la suerte suprema

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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

martes, 15 de septiembre de 2009

FORTUNATO GONZÁLEZ: MEMORABLE DISCURSO

ACTO FUNDACIONAL DEL AULA DE TAUROMAQUIA "ÁNGEL LUIS BIENVENIDA"-TEATRO "MUÑOZ SECA" DE MADRID"


Por su interés y vigencia, rescatamos del archivo este memorable discurso de Don Fortunato González Cruz, director de la Cátedra de Tauromaquia de la Universidad de los Andes, de Mérida-Venezuela, que pronuciara en su día con motivo de la inauguración del Aula de Tauromaquia Ángel Luis "Bienvenida".

"IDENTIDAD Y FIESTA BRAVA"
Fortunato González Cruz
Director de CIEPROL-ULA

""No queda otro camino. Las corridas de toros tienen que seguir para que sigamos siendo españoles de este y del otro lado del Atlántico"".

Introducción.-

Puede parecer sorprendente y temerario que un aficionado residente en la Mérida andina se atreva a venir a Madrid a hablar de toros. Pero una invitación como la que me han hecho los amigos del Círculo de Amigos de la Dinastía Bienvenida no podía ser rechazada, mucho menos cuando es producto de un feliz encuentro en mi tierra con don Juan Lamarca, don Javier Morales y don Francisco Serrano luego de otros felices y productivos intercambios con amigos lejanos pero entrañables, todos al calor de la fiesta brava y en el ámbito que me brinda la Academia, a la que pertenezco. También porque nos convoca Ángel Luís Bienvenida, escogido de Dios para hacer de su vida una larga verónica plena de musa, de ángel y de duende.

Una quimera me condujo a Mérida y a su Universidad de Los Andes donde compartí estudios con la fiscalización de los espectáculos públicos, con lo cual entraba gratis a las corridas de toros. Ya con mi borla jurídica y siendo timonel del diario El Vigilante, propiedad de la Arquidiócesis, introduje en el rotativo la crónica taurina. Como Alcalde de Mérida me ocupé de la organización de los festejos, la selección los toros, la elaboración de los carteles y el nombramiento de la Autoridad Taurina entre los aficionados que consideré más duchos, mejor formados y más representativos del colectivo del que formo parte. Años después, como miembro de la autoridad taurina, traté de seguir el consejo de un amigo que me recomendó poner el cerebro en el ruedo y el corazón en los tendidos. Y como aficionado he vivido todas las emociones y le he dado rienda suelta a mis impulsos.

Vengo de América del Sur, de una ciudad emplazada entre las últimas montañas que dibujan desde el Polo Sur el monumental espinazo que va a hundirse en las tibias aguas del mar Caribe. Fundada por extremeños criadores de cerdos, devotos del apóstol Santiago y amigos de los festejos taurinos, abre desde sus días iniciales la plaza mayor a la fiesta brava. Como lo señaló Germán Briceño Ferrigni en circunstancia memorable: “somos añosa sede mitrada y tenemos universidad desde antiguo, originada en un famoso colegio que en el siglo XVII fundaron los Jesuitas y que rivalizó con los muy acreditados de Santa Fe de Bogotá. De allí arranca una tradición letrada y académica que nos ha hecho propender más a las humanidades que a la técnica. Las llamadas ciencias del espíritu tuvieron aquí, desde siempre, brillantes, inspiradísimos y galanos cultores, entre ellos Don Tulio, erudito cronista de sus fastos y risueño juglar de su paisaje.”
[i]

Madrid es para mí como para la inmensa mayoría de los americanos una fascinación que seduce y cautiva. Me topé con ella en un manoseado libro ilustrado y anduve por sus viejas calles de la mano de Benito Pérez Galdós; espléndidos anfitriones me han enseñado a libar y comer en sus fondas y mesones cargadas de abolengo y casta.

En alguna ocasión, en Sevilla, tuve el honor de dar cuenta de unos rabos de toro estofados en compañía de sus majestades el Rey Juan Carlos y la Reina Sofía, y con su alteza el Príncipe Felipe tomar una cerveza en un antiguo claustro de Cáceres. He buscado mis raíces tras Dulcinea por los caminos de La Mancha, en las procesiones de Semana Santa, en los Ayuntamientos que forman la base política de América y constituyen el manantial inagotable de la libertad.
Gracias a la Unión de las Méridas del Mundo que me empeñé en fundar he gozado de las escenificaciones clásicas en el Teatro Romano de Mérida.
En Las Ventas he sentido los estremecimientos que me causan la zarzuela y los toros, hecho amigos, y recordado a mi paisano César Girón, quien ocupa lugar prominente en el museo que custodia y venera los recuerdos.

Por el amor a España que es en definitiva lo que siento y conmueve, es que me atrevo a venir a la Villa de Madrid a desocupar las alforjas cargadas de afectos y reflexiones.

Globalización e identidad de España.

Sin temor a cometer una impertinencia o descortesía, digo que me preocupa una cierta actitud de España, o de algunos españoles, por desdibujar sus rasgos y mitigar sus caracterísmos. La madre patria o la patria hermana, la compañera de viaje en el tiempo infinito y en la distancia oceánica, la del Quijote y la de Sancho, la de Unamuno y Bienvenida, la de la Alhambra, la que cantan Machado, Bello y Neruda, la que pinta Velásquez y Picasso; la de la tortilla tan española y tan mestiza. ¡España! ¿Por qué se empeñan en despojarte de tu mantón de Manila y de tu bata de cola? ¿Qué sería de España sin el flamenco, sin el castellano, sin su Familia Real, sin las tapas, sin sus corridas de toros?

En tiempos de globalización ¿No es acaso la identidad el mayor valor de una sociedad? La modernidad con sus portentosas fuerzas estandarizantes acomete sin nobleza los preciosos valores de la identidad. Si algo está claro en el umbral del siglo XXI es que la globalización es un triunfo de la ciencia y de la tecnología que nos facilita ejercer con plenitud el derecho a la libertad; pero también es una amenaza planetaria contra la heterogénea policromía del paisaje social y de allí que las sociedades que tiene sus bases bien cimentadas en su historia y en su cultura cuidan el patrimonio que las hace únicas y singulares. Es también el empeño de las que aún no han logrado fraguar su carácter.

Corre paralelo a la globalización un proceso contrario que denominamos lugarización. Si aquel trata de convertir el planeta en un aburrido espacio uniforme, este aprovecha los beneficios del primero para acentuar los caracterismos de los lugares. La ciencia y la tecnología marchan a su aire ofreciendo niveles cada vez más altos de calidad de vida y las sociedades se empeñan en ello y también, como el toro, en defender sus espacios. En la defensa de la identidad, de la querencia, se requieren líderes con casta bravía, pero lamentablemente hay gobernantes que desparraman la vista, mansos que no se enteran, descastados que no merecen el honor de ninguna plaza.

Su Santidad Tenzin Gyatso, decimocuarto Dalai Lama, nos ha sorprendido con un libro donde expone su preocupación por la ciencia desde la perspectiva que le ofrece el budismo tibetano. Es una reflexión útil para comprender la modernidad. El reduccionismo positivista y el optimismo científico pudo en algún momento amenazar la capacidad humana para estremecerse, pero como lo dice el Dalai Lama, uno de los problemas esenciales del mundo actual es la estrechez de miras que resulta del materialismo científico y el potencial nihilismo al que podría dar lugar. “El nihilismo, el materialismo y el reduccionismo son, sobre todo, problemas desde el punto de vista filosófico y, en especial, humanista, ya que pueden llegar a empobrecer nuestra manera de entendernos a nosotros mismos”. (Pág. 23) Todo está sometido al examen de la ciencia, pero no se puede caer en la exageración de confundir el método con un principio metafísico, filosófico o estético.

Me niego a creer que España aún no haya logrado endurecer el cemento de su compleja identidad; más bien me inclino por pensar que la modernidad está atacando a parte de sus élites, como el sarampión socialista a los jóvenes en los años 60. Europa les seduce y empuja por la fácil asimilación de lo anodino y trivial, cuando el llamado Viejo Continente tiene justamente en la rancia antigüedad de sus instituciones el encanto que cautiva y la fuerza del porvenir. Un americano ve desde su Nuevo Continente, desde lejos, unas tendencias patológicas que parecieran señalar una peligrosa confusión: la globalización con la macdonalización, y los tesoros culturales con entelequias o apolillados atavismos.

Quienes vivimos en una tierra nueva como América y en particular en el Caribe, donde parece que los ingredientes aún no dan el punto de cocción de una identidad inconfundible, tenemos conciencia del inmenso valor del patrimonio que poseen países como España, con su fisonomía particular. Vista desde lejos España es una. Acercando el lente se perciben las diferencias, pero desde el lado nuestro del Atlántico ningún país de Europa es tan inequívoco e inconfundible como España. Toda ella, desde las Islas Canarias hasta los Pirineos, tiene algo que la señala como una sola tierra y una misma gente.

¿Porqué España fascina al mundo, como hechiza México, asombra Estados Unidos de América, sorprende China o enamora Francia? Hay unos valores singulares e inconfundibles que tienen una sola y única manifestación más o menos homogénea en toda España.

Me atrevo a señalar como el primero de estos valores esenciales su particular concepto estético, la valoración tan propia del arte que comparten los españoles de todas sus regiones, provincias y municipios. Es una luminosidad que cubre el suelo español, un perfume que penetra su aire como el duende que corteja los versos de Federico García Lorca, el salero de Lola Flores, la casta de Teresa de Jesús, la armónica simplicidad de la arquitectura de Moneo o la imponencia de un toro bravo. Hay cosas que no tienen explicación porque no las puede tener y que contienen la misma valoración estética como la incomprensible “cremá” de las fallas en Valencia, o los Sanfermines, el cante jondo o una serie de naturales de Enrique Ponce. ¿Qué hay de común entre las Meninas de Velásquez, el Aquelarre de Goya o los toros de Picasso? ¿Qué significado tiene el templo de la Sagrada Familia de Gaudí o el museo Dalí en Figueres? ¿Acaso no está don Quijote de la Mancha en la esencia de semejantes monumentos? Un concepto estético idéntico que es solo español. No se si ustedes lo perciben pero quienes no somos españoles lo vemos a leguas. Es evidente. No se las razones.
Quizás los componentes del amasijo humano que se elaboró sobre este paisaje entre seco y húmedo: Celtas, romanos, árabes y judíos. Los cultores de la lengua castellana quizás aporten muchos más elementos que permitan comprender esta singular percepción de la belleza que comparten los españoles. Me faltan lecturas de Ortega y Gasset, de Salvador de Madariaga, de Machado. Yo no lo se; sólo les digo con la aprensión de un ignorante que hay algo común que tiene que ver con la queimada del gallego, la sardana catalana, el aurresku vasco o el cante jondo tan andaluz.

Es, sin embargo, la pasión el componente más evidente de lo español. Como flemático es el inglés y galán el italiano, apasionado es el español. La historia de España es la narración de acontecimientos frenéticos. Acude a mi memoria la romería de Juana la Loca con su rey acuestas, episodio irrepetible en otros paisajes. Nada hacen sin poner el ímpetu de su corazón en la obra. La pasión se hace carne viva en la fiesta brava. La crónica taurina es muchas veces inflamada como las de Alfonso Navalón o Miguel Ángel Moncholi. Más pausadas las de Zabala de la Serna y José Carlos Arévalo pero siempre poniendo en la tinta el ardor hispano.

Y los españoles le ponen a la vida un fondo aventurero. Hacen de la cotidianidad un acontecimiento. Salir de tapas es hacer una expedición en una selva de ofertas gastronómicas, seleccionar un vino es una invitación a la aventura del paladar.

El descubrimiento de América es una consecuencia del sentido estético, de la pasión y de vivir con hambre de aventuras. Ningún otro país distinto a España habría podido realizar la obra del descubrimiento, la conquista, la colonización y el poblamiento de América. En ninguna otra sociedad habrían podido surgir obras como la Compañía de Jesús o el Opus Dei. El Estado moderno se fragua en Salamanca, Coimbra y Alcalá de Henares antes que en Filadelfia y en Versalles por la obra del dominico Francisco de Vitoria y el jesuita Francisco Suárez. Pero es en las corridas de toros donde se concentra toda la esencia española, como lo dice Federico García Lorca, “Parece como si todo el duende del mundo clásico se agolpara en esta fiesta perfecta, exponente de la cultura y de la gran sensibilidad de un pueblo que descubre en el hombre sus mejores iras, sus mejores bilis y su mejor llanto…Es el único sitio adonde se va con la seguridad de ver la muerte rodeada de las más deslumbrante belleza.”

Por algo España es el país de la lectura, del comer y de las tapas, ese milagro culinario que recuerda que lo pequeño es hermoso y también sabroso. La lectura es un camino para la satisfacción de la necesidad tan española de escapar al mundo de los sueños aunque se esté atrapado en el subterráneo del metro madrileño. En ninguna parte de la tierra se toma el vino como en España ni se come como en España: de pié en medio de una multitud, en una vieja callejuela a media luz o en un rutilante restauran que generalmente reproduce el ambiente informal de la vieja calle de tapeo.

Corridas de Toros e Identidad de España.

Gabriel Doménech Pascual en un trabajo jurídico sobre la fiesta brava, copia un trozo de una sentencia del Tribunal Constitucional Federal de Alemania donde se pretende definir el arte en los siguientes términos:

“Lo esencial de la acción artística es la libre configuración creativa, en la cual se plasman intuitivamente por medio de un determinado lenguaje formal las impresiones, experiencias y vivencias del artista. Toda actividad artística es una confluencia de procesos conscientes e inconscientes que no pueden ser descifrados racionalmente. En la creación artística actúan conjuntamente la intuición, la fantasía y la pericia artística; no se trata primariamente de información, sino de expresión, y ciertamente de la más inmediata expresión de la personalidad individual del artista”
[ii]
Es una definición bastante individualista pero útil para definir el toreo como un lenguaje formal que plasma las impresiones, experiencia y vivencias del torero, quien actúa por intuición, por fantasía y por pericia. A diferencia de las artes plásticas, como lo afirma Luís Francisco Esplá, citado por Fernando Claramunt López, “El drama de los toreros como yo es que morimos sin haber entendido del todo el material con el cual trabajamos”.[iii]
El toreo es además un arte efímero, el más fugaz de todos más que su pariente el ballet o la gastronomía, porque se realiza en un instante del que quedan los fulgores, las imágenes y los sabores. “Puede haber dos pases geométricamente idénticos y estéticamente distintos. En esa distinción consiste precisamente el arte,” ha escrito alguna vez José Carlos Arévalo.

Quiérase o no, las corridas de toros son un expresión artística tan española como la pareja cervantina, porque tienen la estética particular de España, la pasión de España, escenifica una manera de ver la vida y de vivir española, es una forma de socialización mediante el espectáculo artístico, la comida, la bebida y la música. La fiesta brava es la fiesta nacional de España porque condensa todo lo español en un único acto. Allí está contenida toda la cultura, todo el arte, todo el concepto estético español, toda la pasión y toda la disposición de la sociedad española para vivir la vida como un acontecimiento. ¿Que hay polémica en torno a las corridas de toros? ¡Por supuesto que tiene que haberla! Aquí se polemiza, se forma una discusión acalorada y se organizan partidos por quien y donde se prepara mejor y auténtica tortilla española. Lo peligroso para España y para su esencia en estos años iniciales del siglo XXI es que llegue a cualquier instancia de poder un lunático, un psicópata, como han llegado, y prohíba las tortillas…o las corridas de toros.

Que lo digan los propios españoles:

Federico García Lorca dijo una vez que Alemania tiene musa e Italia ángel, pero España está todo el tiempo movida por el duende que adquiere en los toros “sus acentos más impresionantes, porque tiene que luchar por un lado, con la muerte que puede destruirlo, y por otro lado, con la geometría, con la medida base fundamental de la fiesta. El toro tiene su órbita, el torero la suya, y entre órbita y órbita un punto de peligro donde está el vértice del terrible juego. Se puede tener musa con la muleta y ángel con las banderillas, y pasar por buen torero, pero en la faena de capa, con el toro limpio todavía de heridas, y en el momento de matar, se necesita la ayuda del duende para dar en el clavo de la verdad artística”. Y agrega “En España tiene el duende un campo sin límites sobre los cuerpos de las bailarinas de Cádiz, elogiadas por Marcial, sobre los pechos de los que cantan, elogiados por Juvenal, y en toda la liturgia de los toros, auténtico drama religioso donde, de la misma manera que en la misa, se adora y se sacrifica a un Dios. (Pág. 45 y 46)

La fiesta brava es como lo reconoce el jurista Tomás Ramón Fernández…” un elemento constitutito de nuestra propia y particular realidad social tras el cual subyace toda una concepción del mundo que nos es propia, que expresa nuestro privativo modo de ser, de entender y de estar en el mundo, que da cuenta de nosotros mismos, de nuestra singular e irrenunciable identidad en un mundo cada vez más uniforme, de nuestra cultura en el sentido más profundo y más auténtico del término, sin la cual, sencillamente, no seríamos ya nosotros mismos” (Pág. 171)

Por ello en América existen las corridas de toros. Más, mucho más donde lo español se mantuvo firme, menos donde llegaron en mayor proporción gotas de otras estirpes.

Serán un milagro, una temeridad o ambas cosas las corridas de toros. Pareciera a primera vista una entelequia condenada a muerte. Pero las corridas de toros forman parte del alma española que es también en alto grado el alma de América. Se trata de un hecho cultural que incorpora la esencia de lo español, de un arte con los contenidos estéticos que se comprenden en España y en América como en ninguna otro lugar. ¿Qué van a hacer? ¿Qué vamos a hacer? ¿Van a demoler la Sagrada Familia por irracional? ¿Renunciamos a la eñe? ¿Van a acabar con la fiesta brava? No hay más camino en un mundo amenazado por lo anodino y fútil que defender esa expresión artística tan específica. Por la cultura, por el arte, por los valores ecológicos, por los valores éticos, por la identidad hay que preservarla de sus enemigos internos y externos.

No queda otro camino. Las corridas de toros tienen que seguir para que sigamos siendo españoles de este y del otro lado del Atlántico.

En Madrid a diecisiete de Abril del año dos mil siete.

Bibliografía
Briceño F. Germán. Mérida en tres solares”. Alcaldía de Mérida. 1990.
Claramunt López, F. La Mirada del Torero. 1999. Tutor. Madrid.
Fernández R. Juan Ramón. Reglamentación de las corridas de toros. Estudio histórico y crítico. Espasa-Calpe. Madrid. 1987.
García Lorca, Federico. Obras Completas. 1955. Aguilar. Madrid
González Cruz, Francisco. Globalización, Lugarización. 2000. Cieprol. La Quebrada.
Gyatso, Tenzyn. El Universo en un Átomo. 2006. Grijalbo. Bogotá
Revista Jurídica de Castilla-La Mancha. Mayo 2006 Nº 40.
[i] Briceño F. Germán. Mérida en tres solares”. Alcaldía de Mérida. 1990. Pág. 36 y 37
[ii] En Revista Jurídica de Castilla-La Mancha. Mayo 2006 Nº 40. Pág. 85
[iii] Claramunt López, F. La Mirada del Torero. 1999. Tutor. Madrid. Pág. 229

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