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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

lunes, 14 de julio de 2025

De aficionados de Puerta Cerrada / por Vicente Llorca

El Tiemblo

De aficionados de Puerta Cerrada

Vicente Llorca
De todos ellos, quizá el más radical sea Garcerán. Ha llevado su enorme afición hasta el punto de que ya no va a los toros.

–Yo soy una persona seria. Yo no voy a los toros.

Es lo más coherente. Aficionado de toda la vida, allá en la clásica andanada del 9, Jaime me dijo que allí arriba apenas hablaba con nadie una vez que la corrida había empezado. A mí me había contado una mañana, en el sosiego de la taberna, de una mitología madrileña que yo no había conocido y que era parte de su memoria –la de él y la de sus ancestrales compañeros de la andanada. Estaba formada por los toreros que en el agosto ardiente de la capital bajaban a torear las ganaderías del verano: las de Cortijoliva, Luciano Cobaleda, Tulio Vázquez o Enriqueta Moreno de la Cova. O de esos hierros un tanto ultramarinos, de nombre épico, que venían de un Portugal aún colonial, con posesiones allende los mares: Ortigao Costa, Vasconcelos e Souza d´Andrada o Pinto Barreiro. Recordaba los carteles de plomo, de una solidez estoica que luego los años habían desdibujado. 

Los matadores eran Dámaso Gómez, Sánchez Bejarano, Raúl Sánchez o un Andrés Vázquez por el que siempre había sentido debilidad – aunque el que mejor había toreado una tarde era Rafael Ortega, el del Puerto, señalaba después.

Una mañana, en que yo estaba tomando un café en la finca de Miguel Zaballos, le llamé para comentarle un cartel que figuraba en la pared. Era una novillada de junio de 1966. En él aparecía, junto al Paquiro y Manuel Linares, de quienes nada sabía, el nombre de Alejandro García Montes, diestro efímero de quien se dijo alguna vez había inventado el toreo. Garcés recordaba perfectamente el cartel y aquella tarde. Y me confirmó que éste último toreaba muy bien, aunque no hubiera ejercido su magisterio más que en una, o ninguna, rara ocasión.

A mí me gustaba preguntarle por esos toreros efímeros, fascinación de una tarde, a los que luego nadie había vuelto a recordar. Los había visto a todos y coincidía –en la mayoría– en haber presenciado, un instante, aquella fugaz aparición, perdida en el calor del verano luego. Había visto a Aurelio García Higares, Alfonso Merino, Luis Alfonso Garcés y a Agustín Parra, “Parrita”. También recordaba la corrida en la que Manuel Amador dio una vuelta al ruedo después de haber toreado con el capote. Y por supuesto, la tarde en la que Antonio Bienvenida sacó su toro del caballo a punta de esclavina, sin un solo pase, devolviéndolo luego a la querencia del burladero del 3, donde había empezado el quite. (Se sentó en el estribo, recordaba, y sacó a saludar, sonrisa incluida, a sus compañeros de esa tarde, recordaba también).

Los había visto a todos. Su austeridad –una austeridad republicana, como no se cansaba en proclamar– le había llevado a no volver a la plaza, a asistir a un espectáculo menor, donde la comedia había suplantado a la tragedia, que era la clásica razón de ser del toreo. Y a la lírica, en el fondo. Una tarde, sin público alrededor, nos confesó que el mejor torero que había visto en su vida había sido Pepe Luis Vázquez –el hijo, claro. (La edad no le alcanzaba a haber conocido al padre, el maestro de San Bernardo). Era, en medio de tanta seriedad azañista, la revelación de una secreta añoranza lírica. La cual nunca alcanzó a asentir, con nosotros, al toreo de un Juan Ortega a quien veníamos de ver en Aranjuez y de recordarnos a un Pepín Martín Vázquez, a quien ninguno habíamos visto, tampoco.

Cuál era el lugar de estos aficionados secretos, me pregunté más de una vez. Qué hacían en medio de un Madrid que había perdido todos sus rincones. Cómo pasaban el invierno...Ya no quedaba ninguna taberna con mostrador de zinc en Puerta Cerrada. Dónde se ocultaban ahora que Revuelta, Casa Puebla, Gayango, La Trucha, Cruz Blanca, Viña P… habían desaparecido. O la tertulia en la librería de I., masón reconocido, en donde la actualidad política de las conversaciones nunca llegaba más cerca de la figura de Diego Martínez Barrio, otro masón confeso. (El dueño. I., me reveló una noche, en un antro cercano a la taberna del Almendro, que su torero preferido había sido El Viti. Y que en una tarde más cercana el toreo al natural de José Ignacio Sánchez le había recordado su antiguo fervor castellano. 
Garcerán escuchaba en una esquina, enfurruñado ante tanta ligereza). Qué hacían las largas tardes de invierno los serios, minuciosos, ancestrales aficionados madrileños…Dónde se metía don Antonio, el pausado sastre del barrio de Delicias, padre de nuestros amigos Armando y Ernesto, a quien desde el principio de la temporada veíamos siempre recorrer, solitario y calmo, el pasillo de arriba rumbo a su abono en la andanada.

Nunca aplaudía, nos decían sus compañeros de localidad, y nunca se perdía ninguna. Siempre iba solo.

–¿Quién torea hoy, padre? –le preguntaban en casa a veces, mientras se preparaba para salir.

–Pele y Mele – contestaba éste, invariablemente.

Sonreía al vernos, como dueño de un austero secreto. La última tarde que había aplaudido a alguien, nos comentó su hijo Ernesto, había sido a Domingo Ortega en una fecha remota. El resto era silencio. Pero eso sí, añadió, no se perdía ni siquiera las becerradas gremiales de los jueves de antaño, las de los zapateros y los curtidores.

Aficionados silenciosos, dueños de un repertorio que desdeñan enseñar. Se perdían en las calles de la Guindalera luego, rumbo a un refugio que no podíamos concebir.

Otra mañana llegué al prolijo lugar de san Martín de Valdeiglesias, pasada la sierra de Ávila, adonde había quedado para comer con Jaime, el crítico taurino que también había visto todas las tardes. Frente a la plaza de toros, de moderna construcción, el pueblo exhibía su tardía conversión a un nuevo paisaje. Hecho de bloques nuevos, anuncios de comida turca, terrazas con luces de neón, profusas señales de aparcamiento… Un calor antiguo, parecía, era cuanto quedaba del antiguo pueblo serrano. Pero ya no había que subir al monte a trabajar las viñas, como antaño, y el calor se pasaba en las terrazas. En el bar, formidable y ruidoso, me esperaba Jaime junto a Fernando, antiguo torero, que había regresado a la sierra después de muchas batallas en otros tiempos y es la discreción en persona.

Era muy fácil reconstruir con él el dibujo de otro paisaje en la sierra, detrás de las recientes autovías. Era un mundo agreste que yo no conocía y que constaba, también, de pequeñas ganaderías en el monte, entre carrascos y los formidables berruecos de piedra que aún amenazan a los pueblos abajo. Los capas se sentaban sobre las paredes de granito de los tentaderos, a esperar su turno, y subían hasta las fincas, nos contó, andando por las trochas porque era casi la única manera de llegar a ellas.

Más tarde, junto con Jaime, reconstruimos la historia de su generación madrileña, una generación taurina de deslumbrante aparición y azaroso transcurso después, con tantas luces como sombras –y el inevitable olvido al fondo. Fernando los había conocido a todos, también, y en su discreción, recordamos los nombres de los que, una tarde, nos habían deslumbrado, se habían perdido en qué senderos de la sierra luego.

Otro día comimos en el mismo bar, un mediodía no menos estival. Esta vez venían José Suárez, el antaño crítico del “El País”, ameno escritor y contertulio siempre, y García Borrega, sabio mejicano, que guarda una memoria de haciendas vacías por la Revolución e insurrecciones cristeras, a despecho de su actual residencia en la comarca de la Alcarria, ayuna de zapatistas y dioses aztecas adoptados por el santoral católico.

Terminamos hablando de ese instante, fugitivo, en que el toreo aún antiguo y esforzado de Juan Belmonte se convierte en el toreo, ligado y sin esfuerzo, que en la posguerra personalidades como la de Manolete iban a convertir en canónico. En algún momento debió de producirse la transformación… Pepe Alameda, conveníamos, señalaba ésta en la famosa tarde de la faena de Manolo Chicuelo a Corchaíto, la de los naturales ligados en el ruedo de la carretera de Alcalá – la que Gregorio Corrochano, tajante crítico del ABC de entonces, no supo o no quiso ver.

Pero nosotros buscamos siempre toreros más raros, instantes que, sentimos, la crítica no supo reconocer en su momento – y que, curiosamente sí recoge Eladio Amorós en un somero prólogo a su “El toro charro”, un breve libro de 1942. Como Victoriano de la Serna“el que le bajó las manos a Belmonte”–, el efímero Juan Luis de la Rosa o el desgraciado Manolo Granero, cuya deslumbrante carrera termina a los veinte años, después de que el público hubiera afirmado que veían de nuevo a Joselito el Gallo, cuya ausencia no fue nunca superada.

En algún momento, aún no sabemos cuál, convenimos, el toreo había cambiado. A los postres, se levantó un señor gordo y cortés, natural de El Tiemblo nos dijo, que comía en una mesa cercana con su mujer, no menos gorda y educada, y una joven que prometía la misma hermosura, y nos agradeció la comida que, según él, le habíamos dado hablando de leyendas que guardaba en su memoria, por haberlas leído, y de las que no había oído hablar en años. Se despidió cortésmente y vimos que nos había invitado a los cafés. Nuestro amable comensal, comentamos luego, guardaba un mundo remoto, también, distante de las celebraciones dominicales, y era, de nuevo, otro aficionado secreto. Esta vez de El Tiemblo, ancestral villa entre montes y viñas arruinadas, como la describió alguno.

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