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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

domingo, 17 de mayo de 2020

La cogida como lógica (experiencia estética vs experiencia crítica) / por Antonio Mechó González


¿Dónde está el protagonismo de la cornada en el toreo meramente estético? En el toreo actual es una lógica olvidada. Eso nos quita una experiencia más allá de lo estético, como sería una experiencia crítica que implica el análisis del toro; de los terrenos; de las suertes; de la técnica; de las capacidades del torero y de sus carencias.

La cogida como lógica
 (experiencia estética vs experiencia crítica)

Antonio Mechó González
Pureza y emoción /Mayo de 2020, 18:32h
Vivimos en un mundo simplista –que no simple- y reduccionista –que no reducido-. En parte porque estamos ya acostumbrados a la ensoñación de que todo se evidencia ante nuestros ojos de un modo sensible y reconocible, como el niño que usa su tacto, su vista y su gusto, para explorar la vida y descubrir en qué consiste todo lo que le rodea. Eso sí, dentro también de esa lógica pueril de que si aquello que exploro me agrada y me complace, es bueno; y si me complica, sobresalta, estremece, e incluso acaba haciéndome llorar, es malo. Maniqueísmo puro; antirracionalismo medieval; perorata posmoderna tergiversada. Al final, la milenaria esclavitud a la que nos aboca el titán de los sentidos, como diría Platón.

Lo observamos cuasi sociológicamente observando diversas parcelas de la vida contemporánea: sea en la política o en la economía; sea en la prensa o en las redes; sea en la biología o en el animalismo; sea en el arte o la ciencia; sea en jóvenes o en mayores; sea en la educación o la cultura; sea en el fútbol o en los toros.

Claro está que todo esto no es posible si en este mundo de sombras cavernosas fuera de lo inteligible –intertextualizando a nuestro heleno de cabecera-, no desarrollan antes sus maldades las Quimeras tricéfalas. Unas repartiendo estulticia entre el vulgo; otras desterrando iluminaciones cartesianas. Son el Tártaro frente al Parnaso.

En el orbe táurico, este hedonismo resolutivo y fagocitador, se fue gestando hace bastante más tiempo del que muchos creen. Se remonta, diría yo, a hace más de siglo y medio. Rafael Molina “Lagartijo” y Rafael Guerra “Guerrita”, fueron posiblemente sus más preclaros iniciadores. Tanto fue así que críticos taurinos de prestigio, comparando al primero de ellos con su mayor rivalidad decimonónica, “Frascuelo”, aseveraban de este último que «el toreo de Salvador, desprovisto de elegancia, reñido con todo aliciente plástico, no podía satisfacer a la numerosa parte de público que “Lagartijo” había plegado a los deliciosos arabescos de su brega y fascinado con la gentileza pausada de su modo de lidiar». Vean: “Lagartijo” era delicia, arabesco, fascinación, gentileza, pausa... ¿Puro agrado?

De “Guerrita” explicaban además que «su figura, sin pretenderlo, es elegante; cada postura suya puede inspirar un cuadro; tiende el capote y remata con una larga que ondula y envuelve el cuerpo erguido que a poco avanza paso a paso, mientras el capote se desarrolla con las mismas ondulaciones que se arrolló» (citas de Peña y Goñi, Lagartijo y Frascuelo y su tiempo, 1887). “Guerrita” era pues elegancia inconsciente, inspiración artística, ondulación y arrollo... ¿Pura experiencia estética?

Y no quedaba la cosa ahí. Ahora que está en el ambiente el centenario de la muerte de “Joselito” y todas las interesadas suspicacias históricas que está desencadenando en su comparación con Belmonte, pues resulta que ya en “Guerrita” años antes había «el corte perfecto de la nueva escuela, que estaba destinado a sintetizar y a hermosear el torero más grande de todos los tiempos, el que ha perfeccionado el toreo y lo ha llenado de cosas nuevas y suyas» (cita de AA.VV., La Tauromaquia de Guerrita, 1896). ¿Era también la nueva poética del arte?

Es pues una obviedad que el toreo, como ha ocurrido con el resto de las disciplinas del arte –y ratificando aquella afirmación orteguiana de que en una misma época todos los géneros se solidarizan unos con otros-, ha ido evolucionando en cierta mesura hacia lo que los especialistas llaman el arte puro. Y no significa, cuidado, que por llamarse puro sea mejor y llegue a la mayor excelencia; sino que evoluciona derivando en una manifestación puramente plástica, donde el arte por el arte lo es casi todo. Esa es, de hecho, la valoración general de la tauromaquia institucionalizada que se practica ahora; solo hay que rastrear, para demostrarlo concienzudamente, los textos que produce la presente crítica taurina, lo que escriben los hermeneutas oficiales hoy. Y es aquí donde sería necesario detenernos un instante.

Aquello que ha contenido secular y esencialmente la tauromaquia -como práctica, como espectáculo y como arte-, se define y desarrolla precisamente en la interpretación que se ha hecho de ella. En los textos que ha generado y que genera. En realidad tan importantes como la propia acción taurina. La cuestión de raíz, consecuentemente, es conocer qué tipos de juicios han revelado -y revelan- la naturaleza misma del toreo.

Escribía el sabio del mito de la caverna que «entre los objetos de la sensación, los hay que no invitan a la inteligencia a examinarlos, por ser ya suficientemente juzgados por los sentidos; y otros, en cambio, que la invitan insistentemente a examinarlos, porque los sentidos no dan nada aceptable» (cita de La República, s. IV a.C.). Y no le quitaré yo en esto la razón al heleno. Pero, ¿y dónde posicionamos aquí el “objeto” taurino? No caeré soslayando el valor estético de la Fiesta de Toros descrito antes, puesto que sería reduccionista. Pero obviar -como es general en la actualidad- los valores críticos, analíticos, de un arte inmaterial como es éste, es también irremediablemente un simplismo.

El público de nuestros cosos, los neófitos, los curiosos y los medios informativos que ahorman a todos los anteriores, se han convertido en los nuevos diletantes de la historia tauromáquica. El toreo actual es un toreo gozoso; adjetivo que José Manuel Broto reseñaría para cualquiera de sus lienzos. Lo controvertido aquí, es que olvidamos que el toreo, para ser tauromaquia en su sentido esencial, necesita también ser algo más, necesita que lo sensible se una a lo inteligible. ¿Y por qué es así? -se podría preguntar alguien en este punto-. La respuesta, yendo a lo práctico, viene en forma de cuestionamiento: ¿dónde está, por ejemplo, el protagonismo de la cornada en el toreo meramente estético?

De inmediato surgirán quienes argumenten, incluso soliviantados, que en los toros siempre existe la posibilidad de que te finiquiten. Y es cierto. Pero resulta que la cornada, aunque suene duro decirlo así, debe ser protagonista. Y -¡ojo a la puntualización!- no quiero decir que deben haber más cogidas. Digo que en el toreo actual es una lógica olvidada. Sin la cogida, sin -¡ojo!, otro matiz- la inminencia de la cogida, no tiene sentido una maquia con el tauro.

Contradictoriamente, hoy, la inminencia de la cornada no es una posibilidad dentro de lo estético; de hecho el juicio puramente estético de los hermeneutas -si lo observan- se basa específicamente en la postergación de esa posibilidad. La cornada es algo que macula, que ensucia, que rompe, que mata... la valoración del arte puro.

Si en el toreo la cornada la tomamos por lo que debe ser, la cogemos por un hecho inminente, esto siempre implicará una experiencia más allá de lo estético: nos avocará -también- a una experiencia crítica. Y es que el saber librar la cabezada del cornúpeta que busca con todo al hombre -el que pueda casi lograrlo- e incluso el zafarse haciéndolo parecer fácil, no es un instrumento de la plástica, sino su más íntima razón intelectiva. Requiere un planteamiento racional por parte del torero -y del espectador-; de inteligencia suscitada. Por tanto, no se puede juzgar lo intelectivo sin hacer un juicio crítico. La festejos taurinos nos «invitan insistentemente a examinarlos».

Por cierto -y para quien no caiga- un juicio crítico, irremisiblemente, implica el análisis del toro; de los terrenos; de las suertes; de la técnica; de las capacidades del torero y de sus carencias.

Decía una afamado crítico en el relato de una corrida de hace más de veinte años, que «aquello de que a los toros hay que ir a divertirse es una falsedad. A los toros hay que ir dispuesto a sufrir; provisto de lupa para comprobar la casta y la fortaleza de las reses, la integridad de sus astas, el discurrir de la lidia, el mérito de los lidiadores, la calidad de los lances, el respeto a los cánones, el correcto estado de la cuestión. Y si algo de todo esto falta, el aficionado conspicuo lo exigirá con la vehemencia que sea del caso; y si se cumple cabalmente, lo celebrará gozoso e incluso puede que entre en trance y crea que se le ha aparecido la Virgen» (cita de Vidal, Crónicas taurinas, 2002). Síntesis meridiana de la necesidad de que se cumplan estos dos parámetros en la fruición de la Fiesta: el sensible y el inteligible.

La pérdida de esta perspectiva es el mayor peligro, como expresión cultural, que está sufriendo la tauromaquia actualmente. La experiencia únicamente gozosa, está aniquilando la experiencia crítica. Y esto trae consecuencias. Nada de esto es una mera anécdota. Esta deriva ha dejado ya sus indelebles secuelas en los dos principales instrumentos de la tauromaquia: el toro y torero. Pero también en su receptor como espectáculo: en el público.

¡Ah! Y no olvidemos que nada de esto sería posible sin el necesario colaboracionismo de los exegetas diletantes, sin su empeño en ser la correa de trasmisión de las doctrinas simplistas y reduccionistas; idearios tergiversadamente utilitaristas y fútiles.

Por Antonio Mechó González
Aficionado

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