Y, en esencia, una función de toros, en cualquiera de sus manifestaciones, es una perfecta representación de la vida, en la que hay lucha, sacrificio, pelea, triunfo, recompensa y, naturalmente, también muerte.
Así es el toro, la vida misma
Aunque es normal que haya a quien no guste – y hasta disguste- el espectáculo taurino -a mucha gente tampoco le gusta el fútbol, o echa pestes de la actividad política, por ejemplo: si a todos nos gustase lo mismo tendríamos un muy serio problema-, quien reniegue de la fiesta nacional por sistema es que ni la conoce ni se ha acercado a ella. Y, como dice el magistrado y escritor Mariano Tomás Benítez, no se puede juzgar algo que no se conoce y, mucho menos, condenarlo.
Y, en esencia, una función de toros, en cualquiera de sus manifestaciones, es una perfecta representación de la vida, en la que hay lucha, sacrificio, pelea, triunfo, recompensa y, naturalmente, también muerte.
Algo que quedó, una vez más, claro ayer, 9 de junio, fecha en la que un torero, Diego Ventura, lograba uno de los más grandes triunfos no sólo de su carrera sino del toreo en su conjunto en los últimos años, y un aficionado era muerto por un toro en un festejo de calle en la ciudad valenciana de Paiporta.
Ventura, que compartió su triunfo con Andy Cartagena -que logró en la misma corrida salir por la Puerta Grande de Madrid por décima vez en su carrera- se convirtió en el primer rejoneador premiado con un rabo en Las Ventas, trofeo que no se concedía en esta plaza desde que, en 1972, que ya ha llovido, paseó uno Sebastián Palomo “Linares” -y que costó el puesto al presidente que lo otorgó-, siendo éste de ahora el decimotercer rabo que se pasea en esta plaza desde que el 21 de octubre de 1934 lo hiciese por primera vez Juan Belmonte. Tras el Pasmo de Triana consiguieron un rabo en Las Ventas Marcial Lalanda, en 1934, Manolo Bienvenida, al año siguiente, otro Belmonte, aquel mismo año, Alfredo Corrochano, Curro Caro, Lorenzo Garza, los tres en aquel triunfal 1935, de nuevo Manolo Bienvenida en 1936, Vicente Barrera, Domingo Ortega y Pepe Bienvenida, estos tres últimos logrados en la corrida celebrada el 24 de mayo de 1939.
La actuación del rejoneador sevillano, al decir de las crónicas, fue tan brillante como espectacular -además de ese rabo se llevó otras cinco orejas- y confirman su extraordinaria clase y el magnifico momento por el que atraviesa el toreo a caballo, con al menos media docena de grandes figuras capaces de lo mejor y lo siguiente.
Y, ese mismo día, mientras unos disfrutaban del éxito y del triunfo, Rubén Quintanar, de 27 años, natural de Torrente y asiduo a los espectáculos de bous al carrer, moría al ser alcanzado por un toro, “Botijero”, de Domingo López Chaves.
Cuando al ir corriendo a socorrer a otro aficionado que había caído y se encontraba en una situación apurada, resbaló y cayó ante la cara del animal, que hizo por él y le propinó dos cornadas, una en una pierna y otra, mortal de necesidad, en la axila. Y aunque los servicios médicos privados contratados para el evento, al descubrir la gravedad de la cornada, se apresuraron a trasladar al joven a la ambulancia y de allí al hospital La Fe de Valencia, donde un equipo entero de urgencias aguardaba la llegada del herido, nada se pudo hacer por salvar la vida de este héroe. Que no tendrá los titulares que Diego Ventura, pero sí la gloria y que en el cielo será tratado como el más grande de los toreros y como una persona a la que se debería poner un monumento y honrar para siempre su memoria.
Así es la vida, como nos la explica una función de toros.
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