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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

martes, 14 de junio de 2016

Mr. Russell: Un inglés y los toros


La caza del zorro, una de las imágenes 
reproducidas por El Ruedo.

En el año de 1955 un profesor inglés, 0. I. A.Russell, vino a España para dar clases de su idioma. Entró por la frontera de Irún y su primer destino fue en Vigo. Llegaba como tantos con el nombre de España asociado "con las señoritas morenas, tan morenas como las árabes, los bailes con el sonido de las castañuelas, el tocar de la guitarra, el jerez, las peleas a navaja, las naranjas, los bandidos y, ¡claro está!, las corridas de toros". Y se marchó desde Santander al año siguiente, antes de que comenzara la temporada de toros, con la añoranza de no haber podido asistir a un festejo, una nostalgia que curaba desde su habitación de la clínica porque por la ventana podía ver la plaza de toros y porque pudo disfrutar con la película "Tarde de toros".


La Fiesta y la caza del zorro 
Mr. Russell: Un inglés y los toros

Vine a España, en octubre del pasado año, como profesor de inglés. Como la mayoría de los demás profesores de lenguas a quienes conozco, tuve otras ideas en la cabeza, además de la de enseñar mi idioma. Quise ver España; estudiar costumbres españolas.

¿Qué imagina un inglés cuando piensa en “España”? ¿Qué quiere decir esa palabra, ese nombre, para él? Para mi --y creo que por lo menos en este asunto soy bastante típico--, el nombre de “España” se asoció siempre con las señoritas morenas, tan morenas como las árabes, los bailes con el sonido de las castañuelas, el tocar de la guitarra, el jerez, las peleas a navaja, las naranjas, los bandidos y , ¡claro está!, las corridas de toros.


Nunca habla visto una corrida. Habla visto, en las grandes exposiciones y galerías de arte de Londres, los cuadros de Picasso y de Coya. Habla leído unos capítulos de Sangre y arena. Nada más. El toreo era para mí, como para la mayoría de mis compatriotas, una cosa de la que ignoré hasta las regias más elementales. Sin embargo, tenía cierta impresión. Existe, en alguna vieja hagiografía, la historia emocionante de un santo que entró en el ruedo de Roma --cuando echaron los cristianos a los leones-- para protestar contra la crueldad del deporte favorito del emperador. Los leones --naturalmente-- lo comieron también a él. Pero poco después por uno de esos decretos leyes del emperador, que no se atenían de ningún modo a los sentimientos del pueblo romano, fueron abolidas las corridas de cristianos. E l santo había ganado la partida. Algo así, pues, me parecían “los toros”. Un anacronismo; una crueldad horrible, no solamente contra los animales, sino también contra los hombres.

Conocí hace unos años a un médico que estaba estudiando el “espiritualismo”. Un día estábamos hablando de los «poltergeist», o espíritus que arrojan los objetos de un sitio a otro. Sostuve yo que el «poltergeist» es un espíritu malvado. “¿Cómo sabe usted que es malvado?”, contestó el médico. “No hay ninguna prueba de eso. Sólo sabemos que existen casos en que se mueven unos objetos de un sitio a otro por agencia espiritual. ¡Pero esa acción no tiene forzosamente que ser málvadal En la ciencia --continuó-- los hechos son sagrados”.

Sí; los hechos son sagrados. Hay que olvidar las ideas preconcebidas y formar nuestra opinión sobre la verdad.

Muchos ingleses son verdaderos devotos del culto de los animales. Los caballos, los perros, los pájaros nos entusiasman. En las plazas y parques de Londres, a cualquier hora del día se ven niños que dan de comer a las palomas, a los patos. ¡Tema bonito para el fotógrafo! A nadie le parece cruel que las pobres aves tengan que comer demasiado.

Por otra parte, la crueldad contra los animales excita en nuestro país un frenesí de indignación, una furia. ¡Al sinvergüenza que ha embalado unas gallinas de modo que casi no pueden respirar, hay que aplastarlo, matarlo! Va a la cárcel, mientras su mujer y sus hijos se mueren de hambre, y eso tampoco le parece cruel a nadie.

Hace unos meses, en la televisión inglesa se ha mostrado una corrida, de toros en las pantallas. Originó una protesta violenta por parte de la Sociedad Real de Protección de Animales (R. S. P. C. A.). Esta Asociación tiene bastante influencia en Inglaterra y goza de la estimación de la mayoría del pueblo. Ha sabido suprimir las corridas o, mejor dicho, las luchas de osos que tenían lugar en el siglo XVIII. También ha conseguido la abolición de las riñas de gallos, aunque hoy --en los bosques del condado de Cumberland-- existen todavía estas peleas, deporte anteriormente favorito de los del Norte. La Sociedad se opone a todo deporte que tenga por objeto y climax el matar un animal. Sin embargo, no ha sabido abolir la caza del zorro, o del ciervo, o de la nutria, ni alterar la afición de los ingleses a la caza en general. La caza del zorro pervive en el campo inglés como un acontecimiento social. Todos los domingos durante la temporada se ven los abrigos rojos de los cazadores, montados a caballo, precedidos por la jauría y seguidos por la sociedad y la afición local, ¡Un espectáculo muy bonito! Igual que en los toros, la canción popular ha inmortalizado a los grandes cazadores, como John Peel, de quien un cantar nos pregunta:

¿ Conoces a John Peel, con su abrigo tan bonito,
al amanecer, o cuando está lejos
con su caballo y su jauría, por las mañanas?

¿Cómo, pues, explicar el hecho de que un pueblo tan aficionado a la caza del zorro sienta tanta antipatía por las corridas dé toros? En principio, ¿qué diferencia hay? En ambos ejercicios se trata de matar a un animal después de cazarlo o lidiarlo durante largo rato. Que el animal sea pequeño o grande, da lo mismo. Un zorro es, quizá, aún más inteligente que un toro; aún más capaz de sufrir. El ideal del humanitarismo es el eliminar el sufrimiento de los animales. Lo que no entiende, en su rabia ciega contra la caza, contra las corridas, contra todo “deporte de sangre”, es que precisamente la caza, la corrida, es el método más eficaz de hacer olvidar al animal sus penas y despertar su gozo salvaje de la lucha por la vida. Un toro no quiere morir como un cordero...

Volvamos a mis viejos recuerdos personales. Desde Irún, uno se sabe ya en la patria del toreo, por los muñecos que se venden en la estación. En la estación del Norte, mientras espero el tren para Vigo, recibo mi primera lección de tauromaquia al mirar las postales de colores de la fiesta brava. En Vigo, desencanto. Me informa otro profesor de que no hay siquiera plaza de toros y, en todo caso, no hay corridas en invierno.

Empiezan las clases de inglés y no tardo en ver que vamos a hablar mucho de toros, puesto que el autor dé la Gramática que empleamos está tan chiflado por el toreo como yo. En cada ejercicio de traducción de inglés aparece la frase: “¿A los ingleses les gusta el toreo?”, o alguna otra parecida. Después de seis semanas me mandan a Santander.

En Santander, por lo menos, hay una plaza. Pero caigo gravemente enfermo y me llevan a un sanatorio. Desde la ventana de mi habitación se puede ver la vieja plaza de toros. Y con esto y ver la magnifica película “Tarde de toros” he de contentarme, ya que --antes de la temporada taurina-- me devolverán a Inglaterra... a cazar zorros.

© El Ruedo, 21 de junio de 1956

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