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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

miércoles, 14 de agosto de 2013

Historias inverosímiles / Por Joaquín Albaicín



"...Julio Aparicio y Miguel Báez Litri engulleron a toda la generación de Manolete –y sólo transcurridos dos años desde la muerte de éste– como quien se echa al buche una canica. ¡Y aún eran novilleros!..."

 Historias inverosímiles
Joaquín Albaicín
Escritor
  • Y es que los milagros existen. Por lo menos, eso digo siempre a Antonio.
Mediado el primer tramo –y el más interesante– de la Carrera de San Jerónimo, se abrió un
domingo del pasado mes la venerable puerta de Lhardy –junto al portero, uniformado cual chulo de banderillas del coso del buen yantar– y por ella salió de repente, con su hija Pilar y un paquete de viandas, Julio Aparicio padre. No nos veíamos desde hacía un tiempo, y le tomé la palabra en eso de llamarle para comer juntos en Mallorca de Velázquez. Lo haré, si Dios quiere. En Lhardy degustaba el desayuno Joselito El Gallo, y la constatación de que todavía saborean su consomé leyendas de la lidia como Julio acentuó mi sensación de avanzar siempre por rutas bienaventuradas, es decir, no holladas por las gélidas suelas de Descartes.

Lucía el sol y en la Plaza de Santa Ana recogí a Antonio Borja, que se acoge en su demanda del Grial al amparo de arcángeles persas, y juntos partimos en busca de Juan Maya, el insigne hombre de letras avecindado a tiro de flecha de la antigua redacción de Pueblo. Nos convidó a unas cervecitas en La Bodeguita de San Juan, por ahí por donde vivió el autor de El sí de las niñas y, aparte de referirnos sus más frescos sueños y sus proyectos de lanzamiento al estrellato flamenco del pianista Paco Montoya, tuvo a bien proponernos una reflexión de considerable calibre: ¿Habéis advertido que ya nadie compra espejos? –Disparó– ¿Que vienen incorporados a las casas, a una de las paredes del cuarto de baño? ¿Qué quiere decir esto?

Mucha molla contiene, en efecto, cuanto guarda relación con los espejos. Decía Ramón Gómez de la Serna que “todos morimos en los espejos antes que en la verdadera muerte”. Y a los espejos ha dedicado uno de sus más recientes números La Puerta, decana de cuantas revistas se consagran en España al universo del hermetismo (su nuevo monográfico, Poesía y Sabiduría, acaba de enviármelo Pere Sánchez Ferré).

Quizá porque acabábamos de hablar de sueños y porque las imágenes que vemos sobre la superficie de los espejos están tejidas con idéntica sustancia que las figuras del mundo onírico, despertaron las palabras de Juan Maya, en mi memoria, un sueño reciente en el que Ramón El Portugués, cantaor sólo para paladares selectos, me hablaba de Cameron, un tabaco muy barato, que se vendía sólo en las carreteras y a 25 euros el cartón, y en cuya busca, en el sueño, yo partía. No era la del Grial, pero la figuraba. Los cigarrillos Cameron son por completo desconocidos en los estancos del mundo de la vigilia, pero, a modo de compensación, Cameron es el nombre propio, precisamente, del protagonista del relato que abre el libro de Alasdair Gray hace nada publicado por Rayo Verde (Historias inverosímiles, en general) y que aquella jornada, desmantelado nuestro plan de cenar en Casa Patas por cerrar el flamenco figón los domingos, tuve en mis manos ya a primera hora de la madrugada. Es un popurrí de fábulas y ocurrencias –como la de que el Sol es una mujer coqueta– en cuyas páginas conviven la obra gráfica y la escrita. Como suelo tener a mano la segunda edición americana de La visión de Blake del “Libro de Job”, de Joseph Wicksteed, los dibujos-relato de Gray me han recordado algo a los del místico del XIX (deuda reconocida por Gray al final del libro, por cierto). También, a los del punzante Miguel Brieva y su revista Dinero. Y, claro, a los inventos del Profesor Franz de Copenhague del entrañable TBO.

Hombre, la solemnidad y fuerza de las imágenes brotadas del febril pincel de William Blake no las tienen las ilustraciones –muy tributarias del cómic- de Gray. Pero bueno, ahí están dos relatos de fuste como La comedia del perro blanco –que he leído, no sé si con acierto, como un retrato de la pareja occidental de hoy– y La causa de algunos cambios recientes, en el que sólo he apreciado un fallo: partir del falso axioma de que la Tierra es esférica, y no plana.

Y eso, lo de Cameron, que era a lo que iba… Cameron es un niño que, una madrugada, vislumbra caer una estrella fugaz y sale a buscarla al patio. Allí está, reluciente y del tamaño de una canica, y, luego de tragársela, él mismo se convierte en estrella. Una historia no más inverosímil que lo que diariamente despliegan ante nuestros ojos los espejos o el toparse, como yo esa mañana, con el toreo de los 50 llevándose a casa, en un envoltorio atado con una cinta verde, una provisión de empanadillas y cabello de ángel. Porque, como Cameron la estrella en el relato de Gray, Julio Aparicio y Miguel Báez Litri engulleron a toda la generación de Manolete –y sólo transcurridos dos años desde la muerte de éste– como quien se echa al buche una canica. ¡Y aún eran novilleros!. Y es que los milagros existen. Por lo menos, eso digo siempre a Antonio Borja. Y, aunque sólo sea porque la afirmación le suene a persa, sospecho que me cree.

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