Hoy, Manuel Azaña,se echaría hoy las manos a la cabeza comprobando cómo hay quienes, apoyados, no en el poder de las urnas sino en el de los pactos contra natura, atacan, claramente y sin el mínimo decoro democrático, usos, costumbres y tradiciones de los españoles de los comienzos del siglo XXI.
El toreo, ejemplo de democracia
Paco Mora
Manuel Azaña, el que fuera jefe del Gobierno y después presidente de la Segunda República española, contra la que se levantó el sector del ejército llamado “africanista”, al mando del general Franco, que comenzó a moverse bajo las directrices elaboradas por el general Emilio Mola en Pamplona, no era lo que se dice un aficionado a los toros pero, cuando en función de su cargo, tenía que asistir a una corrida lo hacía con respeto y con gusto. Incluso llegó a decir que una plaza de toros llena era la expresión popular más espontáneamente democrática de las que se producen en este país. Que todavía se sigue llamando España, pese a los esfuerzos de Sancho Panza Iglesias por convertirlo en su Ínsula Barataria. No entrecomillo porque la expresión de Azaña puede que no sea literal, pero ese era el sentido exacto de sus palabras.
La biografía de Azaña escrita por Josefina Carabias -la primera mujer periodista de éxito del país- con cuya amistad me honré durante la primera legislatura de la reinstauración de la democracia, no deja lugar a dudas. Aquel republicano ilustre, que pasó de ateneísta de lujo a sufrir los avatares de un periodo convulso, marcado primero por los sucesos de Casas Viejas y luego por las luchas fratricidas que condujeron a la Guerra Civil, se echaría hoy las manos a la cabeza comprobando cómo hay quienes, apoyados, no en el poder de las urnas sino en el de los pactos contra natura, atacan, claramente y sin el mínimo decoro democrático, usos, costumbres y tradiciones de los españoles de los comienzos del siglo XXI.
Ante semejante espectáculo, seguro que don Manuel, con su característica retranca, diría: “Para este viaje no hacían falta alforjas”. Y quizás actitudes tan antidemocráticas como el empeño de dividir una vez más a los españoles entre buenos y malos y conducirlos al enfrentamiento, utilizando incluso algo tan inadecuado como la Fiesta de los Toros, le indujera a pensar que valió la pena morir en el exilio para no ser testigo, por segunda vez en un siglo, del dantesco espectáculo que significaría que “media España vuelva a helarle el corazón a la otra mitad”, en el sentido real de la imperecedera frase de Machado.
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