Debería funcionar el Estado de Derecho que consagra la igualdad de todos los españoles ante la ley; evaluar todas las responsabilidades ante los tribunales predeterminados en la constitución; y que todos y cada uno de los perjudicados y victimas de semejante comportamiento culposo, obtuvieran el resarcimiento debido; aunque la vida no admita vuelta atrás, y aunque sea el gobierno, en pleno, quien se siente en el banquillo y sea juzgado.
Pedro Sanchez, merece pasar a la historia como el peor Presidente de la Historia de España.Por Jaime Alonso
JAIME ALONSO
El Correo de España -Madrid, 3 Mayo 2020
La puesta en escena de la tragedia del coronavirus por parte de Pedro Sánchez y sus asesores, por la necesidad de disimular su negligencia culposa con resultado de muerte; desviar la atención del drama diario que estábamos viviendo y confinarnos, con alegría y constructiva resignación. Así transformaron el cabreo en aplauso; las constantes chapuzas en picos, rebrotes, desescalada y un largo etc. de neo lengua capitular, digno de mejor causa y de otro gobierno. Con maestría suprema, sólo alcanzable cuando tienes un control absoluto de la emotividad de las masas; a través de imágenes y de un relato adecuado, han conseguido, hasta ahora, mantener a todo un pueblo sumido en la perplejidad, la confusión y la alarma, en un estado colectivo de miedo irracional.
Hasta se atrevió, el “doctor cum fraude”, a comparecer, emulando a Winston Churchill y plantearnos la lucha contra un virus, que él había coadyuvado a propagar, como una guerra; conflicto que le obligaban a librar y para el cual pedía, al atribulado pueblo español: “sangre, sudor y lágrimas”. También solicitaba, lo contrario de lo que fue su política de gobierno: unidad, solidaridad y templanza de ánimo. La pandemia le imponía el reclutar todos los esfuerzos nacionales, declarar el Estado de Alarma -excepción encubierta-, restringiendo los derechos constitucionales básicos de reunión, manifestación, libre circulación, control parlamentario y hasta de opinión. La teatral y conmovedora puesta en escena necesitaba, para ser más creíble, al estamento militar uniformado, firmes y serios. Intervendrían cuando les tocara y con previo guion de las preguntas a contestar; el resto lo haría un periodismo de pesebre y dadiva, entregado al poder que exige mover el rabo.
Pero ahí residió el mayor error del presidente. Nadie le advierte y su enorme talento no aventura qué, cuando mandas un ejército de militares, guardias civiles, médicos, enfermeras, auxiliares sanitarios, policía nacional y local, y demás personal necesario para esta guerra; debes mandarles con el armamento adecuado, con los pertrechos imprescindibles para su misión, alojamiento y manutención, lo que se llama la Intendencia. ¿Y, como mandó, el comandante en jefe y sus ministros, al combate, a ese numeroso y plural ejércitos, en su lucha contra la epidemia? Pues sin test, ni mascarillas; sin guantes, ni trajes adecuados para el combate contra un enemigo que, por esa razón, se cobró innumerables victimas. Cuando comprueban el error de previsión y logística, quiere arreglarlo “el comandante”, encargando reponer el material inexistente o defectuoso, al Cabo furriel de la máxima confianza del mando, que vuelve a la recompra del material, nuevamente defectuoso, lo que implica más de cuarenta mil “soldados sanitarios” contagiados y varios centenares de muertos.
Aquí es donde mi imaginación deja el vuelo bajo y se centra en la realidad del problema. ¿Qué se hace, en época de guerra, con un “Comandante en Jefe” que conduce a su tropa con semejante negligencia? Sospecho, por mi escaso conocimiento de las Ordenanzas Militares, que se le destituye; le juzgarían en Consejo de Guerra, y le fusilarían, dada la gravedad y cuantía de las muertes propias. Ignoro si alguien querría, en esas circunstancias, solicitar clemencia alguna.
Si prescindimos del belicismo originario de Sánchez y su impresionante parafernalia militar. Si consideramos que todos los hechos y sus circunstancias se producen en tiempo de paz; el resultado sería menos duro en términos vitales, pero igualmente justo. Debería funcionar el Estado de Derecho que consagra la igualdad de todos los españoles ante la ley; evaluar todas las responsabilidades ante los tribunales predeterminados en la constitución; y que todos y cada uno de los perjudicados y victimas de semejante comportamiento culposo, obtuvieran el resarcimiento debido; aunque la vida no admita vuelta atrás, y aunque sea el gobierno, en pleno, quien se siente en el banquillo y sea juzgado.
Sostiene Jonathan Haidt que “nuestras mentes fueron diseñadas para la justicia grupal”; por ello puede coexistir el abismo entre quienes nos gobiernan y la sociedad civil de los gobernados, sin otra ligazón que el relato, cada vez más ajeno a la realidad, más próximo a lo conveniente, y mejor subvencionado por el poder, al que sirve. Debemos evitar sea laminada la sociedad civil, a la que seguiría la clase media; debemos impedir que los instintos guíen nuestro razonamiento, aunque la pura intuición nos dicte que estamos al filo del precipicio. Reaccionaremos y en la dirección adecuada, por instinto de supervivencia; aunque resulte difícil conectar con aquellos que viven en otras matrices morales, religiosas o políticas, y quieren imponérnoslas a base de persuasión, coacción o exclusión social, punitiva o no.
El relato del gobierno, en esta crisis sin precedentes, es acorde a la ideología y talento natural del presidente y sus ministros. Ya, Unamuno, nos advirtió sobre el peligro de ciertas personas, cuyo complejo o resentimiento había moldeado su personalidad y configurado el carácter. Advertía del peligro de dejar en manos de Manuel Azaña, la II República, porque: “era un escritor sin lectores”. Peligro que traslado al partido socialista, órganos internos, y a sus votantes, tan perjudicados como yo, de no advertir en Pedro Sánchez, un mayor peligro que en Azaña: “porque podría plagiarle”. Y claro, adulterar semejante talento, equivale a falsificar los datos de los infectados ante la OCDE. Esa distopía de la izquierda, lo lleva al paroxismo la portavoz del gobierno, María Jesús Montero, al rechazar el crespón negro en la bandera de España, o hacer luto por las victimas de la terrible epidemia, que su negligencia potenció, porque “el mejor tributo a los muertos es apoyar al gobierno”.
Siempre deberíamos conducirnos en la vida política y también en la sociedad como nos aconsejara, en 1676, Spinoza: “He cuidado atentamente de no burlarme de las acciones humanas, no deplorarlas, ni detestarlas, sino entenderlas”. De ahí se deduce que, cuanta menos gente crea que fines justos justifican medios violentos, mejor. Pero eso no encaja con los revolucionarios de biblioteca que, leyendo un día a Marx: “el sufragio universal pareció sobrevivir sólo por un instante, para dictar su testamento a la vista de todo el mundo y declarar en nombre del mismo pueblo: todo lo que existe merece perecer”, aspiran a que todo perezca, menos su utopía renovada. Han pasado tantos años que el anacronismo que debe perecer, son ellos. Todavía les falta descubrir a, George Sorel, en sus reflexiones sobre la violencia: “los hombres que se dirigen al pueblo con palabras revolucionarias han de someterse a la sinceridad de la disciplina más severa, porque los obreros entienden esas palabras en el sentido exacto que les da el idioma sin permitirse interpretaciones simbólicas”. Evidente, en Francia hace muchos años que los obreros votan a Le Pen; y, en España, muchos obreros, pronto serán mayoría, votan a Vox.
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