
'..confrontación de los dos sevillanos Aguado/Ortega, sí que tenía el interés, sobre el papel, de contrastar sus puntos de vista, pues ambos militan en la línea que se ha venido llamando «de arte», que es ese toreo que lleva aparejada la posibilidad de que se estropeen los relojes, llegando incluso a pararse y, en cualquier caso, de excitar la cursilería de las ya de por sí cursis plumas que glosan la tauromaquia en los medios «serios»..'
JOSÉ RAMÓN MÁRQUEZ
No creo, sinceramente, que alguien que chane un poco de la cosa de los toros acudiese hoy a Las Ventas con la esperanza de ver algo mínimamente serio. La combinación de Plaza de Las Ventas con la parte ganadera en manos de Juan Pedro Domecq y con Juan Ortega y Pablo Aguado en la cosa del toreo, apuntaba con altísimas probabilidades y de una forma natural hacia el resultado calamitoso que finalmente se dio. Si luego los animales, además de impresentables en su morfología, salen con golpes, mataduras y heridas, eso nos habla bastante a las claras del concepto como ganadero que tiene de sí mismo don Juan Pedro Domecq Morenés, si además el hombre permite que le vendimien los toros en sus propias barbas, éste sí, éste no, éste me lo quitas, éste me lo pones, abundamos en lo anterior; y si tienen que verse diez u once toros en el reconocimiento para sacar cinco, eso tampoco habla de manera halagüeña de la manera en que don Juan Pedro considera que debe defender el «honor de la divisa». Y decimos cinco, no por buscar esa rima facilona y colegial del número cinco, sino porque cinco fueron los toros aprobados tras el examen técnico de los señores don Eloy Marino, doña Julia Moreno y don Enrique Alexandro, los eminentes profesores veterinarios que se ocupan de la parte relativa al zoomorfismo, la evaluación de la visión y de la movilidad de los toros a lidiar, aunque nos da el tufillo de que lo mismo anduvieron un poco atolondrados en cuanto al reconocimiento de heridas o lesiones, porque el caso es que, viendo lo que salió de las mazmorras de Florito, se comprueba que esta vez la manga de los eminentes profesores fue tan ancha como las mangas de la saya del Mago Merlín. El sexto, con el que remendaron los escombros juampedreros, fue uno de Torrealta. No vino solo, que al parecer hubo que inspeccionar a cuatro de esta vacada para seleccionar a éste, que fue el más toro del encierro y el que tuvo un comportamiento más acorde a lo que se espera del ganado vacuno de lidia, y además con un pitón izquierdo de ensueño, pero de eso se hablará después.
A veces nos quejamos de las corridas mano a mano en las que no se ventila nada, dos toreros puestos porque sí con los que rellenar un cartel y ahorrarse los emolumentos de un tercero. No es el caso de hoy, porque la confrontación de los dos sevillanos Aguado/Ortega, sí que tenía el interés, sobre el papel, de contrastar sus puntos de vista, pues ambos militan en la línea que se ha venido llamando «de arte», que es ese toreo que lleva aparejada la posibilidad de que se estropeen los relojes, llegando incluso a pararse y, en cualquier caso, de excitar la cursilería de las ya de por sí cursis plumas que glosan la tauromaquia en los medios «serios», porque eso del «arte» da mucho juego para escribir términos como «genuflexo», «despacioso», «delicadeza» y otros de ese jaez que no sabes si lees la crítica de una película erótica o la receta de un pastel.
Otra virtud que nadie puede negar a estos llamados «toreros de arte» es que han sido muy útiles para que algunas personas, sin necesidad de gastarse un dineral en psicólogos, hayan tenido una buena ocasión para explorar su auténtica orientación sexual, dando aletazos que ni ellos mismos se esperaban y poniendo los ojos en blanco como esas bolitas que se echan en los armarios para que las polillas no se coman los abrigos. No demos nada por descartado.
El único problema que arrastraba el cartel propuesto para el día de hoy es que la confrontación de los dos sevillanos no se daba en el sitio adecuado. Las Ventas, por su idiosincrasia, no parece el lugar propicio para que el careo de estos dos prendas llegase a buen término. Lo primero por el toro, que el de Madrid es siempre más incómodo para estos que el del resto del orbe taurino, por muy vendimiado que venga, y lo segundo que en una Plaza tan grande como la Monumental no es fácil hallar el estado de comunión previo que es preciso para que la liturgia artística se desarrolle: en Granada o en Jerez es mucho más posible que se den las mejores condiciones para que mane la despaciosidad, la genuflexión o la delicadeza, teniendo en cuenta principalmente el tipo de ganado que allí sale y el ambiente menos crítico y más festivo.
La corrida se ha ido despeñando por los vericuetos del desinterés y el tedio y si algo bueno ha tenido es la rapidez con la que se ha ido desarrollando, en comparación con las de otros días, que a las nueve y media aún estamos sentados en la piedra. Ha ido todo tan mal que incluso Iván García ha salido a banderilla por pasada, cosa inédita y sorprendente. Pablo Aguado ha hecho un quite al cuarto por verónicas de esas de pegolete, que decía el abuelo de Vicente Palmeiro, y se lo han aplaudido. Muy poco más. Ya saben eso que se dice de que no hay en toda España una vaca que pueda parir el toro que necesita Juan Ortega para hacer su toreo, aunque tampoco ayudaron lo más mínimo los escombros de juampedro, que todo hay que decirlo, pero la reconocida falta de solvencia técnica de Ortega no ayuda en modo alguno a ir solucionando los problemas de la lidia. En cierto modo Ortega da la impresión de que es un viejo torero con su carrera toda hecha y no un hombre de 34 años con solamente diez años de alternativa. Ya sabemos que la Ciencia estima que a partir de los 34 años se entra en la edad adulta, que es el momento en el que el cuerpo comienza a envejecer, pero ver a este hombre andando por la Plaza más evoca a uno en la madurez tardía con toda su carrera hecha, sus triunfos de juventud, sus grandes tardes y sus salidas a hombros en el que algunos quisieran ver un retazo de lo que fue. De eso nada, porque Juan Ortega no tiene leyenda alguna: por delante el futuro y por detrás, la nada. Bien es verdad que verle torear de salón, a condición de que no haya toro o con una becerra muy becerrita debe ser un gusto, pero eso es otro espectáculo distinto.
Lo único interesante de toda la tarde vino de la mano del de Torrealta, que atendía por Torbellino, número 50, dándose la circunstancia de que a buen seguro estaría en algún burladero de gañote, donde suele morar, el auténtico Torbellino, nombre con el que se anunciaba de novillero el abogado venezolano don Williams Cárdenas. Este Torbellino negro listón, alto y cuajado, dio lugar a un tercio de varas algo más aparente que los cinco anteriores en los que directamente no se picó, se movió en banderillas y llegó a la muleta de Pablo Aguado con ganas de embestir, especialmente por el pitón izquierdo. Ahí Aguado se puso a construir su obra que, a grandes rasgos, se sustenta en dos o tres naturales muy compuestos y estéticos tanto como en la ausencia de colocación y de disposición a hacer el toreo de cante grande, conformándose con un toreo decorativo que caló muy hondamente en los hastiados tendidos. El Torrealta, que desarmó a Juan Ortega, recibió ese toreo accesorio de remates y cosas bonitas que ahora tantísimo se estima, componiendo su figura para que Andrew Moore pudiera fotografiarle a gusto y nos dejó ayunos del toreo de verdad, del que te llega al alma. La estocada de zambullón, de rápido efecto, puso en marcha la petición de la oreja que a muchos les arregló la tarde y dejó como triunfador del mano a mano a Pablo Aguado.
ANDREW MOORE
FIN













El que escribe este artículo debe ser muy del siete desde luego, pero verdadero aficionado no...ya está bien de los que van a los toros a mitigar sus complejos personales, y peor todavía los que además lo escriben...vaya usted a un psicólogo y déjenos en paz
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