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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

miércoles, 7 de marzo de 2018

JUAN BELMONTE, TAL CUAL / por José María Sánchez Martínez-Rivero




Existe gran bibliografía sobre el torero Juan Belmonte García. Se ponderan sus éxitos, su carácter de figura revolucionaria del toreo, sus grandes triunfos etc. Pero, ¿se conoce al hombre? ¿Se sabe tanto de él como de su faceta taurina?

JUAN BELMONTE, TAL CUAL.

José María Sánchez Martínez-Rivero
Marzo de 2018, en Collado-Villalba.


Juan Belmonte nació el 14 de abril de 1892, en la casa número 72 de la calle Feria. No es, pues, nacido en Triana, aunque viviera en ella sus años juveniles. Su padre se llamaba José Belmonte y Peña, natural de Prado del Rey (Cádiz). Su madre, que murió muy joven, se llamaba María de la Concepción García e Ibáñez, natural de Sevilla. Era el primer hijo de los cinco que tuvo el matrimonio.

Belmonte fue bautizado, el 18 de abril de 1892, en la parroquia Omnium Sanctorum. Su padrino fue Juan Belmonte y Peña, tío del neófito. En esta parroquia fueron bautizados, los matadores Gordito, Antonio Montes y Gitanillo de Triana. Comenzaba el embrujo ya desde la pila bautismal.
Hasta los diez años vivió una vida normal, sin asomo de afición taurina alguna. Su padre tenía una mercería y tienda de quincalla, en el mismo domicilio de los Belmonte. El negocio iba bien. Él mismo nos lo dice:

-Desde los doce a los quince años yo, en mi casa, gozaba de una vida muy cómoda. Los asuntos de mi padre marchaban muy bien, y a mí –con el pretexto de los estudios- se me dejaba hacer todo lo que me venía en gana. Mi principal vicio era la lectura.

Asistió desde los seis años a la escuela, aprendiendo a leer y a escribir correctamente. En relación con esto, se cuenta que al día siguiente de su presentación en Madrid como novillero,  visitó al antiguo ministro liberal don Natalio Rivas hallándose, también, en el domicilio Luis Mazzantini, matador de toros y político; Francisco Gómez Hidalgo, periodista y el escritor Antonio de La Villa. Juan, modesto y tímido tuvo pocas palabras que decir ante el panorama que veía. Don Luís Mazzantini – que tenía una educación esmerada- quiso probar al recién llegado, tanto al toreo como a la alta sociedad,  dándole a leer un artículo de una revista que Natalio Rivas (Sobaquillo) había escrito sobre él.

- Nadie como usted para leerlo en voz alta.
Y le entregó el artículo a Belmonte. Éste, impávido, -cual toro fuera lo que se le venía encima-, se dirigió a la ventana del despacho para tener más luz y no equivocarse; leyendo el artículo con la debida entonación y reposo. Nadie puso el menor reparo.
Don Natalio tenía en su poder una foto que el apoderado de Belmonte, Antonio Soto, le había regalado y, como era la ocasión, pidió a Juan que se la dedicara. Este con la misma tranquilidad y temple de que hacía gala ante los toros, se sentó en la mesa del ministro y escribió:

“Para mi ilustre y querido amigo don Natalio Rivas, uno de los hombres más buenos, más cultos y más sinceros que tiene la política. Y que en su debilidad por la fiesta de los toros ha llegado a dispensar amistad al que hoy tiene mucho honor en dedicarle este retrato. Juan Belmonte.- Madrid, 28 de mayo de 1913.”
Conste que Juan Belmonte solo tenía 21 años y se expresaba ya de esta forma tan brillante.

Volviendo atrás y refiriéndose a la avidez por la lectura, Juan dice que, él desde los doce a los quince años, no tenía un temperamento especial. Que hizo todo lo que los muchachos hacen a esa edad:

-Estudiaba poco; aprendí a fumar, y más de la cuenta… Me gustaba escaparme a los arcos del puente de Triana. Y allí, con otros granujillas, aprendí con mucho tino y picardía, a familiarizarme con la baraja llegando a dominar la carteta, el monte, el giley y otros juegos arriesgados. A los dieciséis años me gustaban ya la mujeres, y he de confesar que a ellas dediqué tiempos y energías, peligrando mucho por entonces mi vocación taurina.
Había entre nosotros un medio idioma se decía: las “laranjas” y los “larillos”. En el muelle traían las naranjas para embalarlas en invierno y en verano los ladrillos. A lo que nos dedicábamos. Cuando se acababa eso, pues, a tomar el sol.

En sus comienzos y, para que fortaleciera los brazos, Calderón, amigo y preceptor de Juan, le dijo un día:

- Aquí te traigo una cosa que te está haciendo mucha falta.
Y le mostró un bastón de hierro con porra por remate.

-Con esto, seguía Calderón, te acostumbrarás a tener ágil la mano y el brazo, que ganará en resistencia y fortaleza para cuando tengas que empujar con la espada.
A Juan no le hizo mucha gracia el “regalito”, pero accedió.
Caminaron juntos varias horas por el campo para hacer piernas portando Juan el bastón que, de cuando en cuando, cambiaba de mano. Descansaron un rato y emprendieron el camino de regreso.
En cierto momento Calderón le preguntó a Juan:

-¡Pero, oye, Juan! ¿Y el bastón?
-Es verdad. ¿Y el bastón? Pues me lo he dejado en el sitio que hemos estado descansando.
-Hay que volver a por él.
-¡Déjelo usted, señor José! Yo iré ahora mismo en cuanto coma. Así como así el bastón está entre la hierba, y es muy difícil que nadie que no esté enterado dé con él.
Calderón se dio por vencido, y Juan respiró tranquilo: porque el plan de Belmonte era dejar enterrado para siempre en el campo el regalito ya que llevarlo del brazo era una broma demasiado pesada…
Llegó a su casa Juan y su hermana Conchita le dijo:
-Juan, el señor Bartolo ha traído este bastón, que se lo ha encontrado al lado de la caseta de Camineros. Dice que debe ser tuyo.
¡Que no había forma, otra vez el maldito bastón! Juan, creyó que aquello era un aviso y se doblegó. ¡Había ganado el bastón!

Otro de los relatos que Belmonte solía contar era la famosa novillada-corrida de Guareña.

Le denominaba su “Guaterló” evocando el verdadero Waterloo de Napoleón.:

Se lidiaban toros de Don Manuel Albarrán para Belmonte y Paco Madrid. Los toros que le echaron –eran todavía novilleros-, habían padreado, estaban resabiados, pasaban todos de las 30 arrobas y llevaban por pitones agujas.
Cuando el mentor de Juan, el señor Calderón, vio en los corrales aquellos “pajarracos”, se negó a que los diestros torearan. Pero el empresario, les conminó, ayudado por la autoridad competente, a que torearan aquellos bichos.
El trianero hizo lo que pudo y como pudo estando toda la tarde por los aires más que pisando el ruedo. Tres de ellos se fueron vivos al corral. Belmonte mató bien al primero. El segundo, que le correspondía a Paco Madrid, cogió a Juan y lo llevaron a la enfermería y ¡allí se metieron todos con él! Hubo lío para tratar de que salieran de la enfermería y como la noche se echó encima, un pregonero, cumpliendo órdenes del alcalde, dio por terminada la corrida.
Esta corrida o encerrona desacreditó a Belmonte y a Paco Madrid. En la provincia, cuando alguien hablaba de hechos de valor o de ser hombre valiente –fanfarroneando-, la gente decía:

Ha estado usted más valiente que el torero de Guareña!
Terminando de vestirse en Valladolid, se presentó en la habitación una comisión de aficionados que le traían un memorial en el que le pedían ver en Valladolid las mismas buenas faenas que había realizado ese año en Madrid. Belmonte leyó el documento y lo guardó. Les dio la mano y antes de despedir a  la comisión les dijo:

-Estén ustedes absolutamente seguros de que yo esta tarde voy a poner mis cinco sentidos en sacar el mejor partido de las faenas. Ahora que a ustedes les ha faltado un detalle para realizar la gestión completa. ¿Por qué no han mandado un memorial de estos a cada toro que he de lidiar? ¡Porque si ellos no embisten!

Demostraba su buen humor e ingenio antes de las corridas -una vez vestido-, cuando se miraba al espejo y decía:

-¡Que bien vivimos los toreros!

Refiere Belmonte que su  vida consistía solo en ir del tren al automóvil, del automóvil al hotel y del hotel a la plaza. Que a pesar de esto le pasaban cosas muy graciosas junto a los miembros de su cuadrilla. Cuenta lo siguiente:

-Una vez íbamos camino de un pueblo de la provincia de Sevilla. Habíamos bajado del tren y llevábamos contadas las horas para torear y volver de nuevo a meternos en otro vagón del ferrocarril.
Era época de elecciones, y al atravesar por una aldea, nos salió a la carretera un individuo a quien acompañaban el sargento de Guardia Civil y dos guardias:

-¿Es usted Juan Belmonte?
- Soy yo.- contesté.
- Pues a la vuelta de la corrida que va usted a torear esta tarde, es preciso que nos dé usted una  sesión belmontista esta noche, en la plaza Constitucional. Yo, por si acaso, he convocado a todo el pueblo, porque está aquí el candidato del distrito, y no hay más remedio que celebrar su presencia de alguna manera.

En vano quise negarme a la demanda. La primera autoridad municipal de aquella aldea me dijo muy finamente que si no le complacía en cosa tan fácil me llevaría a la cárcel y me tendría incomunicado por lo menos un par de semanas, para que fuese haciendo boca.
Y no había más regreso para el tren que por aquella carretera, y no tuve más remedio que resolverme para salir del atranco…
Y en la plaza del pueblo hicimos alto, cuando ya en los tablados aparecía colgada la gente y la rondalla atacaba el pasodoble Machaquito.
La cuadrilla se alineó y dispuestos a todo salimos a entendérnoslas  con los seis mozos más brutos del pueblo, que encerrados actuaban de moruchos. Resultaron aquellos mozos unos infelices, que embestían muy derecho y siempre cara al engaño. Yo me harté de adornarme y siempre remataba con unos buenos guantazos a pleno rostro.
Por fin, nos dejaron ir, no sin antes sacarme el mismo alcalde cuatro duros para una novena en la que había que pagar a un  predicador.

Juan Belmonte se tenía por un hombre feo, aunque fuese un hombre normal. En cierta ocasión y disfrutando de la noche madrileña, paseando por una calle, se le acercó una señorita y, sujetándole por el brazo, le dijo:

-¡Anda vente conmigo! Me gustas precisamente por lo feo que eres, ni que fueras Belmonte.
-¡No, déjame! Yo soy un hombre de muy buenas costumbres.

Los días que Belmonte pasó en Madrid en esa época, estuvo en compañía de sus buenos amigos, Ramón Pérez de Ayala, Enrique de Mesa, Valle-Inclán y Sebastián Miranda entre otros.  Se entrenó en la finca Quemadellos, propiedad de Don Manuel Aleas.

El escultor Sebastián Miranda, amigo de Juan Belmonte, decía que era un hombre muy ingenioso con gran sentido del humor y con salidas muy graciosas.
En cierta ocasión y, estando en su tertulia, se le acercó un aficionado y le dijo:
-¡Hombre! Juan. Déjame 500 pesetas que me he dejado la cartera en casa.
-Toma, 25, coge un taxi y vete a por ella, le respondió.
Había salvado con ingenio el “sablazo”.
Un día le despertaron a las cuatro de la mañana para decirle que su cortijo estaba ardiendo y que por lo tanto, cuales eran sus órdenes.
-La primera orden que debo dar a ustedes es que, en vez de despertarme a mí, fuesen a despertar a los bomberos, que son los que pueden apagar el fuego y no yo.

Continuaba Sebastián Miranda:

-Asesoraba en una corrida de toros o novillada al lado del alcalde del pueblo que presidía el festejo. Un torero había estado bien; pero una gran parte del sol no había sacado los pañuelos para pedir la oreja y, entonces, el presidente remoloneó y no quería darle la oreja, pero Juan Belmonte, que era un hombre muy generoso y bueno, le dijo:

-          Désela usted, hombre, que estuvo bastante bien.
Y el presidente le respondió:
Pero vamos a ver, Juan, ¿no ves que aquella parte del sol no sacó los pañuelos?
¡Pero como los van a sacar, si no los han tenido nunca!

Estando en México, en 1913, Belmonte cuenta lo que le ocurrió con el general Huerta, Presidente de la República:

-Una mañana al día siguiente de haber toreado y haber estado viéndome el general, estaba yo todavía en la cama, leyendo periódicos de España, cuando se me presentó un señor muy elegante, con chistera y “toda la pesca”, diciendo que tenía que hablar conmigo. Mi mozo lo pasó a mi alcoba, y el señor, que era muy fino, se sentó junto a mi cama y me dijo que venía de parte del general Huerta a invitarme a cenar por la noche. Yo, es claro, acepté; él me rogó que no dijera nada, y quedamos en que vendría a buscarme.

Así fue. Vino y me llevó a casa del señor Huerta, que me recibió muy cariñoso diciéndome que me quería oír hablar. ¡Se conoce que había oído lo de “fenómeno” y creía que no sabía ni hablar!

Comimos en un comedor muy lujoso los tres, y luego en la terraza tomamos café. A mí me pasó lo mismo que al general conmigo, que me encontré con que era distinto de cómo yo me lo figuraba, por lo que había oído decir de él. Me estuvo haciendo muchas preguntas, y, por fin, me dijo que me iba a hacer un obsequio consistente en un estoque hecho de la espada  con que venció en la Revolución y se proclamó presidente. Así ha sido, y ya me ha mandado el estoque, que estrenaré el primer día que toree en Madrid. 

Fueron numerosas las anécdotas y cosas graciosas que Belmonte relataba en sus tertulias y charlas distendidas con sus amigos; pero sería interminable este recuerdo por tantas como le sucedieron.

Bibliografía: “Belmonte” de Antonio de La Villa, Madrid 1928.
Archivo del autor.

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