"La hora de Córdoba"
por José María Pemán
Publicado en El Ruedo, el 18 de julio de 1944
Publicado en El Ruedo, el 18 de julio de 1944
Remitido por José Ramón Márquez
La aparición de la faz enjuta y entristecida de Manolete junto a la cabecera del diario de Madrid más representativo del joven y clásico régimen nuevo de España, tiene una significación tranquilizadora. El torero de Córdoba rompe la línea frontal de Arriba, asoma su cabeza angulosa y se instala allí, ya con aire de romano medallón, en fila con los generales, jerarcas y poetas que, cada día, adornan de una mitología civil aquella clásica cornisa.
Así debía ser. Estoy seguro de que esta inclusión de la efigie de Manolete no se ha hecho descuidada ni frívolamente, sino con entera conciencia de su calado y significación. Toda postura autoritaria y clásica en un Estado nace con un previo y justificado recelo hacia todo colorismo casticista típico: en definitiva, democrático y populachero. Todo régimen de esta especie trata de agrupar fuerzas y asegurar perfiles, y necesariamente tiene que taponar todas las delicuescentes evasiones del color fácil.
El régimen mussoliniano tuvo, en sus orígenes, una postura agresiva para ciertas tarantelas, acordeones y fetuchines que amenazaban desangrar, a la luz de la Luna, por el Golfo de Nápoles, toda la energía romana que el nuevo César quería concentrar. Una incipiente postura autoritaria en Argentina bastó para encararse rápidamente con ciertos desgarros, demasiado “gauchos”, de la radio y ciertas pecaminosas languideces de tango y matesito.
Había el peligro de que nuestro juvenil clasicismo, nuestra revolución autoritaria hubiera comprendido, bajo una frívola condenación de “casticismo” a la que, en su epígrafe al lado de la cara del cordobés, acaba de llamar “nuestra fiesta racial”.
Afortunadamente no ha sido así, y en esta sola denominación ha sido justicieramente apreciado todo el volumen y extensión de nuestra fiesta.
Es esta, efectivamente, tan “racial”, tan maravillosamente nacida de nuestras entrañas de pueblo y sincronizada con nuestros vaivenes, que se podía decir que ella se adelantó a “ponerse al día” y a ofrecer el estilo y modo que requería su incorporación a la actual postura española.
Habrá que estudiar alguna vez con más detenimiento esta adaptación y sincronía de la fiesta con los vaivenes nacionales; este reproducir sucesivamente como un espejo, el aire y semblante de cada hora de España. Ese balanceo que ha sido toda nuestra Historia, entre horas clásicas de perfil romano y horas románticas, populares, de perfil moruno –ese turnar de Reconquistas e Imperio; de Independencia y Despotismo ilustrado; de Democracia y Dictadura-, parece que ha ido reflejándose en la vegetal y espontánea creación artística de los ruedos. Caballeresca y cortesana en la hora de los Austrias; sobria y neoclásica en la época de Pedro Romero, como para que un Moratín le dedicase versos pindáricos; popular, desgarrada y goyesca en la época de la “francesada”; casi parlamentaria, liberal y ruidosa en los años de la pugna entre Joselito y Belmonte, parece que ha ido nutriéndose de todos los jugos de la Patria y que ha ido haciéndose a medias, entre el ruedo y las gradas, con un conformismo representativo y nacional.
Por eso, cuando llegó esta hora sobria y difícil, hora de clasicismo, rigores y exigencias, le tocó su momento a Córdoba, la senequista, la romana. A la escuela cordobesa le tocó ahora dar su más airosa y dorada espiga, como a su tiempo dio su fruto la rondeña y la sevillana su flor. Manolete juntó los pies, irguió el busto, apretó la expresión, dio “naturalidad” a lo difícil y se ofreció, hecho rigor y estatua, a la exigente mitología del frontispicio de Arriba.
Siempre quedará, naturalmente, la levadura celtíbera de España, la de las horas populares de la independencia, gruñendo mal contenida entre los perfiles romanistas del torero cordobés, recordando con morbosa nostalgia nombres pretéritos, comparando y tasando precios de localidades y kilos de toros. Pero ello es que el alto y airoso cordobés ha dado el tono a una hora y ha realizado un acto salvador y meritísimo colocando su estilo en fila con todos los rigores y clasicismos de este momento.
Después de asistir a una representación del Macbeth en el Teatro Nacional, de presenciar una geométrica concentración de masas, de leer una exacta página de Montes o de Sánchez Mazas, es a Manolete a quien había que ver torear.
Tenía que ser ésta la hora de Córdoba. Porque no se olvide que si la patilluda y morena cara de Frascuelo podía servir de modelo para pintar al Empecinado, para esculpir el noble perfil del Gran Capitán hubo de recurrir Mateo Inurria a la mascarilla de Lagartijo.
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