había dejado ganar la partida. Aquel gorrión valenciano toreaba con gracia y esa tarde templaba más que otras veces, tal vez al contacto con los dos inmensos toreros que partían plaza con él; su estilo, un poco rígido, como de banderazos, aparecía con más ritmo que de costumbre; y acertó con un descabello a toro levantado, tapado, que pareció cosa de prodigio por lo certero y espectacular. No en balde, a partir de Barrera, el descabello es tenido en cuenta como «suerte de matar», aunque sea a toros crudos.

Domingo Ortega —de azul y oro— llegó al cenit de gloria de cuantas corridas yo le pude ver. Y le había visto todas las que pude. Torero con los dos pies en tierra, apenas enmendados sus embroques por un leve paso en que conservaba su terreno o lo mejoraba, con juego airoso de brazos que traían y llevaban el engaño como un talismán hipnótico, era la viva representación del arte de tallar el toreo.

Y no empleo la palabra arte en su concepto disminuido, como artesanía que anda por veredas muy cercanas a las de cualquier oficio, sino en su más pura y elevada acepción. De aquel perfecto conocimiento de distancias y terrenos, de aquel instintivo y veloz conocimiento de los reflejos del toro, de aquella intuición creadora de belleza, brotaron dos faenas prodigiosas como un descubrimiento. Lo eran para mí, que había visto a Domingo Ortega muchas tardes en las Plazas de mi tierra. Era mi descubrimiento de la nueva forma en que toreaba Domingo Ortega con la derecha al principio de la faena, cómo transformaba momentos de trámite en pases fundamentales, cómo se dejaba llevar del instinto creador y alegraba aquella tarde de resplandores con unos lances nuevos que años después habían de levantar revuelo de polémica, ovaciones y silbidos, elogios y vituperios.

LA PERSONALIDAD
Aquella tarde salí de la Plaza con la alegría de no tener que envidiar a los viejos aficionados de la generación de mi padre. Él era fervoroso belmontista y discutía ironizando —porque era hombre de gran sentido del humor— con los partidarios de «Gallito», tan convencidos como él. Yo era aficionado; pero de una generación huérfana de «ismos», porque en la primera niñez habíamos perdido el tren el año 20 en Talavera. Habíamos visto toreros excelentes, ¿quién lo duda? Pero yo no había sentido la necesidad de «hacerme de alguien» hasta entonces. Y fui orteguista.


Me he preguntado muchas veces por qué. Y mi respuesta—cada vez más firme cuanto más tiempo ha pasado— es que si lo conceptué como el artista más alto de su época no era solamente porque poseía una aptitud privilegiada para el arte, sino porque además dejaba traslucir un gran hombre, una noble prestancia muy española; dicho de otra forma, unía a la aptitud artística más subida una gran personalidad.

Al llegar aquí pienso que tal vez me estoy saliendo de lo que es puro estudio técnico —propio de las Tauromaquias— para adentrarme por otros caminos. No me importa; con el peso de la lectura de las Tauromaquias clásicas sobre mi conciencia (y hasta de una que yo he intentado diseñar a propósito del toreo grande de Antonio Ordóñez) quiero hacer un ensayo de Tauromaquia de otro estilo para lectura de aficionados con sensibilidad. Por eso insisto en la idea del toreo como un reflejo de la personalidad total de Ortega.


La personalidad es el hombre y el hombre es el estilo. Domingo Ortega supera posiciones incompletas en el toreo de su tiempo y se nos ofrece como una síntesis de plenitud; para Lalanda el toreo parece ser problema de habilidad, astucia, defensa; con los faraones gitanos tiene un sentido estatuario y el maestro Corrochano nos hablará del corazón parado de «Gitanillo» y también de «La talla de Montañés»; en Márquez y Cayetano hallaremos un sentido plástico y ornamental con perfectos logros aislados; para Sánchez Mejías y Villalta será cuestión de valor y dominio. Únicamente Ortega comprende que todos esos elementos son necesarios, esenciales, pero medios al fin, subordinados a un fin superior: el dominio artístico del toro. Y a él se aplica con un sentido escultórico del toreo.

Gran intuitivo, resuelve el problema, que como todo artista tiene de vencer la materia, extraer de materiales inertes la obra de arte. El lienzo que se le ofrece, el barro que está a su alcance es la indómita, bestial bravura del toro; y él ha de darle forma, dominarla completamente y al atemperarla crear belleza.

Esto lo logra, ¡y en qué forma! Pero no en series repetidas, estáticas. Como verdadero creador ofrece una evolución visible en su hacer, a través de un camino de triunfos que va desde el poderío no exento de tosquedad de sus primeras corridas hasta la delicadeza actual de su estilo. En Ortega, más que en ningún otro de los toreros que recuerdo, no hay apenas nada que sea lo mismo en momentos sucesivos de su hacer artístico. Y ahora mismo, en el día —tal vez en la hora— en que el lector amigo pase la vista sobre estas líneas, quizá Domingo Ortega en el campo está dando un capotazo, haciendo un recorte, trasteando con la muleta en nuevos y decantados matices.


Por eso no hablo de Ortega en bloque monolítico, sino de momentos de Ortega. Su personalidad fue tan poderosa como cambiante hacia formas más perfectas. Tan poderosa que nunca conocí —ni traté de averiguar— quién pudiera ser su apoderado.

LA NUEVA TRINCHERA
Yo creo —y si no es cierto que alguien me rectifique— que de la época de Ortega arranca el predominio del toreo con la derecha. No es que se inicie con él, ni mucho menos, ya que los toreros viejos lo emplearon —con indignación de «Paquiro»— y cuando el toledano llega al toreo eran famosos los «parones» de Villalta. Pero con el borojeño viene la consagración de las faenas fundamentales sobre la mano derecha, que se inician con un nuevo modo de tomar los toros al principio de la brega definitiva.


Hasta entonces lo corriente en la faena —lo que unos hacían por principio inteligente y otros por pura técnica imitativa— era tomar los toros con las dos manos, a base de ayudados; por alto en los toros claros y boyantes; por bajo, en pases de castigo, cuando eran duros y difíciles. El pase ayudado por bajo —que nos recordaba «Don Justo» al añorarlo con documentos gráficos de Joselito «el Gallo»— era la norma, difícil norma, para reducir ímpetus e iniciar el trasteo con la muleta.

Domingo Ortega consigue estos efectos no con las dos manos, sino únicamente con la derecha, que sujeta flámula y estoque; con ello alarga el viaje del brazo —que puede acompañar más la embestida del toro que cuando se torea con las dos manos— y da a la suerte más desahogo, más autonomía para que la muleta decida el momento en que conviene dar el cambio y retorcer al toro para quitarle fuerza. Más facilidad, en suma.


También menos riesgo; esto es fácil de comprender por una sencilla razón de proximidad; con el ayudado, el toro se revuelve más cerca y se le puede dominar menos, aunque el castigo sea mayor. Y cuando el dominio y la facilidad se suman, el resultado es el que fue: a partir de Ortega, todos los toreros, salvo contadísimas excepciones, toman los toros en el trasteo inicial sobre una sola mano: la derecha.


¿Y el ayudado?... «¡Volaverunt!», como diría Ramón Gómez de la Sema, usando el latinajo como el lenguaje del palmo de narices. Ahora tratan de resucitarlo.

Pero esta innovación —si se quiere, dejémosla en adaptación— queda empalidecida por la nueva trinchera de Domingo Ortega. El toledano es hombre que torea, como hemos dicho, sobre piernas que se mueven lentamente para mejorar el terreno, ganárselo al enemigo; pero, sobre todo, con un juego armónico de pases en que se busca instintivamente la ligazón, sin que en el vuelo de la muleta ante los ojos del toro haya solución de continuidad. El ideal torero de Ortega habrá sido la faena de un solo pase, es decir, aquella en que se cumpla el juego de ir y venir del toro en un incesante perseguir de la huidiza llama roja que, al llegar al final de su viaje natural, vuelve a la burla de la embestida con un soberbio pase cambiado.


Esta es la idea conceptual que da vida a la trinchera de Domingo Ortega. Se ha dicho —y con razón— que este lance empezó como simple recurso para volver a poner los toros en suerte y se le valoró como pase de cante chico, de adorno bautizado; en diminutivo, trincherilla. Domingo Ortega lo usó como prolongación del pase con la derecha para doblar al toro por el lado inverso y anticipar su dominio sobre él.

En realidad —en una idea pura de lo que es el toreo clásico—, entre el doblón con la derecha y la trinchera, existe la misma relación de unidad que entre el pase natural y el de pecho. Los dos son lógico complemento uno de otro y juntos cumplen una finalidad de poder. En la concepción orteguiana del toreo, la trinchera— aún siendo un pase más largo que nunca, más ceñido y eficaz que nunca, tan apretado, bello y emocionante como nunca fue — no es más que medio pase.


Las ambiciones de Domingo Ortega no se contentan con momentos fugaces, sino con la obra total, plenamente conseguida. Y en este nuevo pase fundamental — cambiado por bajo — encuentra el diestro la plena justificación de su puesto impar en el toreo.

CON LA IZQUIERDA
Lo que en Ortega —dominio sobre la derecha, valoración nueva de la trinchera— fue una manifestación de personalidad, una aportación nueva a la ciencia y, después, el arte del toreo, en sus imitadores, que no faltaron, fue alivio, abuso, amaneramiento.

Para el diestro, tal forma de tomar los toros tenía la ventaja de que —ligando sin perder terreno— le entregaba el toro rendido con menos pases que por ningún otro sistema. Y dejaba más tiempo en la faena al recreo clásico. Sus imitadores se limitaron a copiar la parte cómoda, a fraccionar la unidad de los dos pases ligados, a transformar en rutina lo que había sido concebido como arte. Y no es a Ortega, sino a sus imitadores, sin imaginación, a quienes hay que culpar de la fama de torero que no empleó la izquierda que se ha atribuido al toledano.

Domingo Ortega no fue un artista de bagatela. Cumplida la primera parte de la faena en la forma que hemos descrito (y siempre con variantes, que unas veces hacían girar al toro sobre la rodilla valerosamente adelantada, como la proa de un barco, y otras, en la trinchera, se prolongaba en eficacia y duración con uno o dos pasos dados en dirección a la culata del toro), el diestro usó la izquierda siempre que el toro lo admitía o lo precisaba; esto de torear con la izquierda —donde está la suprema categoría del toreo— no es mero capricho del diestro, que debe improvisar en la cara del toro, acoplar la faena a las condiciones del mismo, observar y después decidir el estilo y la mano que nos darán la obra más perfecta.

Domingo que, como vimos en las fotos del capítulo anterior, toreó a la verónica por la zurda con arte soberano, empleó la izquierda siempre que los toros lo precisaron para ser vencidos antes o para demostrar el logrado dominio; esa leyenda de torero manco, sin natural, la fomentaron los mediocres, esos a los que sólo la cornada les hace salir del anonimato; pero el público de las Plazas de toros de España, el que en los atardeceres espera la hazaña más bella de su matador preferido —esa hazaña de la que ellos, espectadores, se sienten incapaces—, han tenido que ovacionar muchas veces los naturales de Domingo Ortega, no ligados sin ton ni son —como los vemos ahora con tal contumacia que parece que se torea al «pase por el pase»—, sino encaminados a construir, a embellecer la espléndida faena del más importante torero de la época.


UN PASE A LA ALEGRÍA
Y vuelvo a la corrida de aquella tarde de San Mateo en Logroño. En una de las faenas del borojeño, cuando uno de los gracilianos estaba entregado, borracho de muleta, fácil —con esa facilidad de Ortega que tantas volteretas cuesta a los aficionados en los tentaderos— el diestro, manteniendo el palo de la muleta en la mano derecha, cogió el vuelo de la flámula por detrás de su espalda con la izquierda, citó de frente, recibió al toro con un giro hacia adelante que le volvió a poner en suerte para repetir el pase y de esta forma le ligó cinco o seis en forma pausada, elegante, graciosa.

Supongo que Ortega no iría a inventar este pase precisamente en aquella tarde de San Mateo, pero sí es la primera vez que yo lo vi realizar. Y —como todo lo que es una aportación eficaz o bella— lo aplaudí. Me pareció entonces una variante muy graciosa y alegre de la giraldilla. Y como estaba de espectador del sol —hasta mucho después no tuve la mala fortuna de estar obligado a ver las corridas con ojos de crítico— me supieron los nuevos lances tan sabrosos cerno el melocotón en vino que había tomado aquella tarde de postre.

Poca imaginación hay que tener para no hacerse idea de lo que es el compadrazgo de los melocotones del Ebro o del Jalón cogidos para comerlos al pie del árbol, maduros. Jugosos, destilando zumo como una naranja, con el soberano vino de La Rioja. Les repetiré la respuesta del marido borrachín a la esposa indignada que decía:

—¡No sé qué hacer con el vino para que lo aborrezcas!

— Prueba a echarle «malacatones»... (fue la insinuación del sibarita).

A quienes me digan que relato tantos detalles de aquel día que parece que los invento, porque para esto de recordar basta querer, le responderé que por especial lucidez —hay días faustos— recuerdo perfectamente que había comido sardinas asadas, recién traídas de Santurce, lomo de cerdo con pimientos «del pico» y de postre el néctar citado. Comida celtíbera, que no evoco para que me tengan envidia; la apunto solamente como un dato para estudiar la mutua influencia de la gastronomía en los toros.

Oigo a alguno de mis lectores que dice al volver a coger el hilo del toreo:

— ¡Pero nos está hablando de la manoletina!—

Exacto. De la hoy vituperada manoletina, ese pase que según «K-Hito» no tiene ningún riesgo… para los que lo ven desde el tendido.

A mí, aquella tarde me pareció incomparable, preciso, necesario como remate de una gran faena llena de destellos fundamentales. Un pase a la alegría. Y se lo vi a Ortega cuando Manuel Rodríguez «el Monstruo» aún no había empezado a soñar con el traje de luces. Nadie tiene la culpa de que los copiones, los rastacueros, los tuercebotas del toreo hayan prostituido lo que, al nacer, era bengala de colores.

¿Qué origen tiene el pase? ¿Quién fue el primero en ejecutar este lance sobre el albero? Ya he dicho que no soy periodista de archivo. De lo que doy fe es de que Domingo Ortega tiene tanto derecho como el que más para haber dado su nombre a esta levedad giratoria de los vuelillos de la muleta.

ORTEGA EN EL PODER
La corrida de Logroño es —para este boceto—el segundo momento de los tres que recuerdo más definidores de la evolución de Domingo Ortega. En aquellos momentos, el diestro está en el poder. Domina el toreo porque —como dice el refrán taurino repetido hasta la saciedad— domina al toro. Y el arte, pleno, poderoso, pletórico, no es solamente primero entre iguales, sino sencillamente superior.


De seguro, en la valoración estética plena de su obra, en la estimación y desarrollo total de su toreo, ha influido negativamente la época en que floreció y las incertidumbres políticas de aquellos años. La política —en el sentido peyorativo de la palabra— corrompía todo y hasta los artistas eran valorados o combatidos no solamente por su real calidad creadora, sino por las ideas que tenían o se les achacaban.

Por otra parte, el ambiente general, las preocupaciones y temores por la vida de cada uno, que desembocaron fatalmente en la guerra de liberación, restaban serenidad de juicio para contemplar con ánimo crítico certero el panorama taurino de la época.

Pero no hay duda de que nos hallamos, en presencia de Ortega, ante una de las cumbres del toreo; comparable a «Guerrita» o a cualquiera de los dominadores solitarios de una época, ya que la presentida —y organizada competencia con Manolo Bienvenida (que hubiera podido situar el toreo de los años treinta en alturas pocas veces alcanzadas) se frustró por la evolución de los acontecimientos políticos, y, después, totalmente por la prematura muerte del mozo sevillano. Los aficionados lo lloraron, no sólo por la pérdida del héroe joven, sino porque con él se enterraba la esperanza que siempre aletea en el corazón de los taurinos como una ilusionante mariposa; una competencia sinceramente entablada entre dos artistas que sienten de distinto modo; que mutuamente se combatan y se influyan; que busquen el mismo fin de belleza, a través de distintos estilos, de una diversa personalidad.

Ortega queda solo en el poder no compartido. Es, en su tiempo, el prototipo del toreo clásico por la corrección de líneas, apostura sobria y elegante, el leve paso o giro de pies, el reposo y aplomo del cuerpo, la soltura y suavidad en el braceo que se comunican, el engaño en un prodigio de temple.

Es entonces cuando se produce en él un fenómeno que confirma aquella superior condición que yo apuntaba al principio de este capítulo. Ortega aspira íntegra la cultura de su época —se cultiva cada vez más intelectualmente—, pero se queda al margen de las modas; sobre todo, de las modas taurinas. No trata de ser un renovador impetuoso y agresivo cuando en el horizonte no hay figura que le haga sombra, porque se da cuenta de que los toreros que parecen más originales e individualistas son los que más dependen del capricho de cada época, los que antes pasan, los que no dejan huella.


Y Ortega la dejó. Por unos años, sus estoques —y ya está cerca la hora en que entremos a matar— parecen llevar la inscripción sin contradictores: «Viva mi dueño». Efectivamente, era el dueño del toreo, y en su soledad estaba su peor enemigo.

Pero esta es cuestión para hablarla más despacio.

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