Juncal y Ponce
""...No te retires nunca. Tardará mucho tiempo en nacer un torero tan cabal, tan Rabal, tan Juncal, tan Dominguín, tan Bienvenido, tan espléndido, como tú..."
FERNANDO SÁNCHEZ DRAGÓ
¿MORTAL Y ROSA? ¿Inmortal y tigre? No. Juncal y Ponce. Parafraseo esos títulos para honrar a dos amigos y, de paso, a algunos más. Gracias a la vida, que me los puso en suerte. Detonador de esta columna, que no trae demora, porque la amistad no es valor perecedero, fue la buena nueva, recibida el 3 de diciembre, de que Ponce había dado una conferencia en el Círculo Bienvenida de Quito después de ponerse el triunfo por montera en la feria de la ciudad. Se abrió de capa ese sabio con una frase tres veces veraz. Nací torero, dijo, soy torero y me siento torero. ¡Olé! Nadie te llevará la contra, y yo menos que nadie, pues te envidio lo primero, te admiro por lo segundo y doy fe de lo tercero. Raras sincronías son, Enrique, las que me llevan a escribir esto. Lo hago en el país, lejano, donde me hirió la noticia de la muerte de Antonio Bienvenida y la del suicidio en Ecuador, donde tú has triunfado, de otro torero, cuyo nombre parecía un capicúa: Domingo Dominguín. Fue ese cronopio amigo mío cuando los dos militábamos, cada uno a su modo y ambos por libre, en el partido comunista.
A Bienvenida no lo traté, pero durante muchos años lo seguí, porque era, junto a Ordóñez, mi matador favorito. Le vi torear (o no hacerlo, pues la lidia se le torció y no hubo gloria, sino pena) el día de su retirada en Vista Alegre, cuando Paula ascendió a los cielos convertido en arcángel de otro Rafael: su paisano Alberti. Pero no son ésas, Enrique, las únicas sincronías. Estaba yo volviendo a ver, cuando supe de tu paso por Quito, nada menos que Juncal. Ese adjetivo, en caló, significa espléndido. Lo dice Búfalo. ¿Por qué no reponen aquella teleserie para que los antitaurinos se apeen del burro con divisa de señera al que se han subido? Fue otro maestro y amigo, Jaime de Armiñán, quien la dirigió, y un amigo y maestro, Paco Rabal, quien le puso rostro y corazón. Aquel minero de Águilas era tan bueno como su tocayo de Asís, tan gitano como Paquiro y Frascuelo cuando salieron del Café de Chinitas, tan simpático y tan golfo como Domingo, tan noble como los toros que embisten por derecho y un actorazo capaz de poner la piel de gallina a la estatua de Manolete. Todos ellos, Enrique, menos Paula, se me han muerto, pero tu muleta y tu estoque me alivian de tanta pérdida. No te retires nunca. Tardará mucho tiempo en nacer un torero tan cabal, tan Rabal, tan Juncal, tan Dominguín, tan Bienvenido, tan espléndido, como tú.
Enrique Ponce y su esposa Paloma Cuevas
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