la suerte suprema

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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

sábado, 26 de septiembre de 2009

PAQUIRRI: 25 AÑOS DE POZOBLANCO

NACIDO PARA MORIR (1)
Prólogo:
José Carlos Arévalo y José Antonio del Moral

El llanto por la muerte de Francisco Rivera, no tuvo palabras.
Fue un silencio de lágrimas contenidas. Eran las doce de la mañana y no había sombras en el ruedo, como si la muerte hubiera huido de la plaza. El silencio atronaba los oídos de mil hombres puestos en pie, y los toreros parecía estatuas luminosas sobe el dorado allbero.

Fue una corrida soñada, que se lidió en Sevilla el 29 de Septiembre de 1984. La ausencia de claroscuro dio a la lidia un hálito de de desnuda sinceridad. Había muerto el barroco, que es un arte de atardecer, mezcla de mañana y noche, e infunde a la liturgia taurina ardides mágicos. Parecía una corrida campestre, como si la Maestranza fuera un templo matinal en el cielo. Nunca hubo en las plazas de toros un minuto tan sentido, un silencio tan gritado, una muerte torera con tantos aires de amanecida.
El éxtasis duró lo que el callar. Cuando la música atacó el pasodoble y disolvió el paseo, volvió el temblor humano que precede siempre a la salida del primer toro.
A Paquirri lo enterraron un mediodía de toros. Estaba escrito. Los carteles anunciaban la primera corrida de la feria de San Miguel: seis toros de Jandilla, para José María Manzanares, Tomás Campuzano y Espartaco. Pero esta tarde no hubo fiesta. La Maestranza había acogido al héroe muerto a la misma hora que se debió celebrar el apartado. La feria guardó luto ese día.
Manzanares, víctima de una fuerte depresión, no acudió. En su lugar acudió Pepe Luis Vázquez. ¡Qué contraste!: la multitud que acompañó a Paquirri hasta su tumba no quiso luego ir a los toros. En la Maestranza sólo estaban los cabales.
Lo maravilloso de aquella corrida de toros matinal fue que todos los toreros, absolutamente todos, se entregaron a la lidia con el más rotundo desprecio de sus vidas, y que los aficionados respetaron todos los lances de la corrida, sin dejar, por ello, de analizarla y degustarla. La fiesta de los toros está viva, porque la siembra la sangre de los toreros.
Los autores de este libro anduvieron a la salida como dos sonámbulos por las sinuosas calles del Baratillo. Llevaban el corazón partido por el amigo, por el torero muerto, y sentían el peso de más de mil corridas vividas en los infinitos osos de España. Pero la gallarda reciedumbre de los toreros les había devuelto el pulso firme de su afición. Aquella corrida vibrante y solitaria era una incitación a la vida, el triunfo del toreo sobre la muerte
----Tenemos que escribir un libro sobre todo esto. Se lo debemos a Paquirri y se lo debemos al toreo.
----Sí, tenemos que escribir un libro

----Conozco perfectamente la vida taurina de Paquirri, aunque me faltan sus orígenes. Le vi desde sus comienzos de matador, pero fue a partir de 1971 cuando le traté de cerca, a raíz de su noviazgo con Carmen. Mi amistad con la familia Ordóñez es antigua. Viene desde mi abuelo, que fue íntimo del Niño de la Palma. Naturalmente, al casarse Francisco con Carmen tuve la oportunidad de conocerle a fondo. Aunque nuestras relaciones acarreaban la dificultad de ser yo crítico y Paquirri matador en activo. La amistad es difícil así, o parece serlo para muchos. Sin embargo, me hice definitivamente amigo de Paquirri por mi condición de crítico. En 1975 tuvo una temporada pésima y le juzgué duramente. Mi sorpresa fue observar su trato. Carmen apenas me miraba. Paquirri seguía igual. Ni una mala cara. “José Antonio -me dijo-, yo sé mejor que nadie que estoy mal. No te preocupes. La amistad es una cosa y la profesión otra”. Años más tarde lo ratificó en un brindis que nunca olvidaré: fue en la corrida de Beneficencia de 1980, cuando mató seis toros en Madrid. Le regalé mi pluma, con una inscripción que repetía sus palabras: “Este no es un brindis de profesional a profesional. Es un brindis de cariño y amistad”.

----Yo no fui amigo de Paquirri. Le saludé en algunas ocasiones, e incluso compartí con él ese trance tenso de la habitación del torero en un día de corrida. Sí, le conocía en el ruedo. Frente a la superficial adicción a los toreros artistas, Paquirri era un lidiador de extraordinaria capacidad, que extraía de la lidia un discurso de amplio registro. Torear no es solo acoplarse al toro y rimar pases de embriagadora belleza. Es también un determinado comportamiento del hombre ante la muerte, que brota tan espontáneo como diferentes son los peligros que propone el toro. El toreo se asienta sobre una estrategia, una especie de ajedrez mortal, que exige al matador una inteligencia alertada, exteriormente geométrica –elección de los terrenos, sentido de las distancias, in tuición del “temple” que cada toro lleva dentro –e íntimamente sentida, como si el torero fuera espectador de sí mismo y se gustar toreando. A mi modo de ver, Paquirri era un lidiador excepcional y sustituía su ausencia de goce estético por un valor explicado con alardes y sustentado en el conocimiento. La belleza del toreo de Paquirri nacía de la razón y en el coraje. Creo que las faenas de Paquirri son tan memorizables como las de otros toreros más artistas, porque estaban llenas de contenido argumental. Reivindicar la figura torera de Paquirri me parece tan necesario como reivindicar la autenticidad del toreo. Por eso, el libro que escribamos no podrá ser sólo un canto ni un homenaje ditirámbico. Habrá que analizar su toreo, criticarlo, y buscar las relaciones que hay entre el hombre y el artista.

----Dicen que de toros nadie sabe nada. Si acaso los toreros. No sólo a Paquirri le debo lo poco que sé. La discusión con los toreros sobre la corrida, las condiciones de cada toro, sus cambios, sobre el cómo y por qué de cada lance, me ha enseñado a conocer la fiesta desde dentro. He recorrido miles de kilómetros con los toreros, en mi coche o en el de ellos. De ciudad en ciudad. Interminables noches de conversación apasionada. La observación atenta de la lidia, su análisis técnico y el campo han sido m i escuela. Con Paquirri después de cada corrida. Siempre le hable claro, y creo que a él le gustaba. En Valencia tras una mala tarde, subí a su cuarto y le vi callado. Estaba allí Carlos Corbacho tratando de justificar la agresividad del público. “Es que no has banderilleado --le decía--. Por eso la gente se ha puesto en tu contra””. Al marchar Corbacho, ya solos, le dije a Paco: “”No te engañes. La verdad es que hoy no te has cruzado con el toro ni una sola vez””. Paquirri dudó al principio. Pero luego, cenando en la Pepica reconoció mi versión

----Es curioso que cuando hablamos de Paquirri siempre terminamos por hablar de la entraña del toreo. Es decir que hablamos de la técnica precisa para que el torero entienda al mayor número de toros del valor necesario para que sea capaz a de desarrollar su inteligencia frente al toro; del sitio en que debe ejecutar las suertes para que el toreo sea, primero puro, y después, bello. Pienso sinceramente que Paquirri ha sido uno de los lidiadores más grandes de todos los tiempos, que negó el carácter de trámite a cualquier acto de la lidia y comenzaba sus grandes faenas en la misma puerta de chiqueros al abrirse el toril. Pero presiento que para cimentar todo lo que pensado ambos viéndole torear, y tú conversando muchas veces con él, hay que viajar al mundo dónde se nutrió el toreo de Paquirri, buscar los antecedentes en las dehesas, conversando con mayorales y vaqueros, con los toreros que fueron sus maestros, con los ganaderos que le <> sus primeras vacas.
----Es necesario. Además. Vamos a pisar el fondo. Sí, porque Sevilla, Jerez, El Puerto, incluso Ronda, son el brocal de un pozo hondísimo, cuyo fondo está en lo más bajo de Cádiz. Medina Sidonia y Vejer son dos faros que iluminan desde lo alto la comarca más profundamente taurina de España. Las gentes no saben allí de estadísticas ni de temporadas largas o cortas. Se cata, simplemente, la bravura y el toreo desde dentro. Porque allí el tiempo no existe. Solo el toro. Puede que Paquirri sea negado por los aficionados del asfalto, pero en el campo, dónde la destreza es la primera cualidad del torero, resulta incontestable.
Habíamos pasado la noche en La Barca-Vejer y la mañana con Álvaro Domecq en “”Mesa Baja””, una magnífica “tela” que sirve de corredero para el acoso y derribo, cerca de Benalup. Comimos al calor de una hoguera y al abrigo de unos árboles. Hubo tertulia con Don Álvaro, su hijo y varios jinetes jerezanos. Más tarde nos recibió Rafael Ortega, en “”Villagardosa””, una finca situada muy cerca del mar. En una rústica sala, coronada por impresionantes cabezas de toros, el maestro de la Isla evocó, junto a la chimenea, las andanzas de los toreros de la comarca, desde las marismas de Al-Ventus hasta las altas aldeas de la serranía de Ronda. Y recordó la forja torera de un Paquirri adolescente. Nuestras conversaciones habían tenido, inevitablemente, un tono crepuscular, rezumaban a pasado, como si la muerte de Paquirri planeara sobre este inagotable vivero del toreo. Pero el viejo torero nos contradijo: <>. También lo había comentado Álvaro Domecq: “Esto del toreo es un caso muy raro. Parece como si la muerte de Paquirri hubiera despertado a los chavales. Ha muerto el ídolo, y sin embargo, ellos quieren ser toreros con más ganas que nunca”.
Un día después tuvimos ocasión de comprobarlos. Caía la tarde sobre la plaza del Puerto de Santa María y habíamos ido para tomar una copa con Luis Ortega, en el bar del conserje de la plaza.. Cuando nos asomamos al ruedo, el sol pintaba las gradas de rojo y el coso era una concavidad azul. Dos muchachos toreaban al silencia ante la piedra callada de los tendidos. “Esperen ustedes, que van a ver algo grande”, nos dijo el conserje. Y por el patio de cuadrillas salió alguien muy chiquito. Un crio de seis años, su hijo. Toreó el carretón con aires agitanados y talante de torero recio. La simiente seguía dando fruto.
Hemos pasado un día en Sanlúcar la Mayor, con Rafael Muñoz y su hermano Manolo. Y hemos conocido a José Antonio, el nuevo vástago de la familia. Tiene la muleta que estrenó Paquirri, el domingo de Resurrección, en Sevilla.
---- ¿Te has fijado? Manolo lloró recordando la muerte de Paco. Y el niño queriendo ser torero, a pesar del llanto de su tío. ¡Qué picadores más grandes! Me han impresionado estos hombres tan sanos. Lo mismo que Antonio Torres, descansando definitivamente de varios infartos en su casa de La Algaba, rodeado de sus hijos, todos universitarios, aficionadísimos. Y Andrés Luque, orgulloso del par de banderillas que brindó a Paquirri en su última tarde en La Maestranza. Y Pichardo, que ya no va a torear. Ponce, en Aznalcóllar, también se ha retirado. Pero lo que más me ha llegado es lo que nos dijo Alfonso Ordóñez en el Patio del Hotel Alfonso XIII: “Hay que sentirse orgullosos de estar ante el toro, independientemente de la categoría que se tenga. Hasta un monosabio puede hacer lo más importante de la tarde”.
Juan Luis Bandrés se volcó, emocionado, en Algeciras. Parecía mentira verle lloroso en su despacho de naviero. Dudaba en mantener la ganadería. Entre maquetas de barcos y cuadros de buques, confesó que hacía sus primeras y únicas declaraciones sobre lo ocurrido en Pozoblanco. También Corbacho nos contó sus experiencias con Paquirri. Y en el bar del Hotel María Cristina, José Luis Rodríguez nos puso un nudo en la garganta. Él había sostenido la cabeza de Paco en la enfermería, mientras los médicos luchaban por salvarle.
Recorrimos Zahara de los Atunes y Barbate, y nos pareció que Paquirri iba a nuestro lado. Le hemos visto de niño, de mozo. Diego Reina, en Chiclana, le ha descrito con una sencillez pasmosa. Su madre. Doña Candelaria, nos ha dado la foto más importante de este libro. Y en “Los Derramaderos”, la finca más visitada por Paquirri, dónde hizo sus primeros tentaderos, hemos completado el pasaje del nacimiento de un torero.
----Ahora tenemos que subir a Pozoblanco. Qué paradójico final de trayecto. Pozoblanco es un pueblo para vivir, un Edén ajardinado, más allá de la bravía sierra de Córdoba. En todo caso, podría ser el regreso a Itaca, el final de la desventura, un inevitable regreso a la tierra, acogedora, sentida como lecho propicio para una muerte placentera, nunca para encontrarla en el combate.
Cuando regresamos, hundiéndonos por el Valle de los Pedroches, parecía que descendíamos a las entrañas de la tierra. Tuvimos que detener el coche para contemplar la inmensidad de aquel espacio con rumos de mar, que fuerza a mirar hacia dentro y sitúa al hombre en el límite de sus relaciones con el cosmos. Mala ruta para morir.
Más que la ansiada llegada a Córdoba es un dantesco descenso a los infiernos. José Antonio me ofreció un cigarrillo y trató de recordar unos versos de Federico García Lorca, escritos sesenta años antes y que parecían pensados para expresar la agonía de Paquirri.
----Era “una canción de jinete” y Paquirri había sido un hombre de a caballo, que sólo descendió a la tierra para torear. A la memoria me vino como suspiraba la palabra <>.

Córdoba.
Lejana y sola.

Jaca negra, luna grande,
y aceitunas en mi alforja.
Aunque sepa los caminos
Yo nunca llegará a Córdoba.

Por el llano, por el viento,
jaca negra, luna roja.
La muerte me está mirando
desde la torres de Córdoba.

¡Ay qué camino tan largo!
¡Ay mi jaca valerosa!
¡Ay que la muerte me espera,
Antes de llegar a Córdoba

Córdoba.
Lejana y sola.

----Son las cinco en punto de la tarde. Los héroes no escriben epitafios. Ni siquiera el suyo. Hace años, en 1925, un periodista de Sevilla encargó a Ignacio Sánchez Mejías sobre las corridas que toreaba. Delicioso error. La calidad literaria del sorprendente torero sevillano no pudo tapar su incapacidad crítica. Si un músico tuviera que criticar su música, lo sensato sería que volviera a escribirla. Las críticas de Sánchez Mejías hablaban, naturalmente, de otras cosas; descubrían esquinazos inéditos del inagotable universo de los toros; entraban en un territorio vedado al escritor, que nunca podrá escribir desde el ruedo.
Esta preciosa incapacidad del diestro para ser bardo de sí mismo, fue absoluta cuando le tocó describir la experiencia íntima de la cornada, el trauma del dolor, el desasosiego técnico provocado por el error taurómaco, la espiritual recuperación del “sitio”. De Sevilla le llegaban a Ignacio apremiantes cables que le instaban al cumplimiento de su deber como periodista. No tuvieron respuesta. El torero herido cavilaba, intentaba traducir sentimientos a palabras. Pro cuando releía lo escrito, más insustancial y fallido lo encontraba. Perseguía la búsqueda de un concepto indefinible, la clave desveladora. Tenía que haber un principio situado más allá del dolor, clave de un desfondamiento tan hondo, que lo había precipitado desde una cumbre vibrante a un vacío sentido como náusea.

----Seguro que el valiente sevillano no sabía que el torero es el héroe joven por antonomasia, y que la juventud no cree en la muerte. El hombre sólo es inmortal cuando supone serlo y la juventud es el único estadio inmortal de la vida humana. La muerte, ausente del propio cuerpo, está más allá del horizonte, es una noticia sin eco. No existe. Antonio Ordóñez me comentaba un día que no temía a la muerte, porque no la conocía Y cuando llegara, tampoco. Sería tan rotunda que no le daría tiempo.
Era en Santander. Las olas se quedaron quietas en la bahía, caía el sol, el mar estaba silenciosos como un cuadro y Ordóñez hablaba imbuido del mismo bienestar: “La muerte no existe en el torero. La trae el toro colgada en sus cuernos. En la plaza nadie quiere creer en la muerte y por eso se mata a los toros. Ésta es la razón más oculta, la que de verdad anima el juego de los toros. Los toreros que creen realmente en la muerte, sólo deben hacer una cosa: retirarse”.
----Otro, Antonio Bienvenida, pensó en la muerte y meditó sobre el significado más profundo de la cornada: “Es curioso que después de haber sufrido tantas cogidas me haya puesto a pensar en ellas, a saber valorarlas ahora que me he ido de los toros. Menos mala que esta manía no me dio entonces. Siento como un miedo retrospectivo, como si al recordarlas pusiera en peligro mi vida. Me llega el olor a éter de la muerte. Los toreros no sentimos la muerte como algo real, porque nuestro cuerpo está fuerte. Caemos enfermos sin estarlo. Esto es la cornada. Una agresión injustificable. Y entonces te preguntas: ¿por qué a mí, tan en forma, con tantas ganas de vivir, con celo de triunfos y una sed tremenda de ganar dinero? Sientes que se cuela de rondón. La cogida es un azar a contra estilo, lo contrario de la suerte, la única enemiga del hombre”.
Recuerdo que Bienvenida me dijo que las cornadas son una muerte pequeña y que por eso los hombres son inmortales: sólo los mata el mundo, la muerte siempre viene de afuera. El torero es el hombre joven acostumbrado a la muerte pequeña, sujetada por el orgullo que confiere el traje de luces, menos intensa que la pasión de torear. Sé que este libro será, página tras página, revivir la vida torera de Paquirri. Tengo la impresión de que a través del toreo podremos también descubrir al hombre. Y, sin embargo, este viaje al fondo de Paquirri nos ha mostrado muchas puertas cerradas. Tal vez queden lagunas, incógnitas por descubrir.
----No te importe. Este libro lo vamos a escribir Paquirri, tú y yo.

(1) NACIDO PARA MORIR.- Espasa Calpe.- Madrid 1985
Autores: José carlos Arévalo y José Antonio del Moral
(Youtube: Muerte de Paquirri: http://www.youtube.com/watch?v=jqpPQ7QDufs)

2 comentarios:

  1. Otro parasito mas que muere como queria:
    Entre los cuernos del toro y malgastando el dinero publico, subvencionado de mierda.

    Ojala en el infierno le echen a patadas, hijo de puta.

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    Respuestas
    1. Menudo inculto! primero informate de la mejor manera!
      Lo mejor de un hombre, es que se le pueda recordar tras su muerte de una manera dignisima. Algo que seguro ni en tu familia lo harán

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