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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

viernes, 26 de julio de 2013

RAFAEL ORTEGA, OTRO TORERO QUE SE OLVIDÓ DE SU CUERPO / Por JESÚS CUESTA ARANA


Rafael Ortega

Un primer espada de la crítica Cesar Jalón Clarito, apuntaba a Rafael Ortega como “un torero de cuerpo espeso, cuello escaso y en fin, mal conformado”. ¿Qué conformación física tiene que tener un torero? 

OTRO TORERO QUE SE OLVIDÓ DE SU CUERPO

JESÚS CUESTA ARANA / EL SUR DE LUCES
La figura del torero se ha movido siempre desde el arquetipo. A veces, como concepción simplificada del modelo originario o al variado muestrario de tópicos y estereotipos. Algunos de ellos fraguados en el siglo XIX al eco del romanticismo. Tanto la literatura como las Bellas Artes dan fiel testimonio.

El torero juncal, cimbreño, “moreno de verde luna”, fachendoso; con marcha castiza y abalorios o con todos sus avíos deslumbraba a la parroquia y sobre todo al mujerío de rompe y rasga. La imagen del torero bien plantado era connatural a la “gente del bronce” con su espesa atmósfera de juergas, mancebías, tabancos, timbas y humo. Por otra parte, en el Cossio. en La Lidia o en cualquier revista de la época se retrata una plétora de toreros corpulentos ajenos al ideal físico y aparentón: Manuel Domínguez Desperdicios, (conocido también con el horrendo mote de Jaca Tuerta); Antonio Carmona El Gordito, Antonio Sánchez EL Tato, José Sánchez del Campo Cara- Ancha, Luis Mazzantini, Rafael Guerra Guerrita… por no citarlos a todos y que fueron claves para hilar el toreo. No obstante, –trabajado el tiempo– el torero se fue mirando poco a poco por dentro. Aquel torero decimonónico que ha tabaco y a sudor tenía que oler, ha tenido su contraposto en otra imagen alejada de lo puramente físico. Con otra filosofía u otra estética y ética basada no en la apariencia, sino en lo puramente sustancial. Aunque hayan habido toreros de todas las épocas que hayan rendido culto al cuerpo. Pero eso es algo intrínseco a la persona, sin necesidad de vestirse de luces. En la comedia humana hay un rico y variado muestrario.

La historia señala a un puñado de toreros en la otra orilla de la belleza objetiva. De Juan Belmonte decían las mocitas trianeras “feo en la calle; bonito en la plaza”. A Manolote en sus comienzos le llamaron “cigarrón vestido de luces”. A Mazzantini, ventrudo currutaco. A Nicanor Villalta, ya con cierta edad, en Madrid le llamaron zangolotino. ¡Para qué seguir…! No hay que echar al costal del olvido que la conformación física del Pasmo de Triana fue determinante a la hora de asentar el toreo moderno (brazos largos como hechos para torear y piernas cortas y poco ágiles que sin embargo no fueron rémora para parar el toreo).


La fortaleza torácica de Rafael Ortega le ayudó con la espada y además dotando a la suerte de un alto valor estético o plástico. La imagen viril de un hombre haciendo la cruz y volcándose a carta cabal sobre el morrillo del toro. En palabras de Pemán: “Las maravillas plásticas del arte de torear tienen una razón estética fuertemente ligadas a una razón anatómica”. Este aserto se puede ilustrar a la perfección contemplando –un ejemplo– la media verónica de Belmonte y la estocada de Rafael Ortega. Sus cuerpos se transfiguran de tal manera que producían aire dentro del aire. En la quietud fotográfica abunda más la estética –en esa fugacidad del instante– más que en las imágenes en movimiento. Por eso Rafael Ortega se alistaba con el mago de Triana a la hora de torear, de ejecutar las suertes. Se dejaban olvidado el cuerpo en casa y se transformaban en esencia y sustancia. “Lo esencial es invisible a los ojos” (Saint-Exúpery).

Rafael Ortega, el torero de la Isla, sabía que era en el corazón donde se anidaban todos los misterios de la vida. O lo que viene a ser lo mismo: “El arte –según Torrente Ballester– es un juego con la realidad. Un juego serio porque sale del corazón”. Y más serio todavía en el arte de torear porque está en juego la vida del artista.

Un primer espada de la crítica Cesar Jalón Clarito, apuntaba a Rafael Ortega como “un torero de cuerpo espeso, cuello escaso y en fin, mal conformado”. ¿Qué conformación física tiene que tener un torero? Que vengan los sabios y echen sus cuentas y lo expliquen. La historia esta cuajada de toreros magníficos con desigual porte físico: altos, bajos, anchos, entecos, gráciles, desangelados que han dejado una vida gloriosa en la Tauromaquia.

¿Quién no recuerda al inolvidable Miguel Márquez o al mismísimo Ruiz Miguel crecerse ante divisas de gran alzada? Dos casos claros –por no mentar más– de transfiguración. Se me viene ahora a la mente (o las mientes) la graciosa observación de una gitana vieja que oyendo cantar a Silverio Franconetti, en estado de gracia, dijo : “Canta mu bien, mu bien; paro le encuentro un defecto: que tiene los pies mu grande”.

Siempre con el eterno dilema del fondo y la forma. Es fácil suponer que no hay fondo sin forma, como no hay forma sin fondo. Una cosa no excluye a la otra. Un aforismo antiguo dice.” Los ojos para ver; la mirada para sentir”.


Ángel Fernando Mayo apela también a la figura de Rafael Ortega como “recia, ancha, no elegante o graciosa, de pajizo vaquero de los esteros de San Fernando – (¿ ?)– o de rubio marinero de la escuadra de Nelson” (uno diría más bien de almirante). La concepción de elegancia en el toreo es un sacramento de difícil administración. De dudosa vitola. Al valiente torero Cayetano Sanz, por su porte y presencia, lo llamaron de por vida “ El Petronio del Toreo”. El arte y la ciencia del toreo es gracia interior, ingénita. Duende o ángel a discreción o buenas maneras o saber hacer las cosas con donaire; pero nunca elegante. De la elegancia en el toreo al estilismo o la afectación hay el canto de un duro o de un euro.

Sin embargo, Rafael Ortega era elegante en la plaza y en la calle. ¡Con qué elegancia natural lucía la capa española! El que escribe –tuvo la suerte de hablar muchas veces con el maestro– lo recuerda una noche fría en Alcalá de los Gazules, con motivo de unas charlas taurinas. Se presentaba el torero impecable. De pronto, vino una racha de viento a perturbar su cuidada compostura removiéndole violentamente la capa negra con vuelta roja (que lucía tan airosa como Fuentes Bejarano) y con un movimiento torerísimo de brazos, –como una especie de galleo– volvió a componer o a recomponer su figura torera.

Rafael Ortega no olía –ni quería oler– a torero. Sino que su figura, su memoria, su entendimiento y su voluntad (como las tres potencias del alma que se decía) evocaba más bien la de un sabio en Tauromaquia. Tan sobrio y tan luminoso a la vez como una pirámide de sal.

Rafael Ortega echó el cuerpo en San Fernando a la par que su espíritu torero. Nació, vivió y se fue en la Isla entre la luz del campo y la mar. Por compostura y carácter fue un clásico; no separó nunca sus ojos del pasado. Siendo como era un torero al abrigo de la Bahía de Cádiz, su toreo tenía en cambio el sabor de la Serranía de Ronda. Concibió su obra desde la gravedad sin floreos, ni alharacas. La manera rondeña de torear era la que mejor le cuadraba a su perfil anatómico. Un artista científico que tenía el toreo en la cabeza, pero alumbrado por el corazón. Su entrega lo llevó más de una vez al descansillo de la muerte. Sabedor era el isleño que hay toreros que tienen el corazón en la boca y otros la boca en el corazón. Que no es lo mismo torear– en la prédica de Gregorio Corrochano –que saber torear. Y que mientras, hasta que el mundo sea mundo, habrá quienes saben lo que hacen o hacen lo que saben. El arte de torear al fin y al cabo, se sublima –entre otras cosas – venciendo al miedo con razonamiento y sueño.

Añadir leyenda
Rafael Ortega, en apariencia, en boca de algunos, no tenía hechuras de torero ¿Para qué? En su obra queda elocuentemente desmentida tan triviales observaciones. A la persona –o al artista en este caso– se le mira por los ojos. Rafael Alberti vio y miró los ojos de Picasso. Rafael Ortega tenía una mirada torera. Una mirada clara. Una mirada azul purísima tal el color del terno de torear que le gustaba lucir.

La travesía íntima y sentimental de Rafael Ortega Domínguez, la hizo siempre en la Isla de su “arma”. A la vera de su esposa Pepita, con la sonrisa siempre abierta… a pesar del sufrimiento de ser la diosa amada de un torero que se la jugaba cada tarde. Y los hijos que siguen la rastra luminosa que dejó un hombre cabal, que se fue de este mundo –como en el sentir machadiano– “desnudo como los hijos de la mar”. Triunfó. Alcanzó la gloria a la vez que le castigaron los toros como en los precioso versos de María del Carmen Feria escritos como si fueran para él: Va por un mar de cornadas/en su barquito velero.

No era un torero Rafael, no, de duende, ni de musas parnasianas sino de divinidades cañaíllas como brotadas de los esteros, de la entraña y espíritu de la tierra y del aire. Toreó como era –sincero y limpio– y como fruto de un paisaje sureño que iba de la dehesa a las salinas. Con santa razón escribe otro Ortega –Ortega y Gasset– que: “El ambiente es uno de los ingredientes de nuestra personalidad, cada uno es por mitad lo que él es y lo que es el ambiente donde vive”. El torero de la Isla era un trasunto de su tierra; aunque por su toreo soplaran los vientos de Ronda. Era un torero enterizo, pero navegante también por los mares de Heráclito. Armonizaba a la perfección los contrarios. Era antibarroco y romántico. No se adornaba como torero pero lucía capa española. También era un clásico; pero dominado por la expresión. Parco y serio en vista de la galería, pero ocurrente, sentencioso y divertido en la intimidad. Tenía los pies en el suelo de la misma manera que clavaba las zapatillas en la arena. A través de su rotundidad física iba y venía un ser entrañable. En su testa cana se cobijaba la biblioteca de Alejandría de “saberes” taurinos. Un auténtico maestro. Un antidivo. La impronta del arte modelaba su cuerpo cada tarde.

La suerte de matar de Rafael Ortega era un monumento viviente de arte efímero y que ha tomado cuerpo y vuelo inmóvil en una escultura de bronce dedicada a él y que vestirá para siempre su memoria de luces.

El inolvidable poeta Rafael Belmonte (hermano del Pasmo) escribió éste rotundo poema inspirado en el torero isleño llamado La estocada:

Quieta la planta, derecho

perfila el bruñido estoque

gira el cuerpo dando el pecho

buscando gallardo el choque.

La bestia sigue engaña

el vuelo de la muleta

y el hombre la planta quieta,

hunde en lo alto la espada.


La huella del tiempo al son de la memoria fue tallando su figura de venerado maestro. Un cuerpo más épico que lírico. Nunca su cuerpo fue vara de mimbre sino fuste de columna clásica, toscana tal vez. Un cuerpo con mucha vergüenza y sangre derramada (más de una vez el hada negra de la muerte se lo quiso llevar). Una conjunción del toreo y la persona: hondo, serio, honesto, sin ventajas. Una pureza con capote y muleta y supremo con el estoque.

En un tentadero –un torerillo en ciernes– le preguntó azorado al Pasmo de Triana:

– Maestro… ¿Qué hay que hacer para torear bien?

No tardó en llegar la respuesta del genio con su proverbial tartamudeo.

– Mu- mu – mu sencillo; olvídate de que tienes cuerpo.

Rafael Ortega, otro torero que se olvidó de su cuerpo. Por eso toreó como toreó. Y con la espada el toro se mataba solo. Una vez escuché decir a una vieja aficionada en Triana –Esperanza la del Maera– que mirando el traje de luces vacío de un gran torero es fácil imaginarlo dentro. Genial. Todas las cosas conservan el alma de sus dueños.

Rafael Ortega, echó un día en el olvido su cuerpo; pero su recuerdo quedará siempre como una razón incorpórea reflejado en el espejo de los tiempos.

En San Fernando, la Isla, –con la vigencia de las gaviotas– siempre darán razón por él. Siempre.

Rafael Ortega con el crítico Luis y Rivas y Jesús Cuesta Arana

1 comentario:

  1. eso es una exageración que Rafael Ortega fuera tan mal dotado de su cuerpo,
    pero demostrar su fortaleza mental y física

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