Poner de acuerdo a una plaza entera y emocionar a todos los espectadores hasta el punto de provocar un delirio colectivo no es tarea fácil cuando no hay alharacas, ni artificios, ni adornos superfluos, ni aspavientos de por medio, sólo entrega intangible. Y así toreaba el genial Curro, con el alma.
La intensidad o pipas
Carlos Bueno
BurladeroTV / 13 Julio 2021
Hace unos días vi de nuevo el vídeo de una soberbia y emotiva actuación de Curro Romero. Un manojo de verónicas sentidas con su minúsculo capotillo, siempre ganando un paso en cada pase, para rematar con una arrebatadora media en el centro del platillo. Luego un par de series en redondo abrochadas con algún trincherazo, una tanda de naturales rubricada con un kíkiriki, un desplante torero y a matar. Todo rezumando una torería sólo al alcance de un privilegiado, un elegido, un tocado con la varita del arte, el poseedor del tarro de las esencias. En realidad la labor del Faraón de Camas no podía ser más sencilla. Y quizás en su sencillez radicaba su dificultad.
Poner de acuerdo a una plaza entera y emocionar a todos los espectadores hasta el punto de provocar un delirio colectivo no es tarea fácil cuando no hay alharacas, ni artificios, ni adornos superfluos, ni aspavientos de por medio, sólo entrega intangible. Y así toreaba el genial Curro, con el alma. El secreto de la catarsis que provocó la obra mencionada residía precisamente en esa desnudez artística, en el desprecio de lo material, en el evidente abandono del cuerpo, en la verdad de su quehacer.
No hicieron falta 200 muletazos porque con 20 había alcanzado una intensidad que ponía a prueba la resistencia de los corazones más fuertes. Y esa intensidad debería ser la que persiguiera la tauromaquia de hoy en día. Intensidad de principio a fin, sin tiempos de tedio que invitan a comer pipas. ¿Puede haber algo más anacrónico que comer pipas en un espectáculo en el que hay vidas de por medio? Nadie comía pipas durante la reseñada labor de Curro porque la gente la vivió en pie entre olés desgarradores y conmoción desbordada.
Pero no hace falta ser currista para entender el concepto de intensidad, ni siquiera partidario exclusivo del toreo de inspiración y de arte. Repasando entre mi mala memoria recordé los triunfos de El Califa en Madrid, cimentados sobre un puñado de naturales de mano soterrada. El sabor añejo de Juan Mora que cortó dos orejas a un Torrealta en la Feria de Otoño de 2010 con 25 muletazos y una estocada. La llorada salida a hombros de Las Ventas de Julio Aparicio en 1994 con un toro de Alcurrucén. O la histórica despedida de Esplá con el toro Beato de Victoriano del Río sobre el albero madrileño. Incluso uno de los grandes éxitos del maestro alicantino en un San Isidro gracias únicamente a dos poderosas tandas sobre las piernas ante una alimaña de Victorino.
La intensidad fue el común denominador de todos estos triunfos, como los de otros muchos. Cuando hay verdad y entrega absoluta no hacen falta parafernalias porque el clasicismo nunca pasará de moda. La manía de realizar faenas larguísimas con insulsos pases de probatura o de intentar exprimir hasta el último aliento del animal con insistentes muletazos cansinos no tiene sentido. Lo que tenga que ser que sea pronto e impactante. Lo demás sólo comporta aburrimiento y consumo de pipas. Qué horror.
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