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José Luis Lozano en la entrevista con El Debate / Daniel Vara
José Luis Lozano: «Las primeras figuras del toreo deben competir con sus rivales en las grandes ferias»
«La Fiesta es un espectáculo único: siempre puede surgir una maravillosa sorpresa», señaló José Luis Lozano en su entrevista con El Debate
Andrés Amorós
El Debate/25/02/2025
Incluso en un mundo como el taurino, donde es tan difícil ponerse de acuerdo, casi nadie se atrevería hoy a discutir la sabiduría de José Luis Lozano: es inteligente, sabe razonar, posee una enorme experiencia.
Los aficionados conocen de sobra a su familia, «los Lozano», cinco hermanos: Manolo, Pablo, Concha, Eduardo y José Luis. Este último ha sido torero, apoderado, empresario y ganadero. Por ahí comienza nuestra charla, en la sede de El Debate.
–Has tocado todos los palos del toreo. ¿Con cuál de ellos te quedas?
–Con todos. Pero, en todos, podría haberlo hecho mejor.
–Fuiste novillero, pero no llegaste a tomar la alternativa: ¿qué te faltó?
–Quizá tuve más afición al ambiente taurino que esa capacidad de sacrificio que hace falta para triunfar como torero. En broma, metiéndose conmigo, decía Luis Miguel que su padre sólo se había equivocado conmigo…
–Has trabajado con tus hermanos Pablo y Eduardo. ¿Cómo os repartíais el trabajo?
–Todo lo hemos hecho en grupo, teníamos un criterio muy cercano, bebíamos de las mismas fuentes. En algún momento, yo me he centrado más en la contratación, en los carteles. Pero te aseguro que no llamábamos a ningún torero que no fuera del gusto de los tres.
–Vuestra raíz es toledana, el pueblo de Alameda de la Sagra. Sois nietos de ganadero.
–Hemos tenido la inmensa fortuna de vivir, desde chicos, en un ambiente taurino único, escuchando a Domingo Dominguín padre, a Marcial Lalanda, a Domingo Ortega…
Nosotros vivimos una época dorada del toreo toledano. A partir de los años veinte hasta los sesenta, Toledo fue decisivo, en la Fiesta
Como sabes, Marcial era madrileño, pero se sentía muy próximo a Toledo. Los Dominguín procedían de Quismondo; Domingo Dominguín padre fue un taurino excepcional. Domingo Ortega era de Borox.
–Creo yo que existe una escuela toledana del toreo.
–Nosotros vivimos una época dorada del toreo toledano. A partir de los años veinte hasta los sesenta, Toledo fue decisivo, en la Fiesta, con la excepción de los años en los que mandó Manolete.
–Vosotros no fuisteis manoletistas.
–No lo éramos, aunque, con el paso del tiempo, cada vez aprecio más el mérito y la personalidad de Manolete. Nuestro padre sí que era partidario suyo, pero se callaba, sabía que los hermanos éramos de otra línea.
–Esa línea se basa en el dominio del toro y en el temple.
–¡Sin duda! Lo que siempre se ha dicho: parar, templar y mandar. Son las reglas clásicas, que nunca pasan de moda. Y algo importantísimo: estar por encima del toro. A todo eso, además, algunos le añaden algo de gracia, de arte, pero lo fundamental es dominar el oficio.
–Ésa es una hermosa palabra, que hay que reivindicar en el toreo, como en cualquier arte: el oficio.
–Sin oficio, un torero es un pobre hombre porque está a merced del toro. Ahora, alguna vez se reprocha a un diestro que tiene «demasiado oficio»: ¡qué disparate!
–Se ha hecho famosa una frase de Pablo, tu hermano, sobre el temple.
–Suelen repetirla: «Con temple, el toro flojo no se cae; al toro poderoso, con temple, le obligas a que pierda algo de fuerza». En esto, Pablo tenía toda la razón.
–¿Cómo recuerdas a Marcial Lalanda?
–Antes de la guerra, hablar de Marcial era hablar de un Dios. Se mantuvo como figura durante muchos años. Decían, en broma: «Duras más que Marcial Lalanda». Y, siempre, estuvo en la primera línea: si una temporada bajaba un poco, a la siguiente, volvía a la cumbre.
'No ha habido época más sangrienta, en la Fiesta, que aquella, con toros tan grandes como los de ahora pero mucho menos seleccionados, más peligrosos'
Eso, entonces, tenía un mérito muy especial, porque vio caer a muchos compañeros. No ha habido época más sangrienta, en la Fiesta, que aquella, con toros tan grandes como los de ahora pero mucho menos seleccionados, más peligrosos. Además, era inteligentísimo, daba gusto escucharle.
–Yo también he tenido la fortuna de disfrutar, escuchándole, cuando hicimos nuestro libro La tauromaquia de Marcial Lalanda. Domingo Ortega era otro personaje extraordinario.
–Eran amigos, pero eran muy distintos, dentro y fuera del ruedo. Marcial fue un gran torero, que seguía la escuela clásica de Joselito, su ídolo. Domingo, además de eso, fue un revolucionario. Tenía cualidades innatas. Sabía andarle a los toros, que es algo dificilísimo.
–Y bellísimo. Ahora lo ha recuperado Morante, en contra del estatismo amanoletado de José Tomás.
–Con poquísimas novilladas, Domingo Ortega tomó la alternativa: en Fallas, ya se hizo dueño del toreo. Rompía a los toros, pero sin violencia, con suavidad, como si los acariciara.
–El secreto, de nuevo, era el temple. A mí me contaba que todo dependía de sentir la embestida del toro en la palma de la mano.
–Solía decir que, si el toro te toca la muleta, te debe doler igual que si te hiriera. Era único. Yo le escuché a Manolo González decirle a un compañero, viendo torear a Domingo: «Lo que hace éste, no lo sabemos hacer ninguno».
–Como persona, era listísimo, pero tenía sus cosas…
–Sí, era más «zorro» que Marcial. Para enjuiciar a los otros toreros, solía recurrir a lo que había dicho un amigo…
–Es lástima que algunos toreros actuales, que no han podido verlo torear, no conozcan la película Tarde de toros, para descubrir cómo toreaba Domingo Ortega… Ya conoces mi gran amistad con Luis Miguel Dominguín. Muchos que ahora hablan de él no lo vieron torear, o sólo al final de su carrera. ¿No te parece que su imagen mundana ha perjudicado a la justa valoración de lo que fue como torero?
–Fue importantísimo. Tenía una personalidad enorme, casta, valor. Era un diestro muy largo, podía a todos los toros. Además, toreaba muy bien: con la izquierda, le he visto torear tan bien como el mejor. Y, sobre todo, no se dejaba nunca ganar la pelea. Lo demostró claramente en la corrida de la Beneficencia de 1946.
–Luis Miguel era entonces el joven ambicioso que aspiraba a quitarle el cetro al ya cansado Manolete, enamorado de Lupe Sino. A la vez, el apoderado de Manolete, Camará, le excluía de muchas corridas. Se anunció el cartel de la corrida de la Beneficencia, la única que el diestro cordobés iba a torear ese año, en España: el rejoneador Álvaro Domecq, Gitanillo de Triana, Manolete y Antonio Bienvenida. Pero Domingo padre no se rindió, visitó al presidente de la Diputación, organizador de la corrida benéfica, y lanzó un órdago: Luis Miguel torearía gratis, pagaría el valor de sus toros, todos los gastos y un donativo de cien mil pesetas. Encaja aquí la frase de don Corleone: «Una oferta que no podrás rechazar». Naturalmente, Luis Miguel entró también en ese cartel. Tú viviste todo eso de cerca.
–Lo resume una anécdota: en la Cervecería Alemana, Clarito, el poderoso crítico, le reñía a Domingo padre: «¿Quién hará que el público aguante hasta el noveno toro?». Le replicó Luis Miguel: «No se preocupe. Ya me encargaré yo de que el público no se vaya de la Plaza».
–Y lo cumplió. En el último toro, Luis Miguel desató la locura, cortó las orejas, lo llevaron a hombros hasta su casa de la calle del Príncipe. Así era Luis Miguel. ¿Cómo ves tú su rivalidad con Antonio Ordóñez?
–Los dos eran dos grandes toreros, pero eran opuestos, en el ruedo y en la calle. Tenían estilos muy diferentes. Luis Miguel era entonces la máxima figura: era más poderoso y, sobre todo, tenía esa responsabilidad que es propia de los que mandan, en el toreo. Pero ser tan buen torero y, además, guapo y conquistador, levanta muchas envidias.
–Vuelvo a vuestra carrera. Algo muy peculiar: muy jóvenes, empezasteis ya como empresarios taurinos.
–Sí, antes de los veinte años, a la vez que toreábamos: Úbeda, Villacarrillo, Huelva, Aranjuez… Nos gustaba. Es un oficio nada fácil. En los años cincuenta, era todo más improvisado que ahora. Aprendimos mucho en América. Años después, logramos llevar Vista Alegre, Valencia, Zaragoza y Las Ventas.
–En 1964, cogisteis Vista Alegre. ¿Cómo llegasteis a eso?
–Todo empezó porque El Cordobés (entonces, El Renco) se dio a conocer en una novillada sin caballos. Vimos el fenómeno que era, organizamos una novillada en el coso de Los Tejares, en el mes de julio, a las ocho de la tarde. A pesar de que hacía un calor terrible, la Plaza se llenó.
El Pipo, su apoderado, nos había exigido que le pagáramos en billetes pequeños. Cuando vinieron a cobrar los dos y vieron el montón de billetes, Manolo se asombró: «¿Todo eso es para mí?». Quería darle una parte mayor al Pipo, pero éste le dijo: «¡Quédatelo! Ya llegará el momento en que me lo discutirás».
–Después de ese éxito, ¿qué se os ocurrió hacer?
–Organizamos una novillada en Manzanares. La anunciamos: «A una hora de Madrid, El Cordobés». La Plaza se llenó a reventar, incluso el callejón estaba repleto, había allí hasta madres con niños. Yo pensaba: «¡Que no salte el toro!». Creo que no se atrevió, al ver a tanta gente. Recuerdo que acudió, desde Madrid, Alfredo Di Stéfano, amigo de mi hermano Pablo. Sólo se quejó de una cosa: «¿Quién ha dicho eso de una hora?».
–Después de ese éxito, os llamaron los Dominguín, que eran los propietarios de Vista Alegre.
–Así fue. Luis Miguel estaba retirado. Dominguito, su hermano mayor, se había metido en el negocio del cine, con el escándalo de Viridiana, de Buñuel, que ganó el Gran Premio de Cannes y fue prohibida por la censura española.
–Lo recuerdo muy bien. Televisión Española dio la noticia triunfalmente, pero, al día siguiente, L’Osservatore Romano condenó la película, por blasfema: la censura española la prohibió y tuvieron que salvar los rollos de celuloide pasándolos a Francia, escondidos entre los trastos de torear de Pedrés. ¿Cómo organizasteis lo de Vista Alegre?
–Hicimos una sociedad con los Dominguín, para gestionar la Plaza. Teníamos menos dinero que los empresarios de Las Ventas, pero lo suplíamos con desparpajo e imaginación. En San Isidro, montábamos alguna corrida con los toreros que habían quedado fuera de los carteles. Después, dábamos algunas corridas con el toro-toro y varias novilladas. Recuerdo una frase publicitaria de entonces: «El muerto, al hoyo, y el vivo, a Vista Alegre».
–Era muy agradable ver toros allí. Además, esa Plaza jugó un papel importante, para la Fiesta.
–Estabas en Madrid y, a la vez, el ambiente tenía un poco el encanto de un pueblo. Permitía que los novilleros se foguearan, con un tipo de reses y con una exigencia del público distinta a la de Las Ventas.
–Surgió entonces La Oportunidad. ¿A quién se le ocurrió la idea?
–A mí, leyendo el periódico Pueblo, al ver las fotos de unos maletillas. Hablamos con Emilio Romero, el director del periódico, para que apoyara la iniciativa. Decidimos que sólo podían acudir los que no tuvieran carnet de profesional taurino.
'Era como llevar a la práctica eso de que, en España, todos han querido ser toreros. Acudieron personajes de todas clases, hasta Camarón de la Isla'
En dos años, se presentaron cerca de mil quinientos maletillas. Era como llevar a la práctica eso de que, en España, todos han querido ser toreros. Acudieron personajes de todas clases, hasta Camarón de la Isla. Buscábamos formar carteles atractivos, combinando a un joven que tuviera ya cierta técnica con otro, más llamativo.
–A través de aquella Televisión Española, en blanco y negro, media España se emocionaba entonces con las andanzas de estos chiquillos que querían ser toreros. Supongo que surgirían muchas anécdotas pintorescas.
–¡Infinitas! Te cuento sólo una: se presentó un personaje que trabajaba en una especie de cabaret –por decirlo así–, en la Plaza de Santo Domingo. Quiso torear y lo anunciamos, pero no nos fiábamos. El día de la corrida, fuimos allí a buscarlo, en el coche, para llevarlo a la Plaza, no se fuera a echar atrás. Las chicas salieron a despedirlo. Luego, se dejó el toro vivo…
–También salieron de allí algunos profesionales.
–Bastantes banderilleros, El Platanito y, por supuesto, Palomo Linares.
–Él fue vuestra gran apuesta; luego, vuestro gran amigo. ¿Qué visteis en Sebastián, cuando era maletilla?
–Por la mañana, hacíamos una prueba de ocho a diez becerros, para seleccionar a los jóvenes que mostraran ciertas condiciones. Sebastián era un chiquillo muy nervioso, nos decía: «No me va a tocar nunca». Decidió acercarse a Pablo, que le pareció el más blando, y éste accedió a verlo torear.
La opinión de Pablo fue tajante: «He visto a un chaval con un valor… Le ha cogido siete u ocho veces y se ha vuelto a poner, sin mirarse». Le ofrecimos torear él solo un becerro, que fue muy bravo, y todo le salió perfecto. Lo que es el destino: lo cogimos como becerrista y llevamos toda su carrera, hasta el final.
–¿Qué cualidades tenía?
–Era muy listo, temperamental; tenía mucho valor y algo que es imprescindible para llegar a primera figura: una confianza en sí mismo absoluta. En todos los momentos difíciles de su carrera, que fueron bastantes, cuando nos veía preocupados, era él el que nos tranquilizaba: «Eso lo arreglo yo esta tarde». Y lo hacía. Esa confianza la tuvieron también siempre Luis Miguel y Paco Camino, por ejemplo. En cambio, le faltaba a José Mari Manzanares padre, por muy bien que torease.
–¿Cómo vivisteis la tarde que cortó el rabo en Las Ventas?
–Pablo ya lo había pronosticado: «El día que Sebastián cuaje un toro en Madrid, corta el rabo». La gente estaba muy dura con él, en esta Plaza. Se fue al centro del ruedo y brindó, pero, claramente, dejando fuera del brindis a una parte del público. Se echó de rodillas e hizo algo que entonces no se veía: torearle por bajo, con temple, mandando, muy relajado. La Plaza era un manicomio. ¿Qué hubiera pasado si no le dan el rabo? Yo creo que queman la Plaza. La polémica grande surgió al día siguiente, cuando algunos se rasgaron las vestiduras.
–Como empresarios, lo más importante que lograsteis fue llegar a Las Ventas, en 1990.
–Nosotros llegamos ya cuajados, muy preparados, con mucha experiencia, que habíamos adquirido en las Plazas americanas. Además, Manolo Chopera había hecho un excelente trabajo.
–¿Recuerdas con alegría esos catorce años como empresarios de Madrid?
–¡Desde luego! Hubo problemas y broncas, como es lógico, pero, en conjunto, la afición respondió muy bien. Para ser empresario de Las Ventas, hace falta tener mucha mano izquierda. Creo que nosotros la demostramos, por ejemplo, al lograr que Victorino volviera a lidiar en la Plaza. Además, por primera vez, se retransmitió entera por televisión la Feria de San Isidro. Creo que eso es fundamental, para la difusión de la Fiesta.
–¿Te gustaría que tus sobrinos llegaran alguna vez a ser empresarios de Madrid?
–¿Cómo no? Esa es la cumbre, para cualquier profesional.
–También sois ganaderos, de Alcurrucén.
–Eso es lo más difícil de todo, lo más romántico. Habitualmente, te haces ganadero al final de la carrera taurina. Ahora es todavía más difícil, porque hay muchísimas más trabas administrativas. Un ganadero de antes llevaba la ganadería entera en su libretita. Ahora, te exigen mucho más.
–¿Por qué elegisteis el encaste Núñez?
–Teníamos dudas, pero yo encontré el argumento decisivo: «Si uno de nuestros toreros va a tomar la alternativa, ¿qué ganadería elegimos para ese día, si podemos? Núñez». Estaba claro. Llevamos ya con ese encaste más de treinta años, más que el propio don Carlos Núñez.
–Con vuestros toros, se ha abierta la Puerta Grande de Las Ventas una docena de veces. Algunos toros de este encaste salen manseando, pueden poner al público en contra.
–Pero luego suelen ir a más. Es bueno sorprender al público con un toro que va a más, si el torero sabe sacar el fondo de bravura que tiene: se le da mayor mérito, a la faena. A nosotros, nos interesan sobre todo los finales del toro. Cada ganadero debe ser fiel a su encaste.
–En la temporada que ahora empieza, vais a lidiar en Madrid y en Sevilla, pero las primeras figuras no suelen elegir vuestros toros. ¿No te parece que el actual predominio del encaste Domecq quita variedad al espectáculo?
–Sin duda. Los toreros deben conocer la variedad de encastes: eso les ayuda a mejorar su oficio. Últimamente, se ha seleccionado mucho buscando la comodidad del torero, un toro más obediente.
–¿Qué toreros destacas, en los últimos años?
–Dos, que, a lo largo de su trayectoria, se han sabido reinventar. Ahora mismo, Morante no sólo torea con arte, sino que ha adquirido el oficio clásico, el que se necesita para ser un torero de época. Y El Juli ha toreado mejor que nunca al final de su carrera.
–¿Qué te parecen los carteles de Sevilla y Madrid?
–Reflejan bien las peculiaridades de cada Plaza y el momento actual de la Fiesta. Hay algo que no me gusta: las primeras figuras deben competir con sus rivales, en las grandes Ferias. Esa rivalidad es necesaria para atraer a los aficionados. Cuando Roca Rey no lo hace, creo que se equivoca.
–Ya lo hizo José Tomás. Última pregunta: después de tantos años y de tantos oficios taurinos, ¿no te cansas? Si no fueras profesional, ¿continuarías yendo a los toros?
–El verdadero aficionado no se aburre nunca. Además de otras muchas cosas, la Fiesta es un espectáculo único, en el que siempre puede surgir una maravillosa sorpresa. A mí, me encanta ir a las novilladas, ver la ilusión de los jóvenes que empiezan.
No cabe duda: José Luis Lozano es un sabio del toreo
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