Ya no cabe duda sobre la legitimidad de su elección. Contra los mayores poderes políticos, económicos, mediáticos y hasta militares, manifiestamente coaligados, la voluntad popular logró imponer, por primera vez en la historia nacional, una candidatura con un programa de gobierno alternativo a los que históricamente fracasaron en la búsqueda de honestidad, equidad, justicia, libertad, paz, felicidad, respeto al pensamiento, la vida, el hábitat...
En un estado que gusta llamarse “la democracia más antigua de Latinoamérica”, pero que desde hace tres cuartos de siglo se bate en un vórtice de corrupción, truhanería, violencia, ilegalidad, exclusión, frustración…, refutaciones cotidianas de tal presunción; la denodada y permanente denuncia de Petro erigió su prestigio político de rebelde sobreviviente y opción inexplorada.
No más conocida su victoria, muchos de los encarnizados rivales arriaron banderas y corrieron a ofrecer concurso para una coalición parlamentaria, a todas luces abigarrada, oportunista, inestable, cuando no increíble. Otros declararon “independencia”, y los damnificados, quizá más francos, oposición frontal. Todos, por supuesto, estaban convocados por la consigna central de la campaña: “Pacto histórico, mediante un gran diálogo nacional”, que libre al país del armagedón.
Pacto, sí, entre opuestos, claro, pues un presidente tiene poder, pero no es “el poder”. Su partido, por ejemplo, ganó solo el 20% de los escaños en el senado. Además, la totalidad de la administración pública, media y baja (burocracia), está nombrada por los gobiernos precedentes. Y para completar, las grandes fuerzas fácticas de la sociedad, ya mencionadas, apostaron a la contra.
Entonces, hablar, hablar y conciliar intereses en aras del “bien común” es la única vía racional. Pero claro, el principio sobre el que descansa esa ilusión, es la lealtad de la palabra, la confianza mutua, respaldada por el ofrecido respeto a todas las voces y a todos los derechos, que en democracia deben ser iguales, por encima de su capacidad de difusión, de compra, o de fuego.
Los de las minorías, todos lo somos, han sido trajinada pancarta electoral. Vale. Y entre tantas hay una que recibe curioso protagonismo, la conformada por los fieles al culto de la tauromaquia, los cuales no solo hemos padecido por años la reprobación del ahora presidente, sino la persecución moral, verbal y física de no pocos de sus partidarios, quienes enarbolan la prohibición del rito (corridas) y el consecuente exterminio del toro como asunto prioritario de gobierno, (proyectos legislativos ya radicados).
¿Seremos comprendidos y respetados, cual ordena la Constitución nacional (Ley 916 de 2004)? ¿Podemos contar con eso? ¿O sobre nosotros caerá quizá el primer mentís a la jurada “unidad dentro de la diferencia”?
La decisión inicial estará, no en el presidente sino en el Congreso, que valga recordar a quienes alegan que el antitaurinismo es marca registrada de la izquierda, tiene hoy amplia mayoría de la derecha. Es allí entonces donde se probará primero la sinceridad de todos. Vamos a ver.
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