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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

viernes, 21 de noviembre de 2014

Julio Camba y la acracia / por Un brindis por Joaquín Albaicín



"...Del antitaurinismo –influencia, seguramente, de Eugenio Noel- debió desprenderse muy pronto, y no hubo de resultarle difícil, por cuanto al propio Noel no necesitó Rafael El Gallo más que brindarle un toro en Madrid para arrojarlo cordialmente a la última fila de andanada de la literatura, sin que a día de hoy haya podido cambiarse ni siquiera a un tendido alto de sol..."

Julio Camba y la acracia. Un brindis
  • Siempre he dicho que, al torero que tiene algo, ese destello ha de captársele ya en el primer muletazo que pega en su vida, porque, si no lo lleva dentro entonces, nunca va ya a adquirirlo. En ese sentido, Camba fue siempre el mismo torero. Con los años, amplió el número de ganaderías, de encastes a los que banderillear y pegar pases de pecho con su tan honrada como mordaz pluma, pero sus andares toreros y sus trasteos exhibieron siempre idéntica impronta.

Foto:José Luis Chaín
A más de un parroquiano le costará bastante imaginar a Julio Camba –residente durante los últimos doce años de su vida en una suite del Palace costeada por el diario ABC- siendo citado a declarar por la policía tras el atentado perpetrado por Mateo Morral contra Alfonso XIII. O como columnista en un periódico tragacuras, poco menos que excomulgado por el Arzobispo de Santiago de Compostela. O expulsado y repatriado por su implicación en la huelga general que paralizó Buenos Aires en 1903. Pero ese Camba existió. Existió, incluso, un Julio Camba director de un periódico –El Rebelde- que acumuló en el curso de su andadura un respetable número de denuncias y del que sólo ha pervivido una colección conservada en los archivos de Kropotkin.

Pepitas de Calabaza ha reunido en un solo volumen y bajo el título ¡Oh, justo, sutil y poderoso veneno! casi todos los escritos del Camba de aquella época (1901-1907), días -entre sus dieciséis y sus veintitrés años- en los que el humorista mantuvo relaciones más que estrechas con los conciliábulos ácratas y se destapó como una pluma precoz y muy prolífica en la reivindicación de la causa libertaria. Se completa el volumen con la novela corta El destierro, evocadora de aquella estancia bonaerense suya y que puede considerarse el único escrito declaradamente autobiográfico salido de su pluma.

Además de firmar una atinada e interesante introducción, Julián Lacalle ha llevado a cabo una encomiable tarea de rastreo para dar con unos textos que, aparecidos en revistas y diarios caídos hace muchísimo en el olvido, podían considerarse inéditos en la práctica. Encontramos estos artículos del Camba joven importantes por varias razones. Contribuyen, para empezar, a un mejor conocimiento de su peripecia vital. Se erigen, además, en un excelente complemento a sus artículos más conocidos, en los que sus posiciones eran ya otras. Pero, sobre todo, creo que lo son por cuanto denotan la persistencia de un mismo tono y un mismo hilo literario que nunca dejan de estar presentes en el trecho que separa su adolescencia de su madurez como hombre de letras. Por decirlo en corto y por derecho: Camba, desde la primera hasta la última línea salida de su tintero, fue siempre el mismo escritor.

Con el tiempo, como sucede a casi todo el mundo, su percepción de muchas cosas experimentó mudanzas. Aquellos primeros artículos eran proclamas anticlericales, de elogio del amor libre, en contra del matrimonio o ridiculizadoras del poder político y castrense, escritas a remolque del aire maximalista y combativo (además de netamente juvenil) propio de la época, pero sin perder jamás las buenas maneras y, sobre todo, empapadas siempre de un regustillo hilarante casi de obligada ausencia, por lo general, en las catilinarias insurreccionales. Del antitaurinismo –influencia, seguramente, de Eugenio Noel- debió desprenderse muy pronto, y no hubo de resultarle difícil, por cuanto al propio Noel no necesitó Rafael El Gallo más que brindarle un toro en Madrid para arrojarlo cordialmente a la última fila de andanada de la literatura, sin que a día de hoy haya podido cambiarse ni siquiera a un tendido alto de sol.

De lo demás, y sin renegar de nada, porque de lo emprendido con buena intención no es elegante ni bonito que se desmarque uno, y Camba no lo hizo… Pues de lo demás yo creo que debió ir apartándole la propia lógica de la vida, de las compañías, de las vivencias… Entre otras cosas, imagino difícil adquirir una cierta notoriedad como literato escribiendo para iletrados (sin que ello signifique, por supuesto, que el proletariado fuera culpable de no saber leer). Y la pluma de Camba –es mi impresión- hilaba demasiado fino como para erigirse en un referente para las células conspiratorias obreras, necesitadas de cabecillas de estilo más pedestre (como, por otra parte, tampoco tiene Camba demasiados visos de ir a calar en el gusto de las castas “educadas” de hoy, que confunden ser culto con haber cursado una o más carreras universitarias). Quiero decir que, desde la distancia, Camba se me aparece como un ácrata un poco de la cuerda del Paco Rabal de La colmena, afecto a una acracia nutrida de bohemios, excéntricos y soñadores más que de atracadores de bancos, incendiarios de templos y enyesadores y taxistas con pistola.

Quizá por eso no perciba yo una brecha abrupta entre estos textos de su primera época y –por ejemplo- los de 1925 en adelante. Siempre he dicho que, al torero que tiene algo, ese destello ha de captársele ya en el primer muletazo que pega en su vida, porque, si no lo lleva dentro entonces, nunca va ya a adquirirlo. En ese sentido, Camba fue siempre el mismo torero. Con los años, amplió el número de ganaderías, de encastes a los que banderillear y pegar pases de pecho con su tan honrada como mordaz pluma, pero sus andares toreros y sus trasteos exhibieron siempre idéntica impronta.

El denuesto de la hipocresía, por ejemplo, será una constante en su prosa durante toda su vida. Y, lo mismo que fustigó las pretensiones de excelencia de la autoridad civil y militar, también se mofó de los delirios de grandeza de los ganapanes. Los de los segundos se convierten, parece, en objeto de su risa a partir de El destierro, salida de imprenta cuando más o menos se desvincula de sus luchas previas y donde su ironía no exenta de cariño sobre los aspectos más ridículos de los círculos ácratas recuerda a los pasajes de Alexandra David-Neel sobre los teosofistas o a los dedicados a los comunistas vegetarianos por Julián Gorkin (como muchos de mis lectores no se acordarán de él, diré que Gorkin fue un dirigente del POUM cuyas visiones políticas no conducían a ningún sitio interesante, pero que escribía muy bien).

Me parece, en fin, que Camba no perdió jamás algo tan importante como el sentido de la ecuanimidad y de la justicia (eso sí: partiendo de su convicción de que lo justo o injusto no puede nunca ser determinado por una ideología, irreparablemente condenada –por su propio carácter de ocurrencia, de solución de circunstancias- a ser flor de un día). En su novela lo dice muy claro: el de la anarquía es un paraíso artificial que está muy bien visitar cuando no se dispone a mano de uno natural. Más claro aún: “Yo no creo”, leemos, “que el baile pueda tener jamás un carácter político”.

Siempre me ha gustado Camba, y me sigue gustando tras leer estos inéditos, entre otras cosas porque algo de lo que me convencí –no sé si con acierto- siendo jovencito es de que con las personas equipadas con una ideología resulta muy complicado bailar: la ideología es una mochila que no sueltan ni para meterse en la cama, enseguida se tornan cortantes y pomposas y tardan muy poco en darse por ofendidas, pues no suelen atesorar más sentido del humor que el aconsejado por el profeta político de turno. Y si algo sobraba a Camba, era gracia (y gusto por la misma). Poco podía durar en ambientes donde no tarda en solemnizarse cualquier nimiedad.

Creo que, tanto en sus verdes años como en los postreros, si convirtió algo en blanco de su sorna no fue tanto un prototipo político como un perfil humano: la mona vestida de seda, el sepulcro blanqueado, el arribista, el sacralizador –pío o laico- de sus componendas y bajezas morales. Y ese norte guió tanto sus cachondeos a cuento de la Guardia Civil como los destilados para mofa del Largo Caballero que aguardaba en su casa, en batín, a ver cómo se resolvía lo de la revolución de Asturias, en cuyas barricadas era natural presumirle atrincherado.

Un hombre inteligente, Camba. Le duraba un vivales lo mismo que Noel duró a Rafael El Gallo: un brindis. Por él y por esta antología de Pepitas de Calabaza, brindo yo hoy, con el permiso de todos ustedes.


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