Existe gran bibliografía sobre el torero Juan Belmonte García. Se ponderan sus éxitos, su carácter de figura revolucionaria del toreo, sus grandes triunfos etc. Pero, ¿se conoce al hombre? ¿Se sabe tanto de él como de su faceta taurina?
JUAN BELMONTE, TAL CUAL.
José María Sánchez Martínez-Rivero
Marzo de 2018, en Collado-Villalba.
Juan Belmonte nació el 14 de abril de 1892, en la
casa número 72 de la calle Feria. No es, pues, nacido en Triana, aunque viviera
en ella sus años juveniles. Su padre se llamaba José Belmonte y Peña, natural
de Prado del Rey (Cádiz). Su madre, que murió muy joven, se llamaba María de la
Concepción García e Ibáñez, natural de Sevilla. Era el primer hijo de los cinco
que tuvo el matrimonio.
Belmonte fue bautizado, el 18 de abril de 1892, en
la parroquia Omnium Sanctorum. Su padrino fue Juan Belmonte y Peña, tío del
neófito. En esta parroquia fueron bautizados, los matadores Gordito,
Antonio Montes y Gitanillo de Triana. Comenzaba el embrujo ya desde la
pila bautismal.
Hasta los diez años vivió una vida normal, sin
asomo de afición taurina alguna. Su padre tenía una mercería y tienda de
quincalla, en el mismo domicilio de los Belmonte. El negocio iba bien. Él mismo
nos lo dice:
-Desde los doce a los quince años yo, en mi casa,
gozaba de una vida muy cómoda. Los asuntos de mi padre marchaban muy bien, y a mí
–con el pretexto de los estudios- se me dejaba hacer todo lo que me venía en
gana. Mi principal vicio era la lectura.
Asistió desde los seis años a la escuela, aprendiendo a
leer y a escribir correctamente. En relación con esto, se cuenta que al día siguiente
de su presentación en Madrid como novillero,
visitó al antiguo ministro liberal don Natalio Rivas hallándose,
también, en el domicilio Luis Mazzantini, matador de toros y político;
Francisco Gómez Hidalgo, periodista y el escritor Antonio de La Villa. Juan,
modesto y tímido tuvo pocas palabras que decir ante el panorama que veía. Don
Luís Mazzantini – que tenía una educación esmerada- quiso probar al recién
llegado, tanto al toreo como a la alta sociedad, dándole a leer un artículo de una revista que
Natalio Rivas (Sobaquillo) había escrito sobre él.
- Nadie
como usted para leerlo en voz alta.
Y le entregó el artículo a Belmonte. Éste,
impávido, -cual toro fuera lo que se le venía encima-, se dirigió a la ventana
del despacho para tener más luz y no equivocarse; leyendo el artículo con la
debida entonación y reposo. Nadie puso el menor reparo.
Don Natalio tenía en su poder una foto que el
apoderado de Belmonte, Antonio Soto, le había regalado y, como era la ocasión,
pidió a Juan que se la dedicara. Este con la misma tranquilidad y temple de que
hacía gala ante los toros, se sentó en la mesa del ministro y escribió:
“Para mi ilustre y querido amigo don Natalio Rivas,
uno de los hombres más buenos, más cultos y más sinceros que tiene la política.
Y que en su debilidad por la fiesta de los toros ha llegado a dispensar amistad
al que hoy tiene mucho honor en dedicarle este retrato. Juan Belmonte.- Madrid,
28 de mayo de 1913.”
Conste que Juan Belmonte solo tenía 21 años y se
expresaba ya de esta forma tan brillante.
Volviendo atrás y refiriéndose a la avidez por la
lectura, Juan dice que, él desde los doce a los quince años, no tenía un
temperamento especial. Que hizo todo lo que los muchachos hacen a esa edad:
-Estudiaba poco; aprendí a fumar, y más de la
cuenta… Me gustaba escaparme a los arcos del puente de Triana. Y allí, con
otros granujillas, aprendí con mucho tino y picardía, a familiarizarme con la
baraja llegando a dominar la carteta, el monte, el giley y otros juegos
arriesgados. A los dieciséis años me gustaban ya la mujeres, y he de confesar
que a ellas dediqué tiempos y energías, peligrando mucho por entonces mi
vocación taurina.
Había entre nosotros un medio idioma se decía: las
“laranjas” y los “larillos”. En el muelle traían las naranjas para embalarlas
en invierno y en verano los ladrillos. A lo que nos dedicábamos. Cuando se
acababa eso, pues, a tomar el sol.
En sus comienzos y, para que fortaleciera los
brazos, Calderón, amigo y preceptor de Juan, le dijo un día:
- Aquí
te traigo una cosa que te está haciendo mucha falta.
Y le mostró un bastón de hierro con porra por
remate.
-Con esto, seguía Calderón, te acostumbrarás a
tener ágil la mano y el brazo, que ganará en resistencia y fortaleza para
cuando tengas que empujar con la espada.
A Juan no le hizo mucha gracia el “regalito”, pero accedió.
Caminaron juntos varias horas por el campo para
hacer piernas portando Juan el bastón que, de cuando en cuando, cambiaba de
mano. Descansaron un rato y emprendieron el camino de regreso.
En cierto momento Calderón le preguntó a Juan:
-¡Pero,
oye, Juan! ¿Y el bastón?
-Es
verdad. ¿Y el bastón? Pues me lo he dejado en el sitio que hemos estado
descansando.
-Hay que
volver a por él.
-¡Déjelo
usted, señor José! Yo iré ahora mismo en cuanto coma. Así como así el bastón
está entre la hierba, y es muy difícil que nadie que no esté enterado dé con
él.
Calderón se dio por vencido, y Juan respiró
tranquilo: porque el plan de Belmonte era dejar enterrado para siempre en el
campo el regalito ya que llevarlo del brazo era una broma demasiado pesada…
Llegó a su casa Juan y su hermana Conchita le dijo:
-Juan,
el señor Bartolo ha traído este bastón, que se lo ha encontrado al lado de la
caseta de Camineros. Dice que debe ser tuyo.
¡Que no había forma, otra vez el maldito bastón!
Juan, creyó que aquello era un aviso y se doblegó. ¡Había ganado el bastón!
Otro de los relatos que Belmonte solía contar era
la famosa novillada-corrida de Guareña.
Le denominaba su “Guaterló” evocando el verdadero
Waterloo de Napoleón.:
Se lidiaban toros de Don Manuel Albarrán para
Belmonte y Paco Madrid. Los toros que le echaron –eran todavía novilleros-,
habían padreado, estaban resabiados, pasaban todos de las 30 arrobas y llevaban
por pitones agujas.
Cuando el mentor de Juan, el señor Calderón, vio en
los corrales aquellos “pajarracos”, se negó a que los diestros torearan. Pero
el empresario, les conminó, ayudado por la autoridad competente, a que torearan
aquellos bichos.
El trianero hizo lo que pudo y como pudo estando
toda la tarde por los aires más que pisando el ruedo. Tres de ellos se fueron
vivos al corral. Belmonte mató bien al primero. El segundo, que le correspondía
a Paco Madrid, cogió a Juan y lo llevaron a la enfermería y ¡allí se metieron
todos con él! Hubo lío para tratar de que salieran de la enfermería y como la
noche se echó encima, un pregonero, cumpliendo órdenes del alcalde, dio por
terminada la corrida.
Esta corrida o encerrona desacreditó a Belmonte y a
Paco Madrid. En la provincia, cuando alguien hablaba de hechos de valor o de
ser hombre valiente –fanfarroneando-, la gente decía:
-¡Ha
estado usted más valiente que el torero de Guareña!
Terminando de vestirse en Valladolid, se presentó
en la habitación una comisión de aficionados que le traían un memorial en el
que le pedían ver en Valladolid las mismas buenas faenas que había realizado
ese año en Madrid. Belmonte leyó el documento y lo guardó. Les dio la mano y
antes de despedir a la comisión les
dijo:
-Estén ustedes
absolutamente seguros de que yo esta tarde voy a poner mis cinco sentidos en
sacar el mejor partido de las faenas. Ahora que a ustedes les ha faltado un
detalle para realizar la gestión completa. ¿Por qué no han mandado un memorial
de estos a cada toro que he de lidiar? ¡Porque si ellos no embisten!
Demostraba su buen humor e ingenio antes de las
corridas -una vez vestido-, cuando se miraba al espejo y decía:
-¡Que bien vivimos los toreros!
Refiere Belmonte que su vida consistía solo en ir del tren al
automóvil, del automóvil al hotel y del hotel a la plaza. Que a pesar de esto
le pasaban cosas muy graciosas junto a los miembros de su cuadrilla. Cuenta lo
siguiente:
-Una vez
íbamos camino de un pueblo de la provincia de Sevilla. Habíamos bajado del tren
y llevábamos contadas las horas para torear y volver de nuevo a meternos en
otro vagón del ferrocarril.
Era
época de elecciones, y al atravesar por una aldea, nos salió a la carretera un
individuo a quien acompañaban el sargento de Guardia Civil y dos guardias:
-¿Es usted Juan Belmonte?
- Soy yo.- contesté.
- Pues a
la vuelta de la corrida que va usted a torear esta tarde, es preciso que nos dé
usted una sesión belmontista esta noche,
en la plaza Constitucional. Yo, por si acaso, he convocado a todo el pueblo,
porque está aquí el candidato del distrito, y no hay más remedio que celebrar
su presencia de alguna manera.
En vano quise negarme a la demanda. La primera
autoridad municipal de aquella aldea me dijo muy finamente que si no le
complacía en cosa tan fácil me llevaría a la cárcel y me tendría incomunicado
por lo menos un par de semanas, para que fuese haciendo boca.
Y no había más regreso para el tren que por aquella
carretera, y no tuve más remedio que resolverme para salir del atranco…
Y en la plaza del pueblo hicimos alto, cuando ya en
los tablados aparecía colgada la gente y la rondalla atacaba el pasodoble
Machaquito.
La cuadrilla se alineó y dispuestos a todo salimos
a entendérnoslas con los seis mozos más
brutos del pueblo, que encerrados actuaban de moruchos. Resultaron aquellos
mozos unos infelices, que embestían muy derecho y siempre cara al engaño. Yo me
harté de adornarme y siempre remataba con unos buenos guantazos a pleno rostro.
Por fin, nos dejaron ir, no sin antes sacarme el
mismo alcalde cuatro duros para una novena en la que había que pagar a un predicador.
Juan Belmonte se tenía por un hombre feo, aunque
fuese un hombre normal. En cierta ocasión y disfrutando de la noche madrileña,
paseando por una calle, se le acercó una señorita y, sujetándole por el brazo,
le dijo:
-¡Anda
vente conmigo! Me gustas precisamente por lo feo que eres, ni que fueras
Belmonte.
-¡No,
déjame! Yo soy un hombre de muy buenas costumbres.
Los días que Belmonte pasó en Madrid en esa época,
estuvo en compañía de sus buenos amigos, Ramón Pérez de Ayala, Enrique de Mesa,
Valle-Inclán y Sebastián Miranda entre otros.
Se entrenó en la finca Quemadellos, propiedad de Don Manuel
Aleas.
El escultor Sebastián Miranda, amigo de Juan
Belmonte, decía que era un hombre muy ingenioso con gran sentido del humor y
con salidas muy graciosas.
En cierta ocasión y, estando en su tertulia, se le
acercó un aficionado y le dijo:
-¡Hombre!
Juan. Déjame 500 pesetas que me he dejado la cartera en casa.
-Toma,
25, coge un taxi y vete a por ella, le respondió.
Había salvado con ingenio el “sablazo”.
Un día le despertaron a las cuatro de la mañana
para decirle que su cortijo estaba ardiendo y que por lo tanto, cuales eran sus
órdenes.
-La
primera orden que debo dar a ustedes es que, en vez de despertarme a mí, fuesen
a despertar a los bomberos, que son los que pueden apagar el fuego y no yo.
Continuaba Sebastián Miranda:
-Asesoraba en una
corrida de toros o novillada al lado del alcalde del pueblo que presidía el
festejo. Un torero había estado bien; pero una gran parte del sol no había
sacado los pañuelos para pedir la oreja y, entonces, el presidente remoloneó y
no quería darle la oreja, pero Juan Belmonte, que era un hombre muy generoso y
bueno, le dijo:
-
Désela
usted, hombre, que estuvo bastante bien.
Y el presidente le respondió:
Pero vamos a ver, Juan, ¿no ves que aquella parte
del sol no sacó los pañuelos?
¡Pero como los van a sacar, si no los han tenido
nunca!
Estando en México, en 1913, Belmonte cuenta lo que
le ocurrió con el general Huerta, Presidente de la República:
-Una mañana al día siguiente de haber toreado y
haber estado viéndome el general, estaba yo todavía en la cama, leyendo
periódicos de España, cuando se me presentó un señor muy elegante, con chistera
y “toda la pesca”, diciendo que tenía que hablar conmigo. Mi mozo lo pasó a mi
alcoba, y el señor, que era muy fino, se sentó junto a mi cama y me dijo que
venía de parte del general Huerta a invitarme a cenar por la noche. Yo, es
claro, acepté; él me rogó que no dijera nada, y quedamos en que vendría a
buscarme.
Así fue. Vino y me llevó a casa del señor Huerta,
que me recibió muy cariñoso diciéndome que me quería oír hablar. ¡Se conoce que
había oído lo de “fenómeno” y creía que no sabía ni hablar!
Comimos en un comedor muy lujoso los tres, y luego
en la terraza tomamos café. A mí me pasó lo mismo que al general conmigo, que
me encontré con que era distinto de cómo yo me lo figuraba, por lo que había
oído decir de él. Me estuvo haciendo muchas preguntas, y, por fin, me dijo que
me iba a hacer un obsequio consistente en un estoque hecho de la espada con que venció en la Revolución y se proclamó
presidente. Así ha sido, y ya me ha mandado el estoque, que estrenaré el primer
día que toree en Madrid.
Fueron numerosas las anécdotas y
cosas graciosas que Belmonte relataba en sus tertulias y charlas distendidas
con sus amigos; pero sería interminable este recuerdo por tantas como le
sucedieron.
Bibliografía: “Belmonte”
de Antonio de La Villa, Madrid 1928.
Archivo del autor.
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