Pues bien, pensamientos así se le vienen a uno a la mente leyendo El descubrimiento de Europa: Indígenas y mestizos en el Viejo Mundo, de Esteban Mira Caballos, pues hay en él unas cuantas historias fascinantes que uno quisiera ver en la pantalla, contadas además desde una perspectiva a la que estamos poco habituados. No se trata esta vez de aquellos que partieron hacia América y de lo que allí se encontraron (en torno a medio millón de europeos y 300.000 africanos entre 1492 y 1650), sino de los nativos americanos y mestizos que hicieron el viaje en sentido inverso. Fueron varios miles, unos forzados como esclavos, otros llegaron de forma voluntaria por variopintas razones. Para todos ellos el choque cultural debió ser extraordinario, como viajar a otro mundo. Hubo casos en los que hicieron fortuna mientras que otros salieron peor parados, pero en términos generales contaron con el amparo de la Corona, que protegió sus derechos, atendió sus reivindicaciones y pagó el viaje de vuelta a aquellos que no quisieron instalarse definitivamente en España. Aunque hemos de remontarnos aún más atrás en el tiempo para conocer mejor sus circunstancias.
En las Partidas de Alfonso X, allá por el siglo XIII, quedó establecido que no debía esclavizarse a cristianos, así que en 1492 una vez que Isabel reconoció a los indígenas como vasallos y se estableció el objetivo de evangelizarlos, se deduce que no podrían ser esclavizados. Así terminó siendo, aunque el proceso no fue inmediato y estuvo sujeto a titubeos y contradicciones. Ya con los primeros indígenas que capturó Colón para traérselos a España comenzaron a surgir fricciones, con la reina exclamando airada al enterarse «¿Qué poder tiene mío el Almirante para dar a nadie mis vasallos?» y en el año 1500 ordena que sean liberados (unos 300 en total) y devueltos a la isla de La Española de la que provinieron. Fue un importante precedente que marcaría la historia posterior.
El paso atrás se produjo en 1503, cuando se estableció la excepción con los caníbales —práctica abominable a ojos de las autoridades—, a los que sí se podría capturar y vender. El problema que esto trajo es que entonces ningún indígena estaría a salvo de ser acusado de tal comportamiento a cargo de comerciantes sin escrúpulos. Unos años después, ya en 1528, la Corona fue consciente de la situación y ordenó la prohibición de traer esclavos indígenas de América bajo cualquier circunstancia. Disposición que en algunos casos siguió sin cumplirse, por lo que fue reforzada por otras similares hasta llegar a la promulgación de las Leyes Nuevas de 1542:
«ninguna persona puede traer, ni enviar, indio alguno con licencia ni sin ella, aunque pretenda ser su esclavo y tener derecho para ello, ni de los que fueren libres, aunque digan que quieren ir de su voluntad».
La idea subyacente en esta medida estaba anclada en el universalismo humanista cristiano, una intuición moral sintetizada en la frase de Bartolomé de las Casas: «todos los hombres son uno». Señala Esteban Mira,
«la prohibición de su trata supuso un hito social notabilísimo, sin parangón en otros países de Europa. De hecho, ni Francia, ni Gran Bretaña, ni Holanda llegaron a prohibir la esclavitud indígena, por lo que se prolongó en el tiempo hasta el siglo XIX».
Esto no nos lo contó Spielberg en Amistad, lástima que, como decíamos al inicio, tampoco lo narre ningún cineasta español…
Muchos de estos indígenas esclavizados se encontraban en Sevilla, que era el puerto por el que se realizaban todos los intercambios con América, así que se procedió a realizar registros y liberar a aquellos que se encontrasen cautivos, obligando a sus antiguos dueños a pagarles el viaje de vuelta a aquellos que quisieran regresar o asumiendo la propia Corona el precio del pasaje. Otros llevaban años sirviendo como criados en diversas localidades españolas y su condición de esclavos ocultada por sus dueños, así que, como a menudo ya sabían hablar castellano y se habían adaptado a las costumbres españolas, lo que hicieron fue recurrir a la justicia buscando su liberación. Contaban con la ayuda del Consejo de Indias, que estableció un abogado de oficio («procurador de pobres») para quienes no pudieran costearse un abogado y se estableció que durante el proceso el demandante no sufriera maltrato o fuera vendido para evitar represalias de su dueño. La liberación del esclavo incluía además en ciertas ocasiones una indemnización económica para él a cuenta de su antiguo dueño y en no pocos casos los ya liberados testificaron y asesoraron a quienes aún permanecían cautivos. Esto significa que algunos ya no regresaban a América, quizá por estar muy aculturados y sin lazos con su tierra de origen.
Hemos hablado hasta ahora de quienes llegaron a España forzosamente durante la primera mitad del siglo XVI ¿Qué hay de quienes vinieron por propia voluntad? Los viajes en barco eran peligrosos y el choque inmunológico en la salud de los indígenas americanos con las ciudades europeas conllevaba altas tasas de mortalidad, así que eran pocos los que lo intentaban y menos quienes lo lograban, pero hubo casos. Tan pronto como en 1509 los indígenas fray Micael y fray Diego acudieron en peregrinación a Santiago de Compostela. Otros lo hicieron por motivo de estudios, como es el caso de un tal Juan Antonio —los nombres de los indios siempre se españolizaban— que llegó a graduarse en derecho en la Universidad de Salamanca y publicó en 1574 una gramática latina.
Sin embargo, la mayor parte se trataba de nobles y caciques americanos que querían reclamar sus derechos y privilegios ante la Corona en juicios o audiencias reales. Muy a menudo lo consiguieron, pues esta anhelaba trabar buenas relaciones con las élites americanas para evitar sublevaciones y premiaba su lealtad, en el caso de los tlaxcaltecas (estrechos aliados de Hernán Cortés en su conquista de México) incluso podían utilizar su propia lengua en los procedimientos judiciales en la península. De tal manera que se les concedía lo que reclamasen, bien fueran títulos nobiliarios, propiedades de territorios, se atendían sus quejas ante injusticias cometidas por los representantes de la autoridad española en América y hasta obtenían pensiones de por vida. Así la Corona podría erigirse como una autoridad lejana pero benevolente, una última instancia cuasi divina, que instauraría la justicia frente a los abusos de poderes inferiores. Que el imperio lograra mantenerse unificado durante tres siglos indica que no fue mala estrategia.
Incluso ya en el siglo XX quedaron algunos atisbos de esa percepción, como la anécdota que narraba Ramiro de Maeztu: «Don Eusebio Zuloaga me contaba que no hace muchos años le guio un cacique indio por las montañas de Bolivia. El indio se apoyaba en un bambú que tenía en el puño una vieja onza española. ‘¿Quién es ese?’–le preguntó Zuloaga, señalando con el dedo la efigie de la onza–. ‘El Rey de Castilla, mi rey’ –repuso el indio–. ‘¿Cómo tu rey? Aquí en Bolivia tenéis un presidente’ –observó Zuloaga–. Pero el indio se lo explicó todo: ‘Ese presidente lo nombra el rey de Castilla. Si no fuera por eso, ¿crees tú que yo me dejaría mandar por un mestizo?». Y, hablando de ellos, llegamos al último grupo de americanos en la España del siglo XVI.
Los mestizos
Los hijos legítimos de aquellos conquistadores españoles que se casaron con nativas americanas (generalmente de la aristocracia, para crear alianzas) a menudo fueron enviados a España con el fin de que pudieran continuar sus estudios y tener contacto con la familia paterna. Gozaban de una buena posición social y económica, así que a pesar de ciertas trabas que se imponían a los mestizos, como el acceso a ciertos cargos, por lo general llevaron vidas muy desahogadas. Fue el caso de Francisca Pizarro Yupanqui, poseedora de una extensa fortuna que invirtió en construir, entre otras edificaciones, el Palacio de la Conquista, en Cáceres. Tampoco podemos dejar de mencionar a Inca Garcilaso de la Vega, que guardaba parentesco con el escritor del mismo nombre y con Túpac Yupanqui. Con 20 años se trasladó a España, donde combatió a los moriscos en Granada y luego en Italia, aunque, descontento con no poder ascender de capitán por su origen mestizo, se retiró. Gracias a las herencias pudo llevar una vida muy holgada en la que dedicarse a la cría de caballos y la escritura, conoció a autores como Cervantes y Góngora y dejó para la posteridad obras literarias como La Florida del Inca y Comentarios reales de los incas.
Finalmente es reseñable el caso de Martín Cortés, hijo del célebre conquistador con Malinche, quién llevó una vida tan repleta de aventuras como la de su progenitor en la que estuvo en varias ocasiones en nuestro país. Tras ser convertido en legítimo por el Papa, sirvió como paje del entonces príncipe Felipe II; participó en la campaña de Argel en la que se perseguía acabar con el corsario Barbarroja; fue capitán en la Batalla de Mühlberg y el la de San Quintín (victoria decisiva para el imperio en cuyo homenaje se construyó el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial); ya en América formó parte de una conspiración de encomenderos que le costó torturas y el destierro; luego se casó, tuvo un hijo y acabó combatiendo contra los moriscos en la Sierra de Granada, precisamente junto a Garcilaso. Ahí se pierde su rastro. Y mientras tanto, Hollywood llevando al cine la vida del inventor de las zapatillas Air Jordan.
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