Diego Urdiales se vino de gris plomo
y cuajó su elegante vestido de oro, para dejarlo
como el manto de una Virgen sevillana,
y ese vestido nos trajo el recuerdo del gris perla
de la confirmación de Manolo Montoliú,
pura elegancia torera, que se la dio Emilio Muñoz,
el mismo que dice sandeces por la TV,
con el inclasificable y heterodoxo Pepín Jiménez de testigo
Crónica de José Ramón Márquez
Fotos de Andrew Moore
Los ganaderos somos la parte romántica de la Fiesta
José Luis Lozano
Entonces Abraham dijo a sus siervos: Quédense aquí con el burro
Génesis 22:5
Alcurrucenes de saldo para una pobre
merienda con Ferrera, Urdiales y Ginés
José Ramón Márquez
Menudo rollo que nos han soltado los Hermanos Lozano para remate del septenario en el que se ha venido abajo la Feria, que hasta allí iba tan pimpante. Hay que fastidiarse con la semana que nos hemos pegado, que eso sí que es afición. A esto de Alcurrucén le ha cumplido el cometido de ser el alfa y la omega de la ruin semanita y esperemos que en la próxima, la que empieza el domingo con Baltasar Ibán y con la que finaliza la Feria de San Isidro 2019, esté marcada por otro signo ganadero completamente distinto.
Hace siete días nos echaron la de Alcurrucén para pobres y hoy han puesto en solfa la que presumíamos que sería la de Alcurrucén para ricos y, con las salvedades que se quieran entre ellas, la verdad es que de los doce que hemos visto, con una semanita de diferencia, cuesta llevar a uno al podio de los toros a recordar. Bueno, para que se vea lo errada que era la idea de que hoy echarían la buena, es que ni siquiera ha pasado entera la corrida, que a la postre han echado cinco de Alcurrucén y uno de El Cortijillo, que ya sabemos que es lo mismo, pero que no gusta en ganaderías tan largas que no vengan los seis de lo mismo que se anunció. Por cierto que el de El Cortijillo, Socarrón, llevaba el número 8 en el costado que parecía que lo habían pasado por los espejos valleinclanescos del Callejón del Gato, un ocho cóncavo, alargado, estrecho, como un hojal.
Acaso la mayor desigualdad entre las dos corridas de Alcurrucén es que ésta de hoy parece que apuntaba más hacia la cosa de Rincón; no de César Rincón, de quien hoy se conmemora la efemérides de su fecundo encuentro con Bastonito, sino de don Manuel Rincón, que creó su ganadería a principios del siglo XX sobre la base de Parladé y que por ciertos vericuetos llegó a las manos de don Carlos Núñez. En general lució mejor presentación la del viernes pasado, más pareja, porque en ésta de hoy han echado al ruedo a alguno como el tercero, Verdulero, número 155 o, sobre todo, el cuarto, Socarrón, número 8, que iban bastante justitos en presencia, por no decir que el tal Socarrón era un animal bastante anovillado. Su aspecto no nos gustaba, pero su capa nos dio pie al menos para tener nuestros intercambios de impresiones, al ver que en el programa lo etiquetaban como meano, no siéndolo, pues entre medias de sus blancas bragas el meano perfectamente negro contradecía, una vez más, el dictamen de la ciencia veterinaria venteña. Por lo demás, la cosa iba muy en Rincón, como se dijo anteriormente, a base de sienes estrechas, animales montados, de ancho morrillo, tirando a ensillados y como justo contrapunto para quien quisiera darse cuenta, ahí estaba el sexto, Mulero, número 111, mostrando el aire de la otra línea de la casa, la de Villamarta, más galgueño y alto. Eso, en lo que se veía por afuera, que del saco de mansedumbre que llevaba dentro ya hablaremos después.
La terna señalada para vérselas con los pupilos de don Pablo, don Eduardo y don José Luis Lozano, los nietos del que puso los Veragua en manos de Domecq, estaba compuesta por Antonio Ferrera, Diego Urdiales y Ginés Marín.
Ferrera se nos vino a Las Ventas de turquesa y oro, con esos bordados ligeros a los que llaman “estilo Dominguín”, que ya se sabe que Luis Miguel no era hombre al que gustasen las incomodidades en la indumentaria torera, y ahí Ferrera nos ha traído el recuerdo de Dominguín confirmando la alternativa a José Antonio Campuzano, que ahora anda fastidiado de salud, con El Viti de testigo y toros de Arranz. Diego Urdiales se vino de gris plomo y cuajó su elegante vestido de oro, para dejarlo como el manto de una Virgen sevillana, y ese vestido nos trajo el recuerdo del gris perla de la confirmación de Manolo Montoliú, pura elegancia torera, que se la dio Emilio Muñoz, el mismo que dice sandeces por la TV, con el inclasificable y heterodoxo Pepín Jiménez de testigo. Y Ginés Marín, con uno de los vestidos favoritos de Julio Robles, el verde hoja y oro, tan distante Julio Robles, clásico, profundo, de todo lo que llevamos visto de Ginés Marín.
En esta tercera entrega de Antonio Ferrera, tras el campanazo que pegó el pasado domingo y su discreto papel de ayer con la gayumbada lisarnasia del Puerto de San Lorenzo se mantenía incólume el interés por ver el sentido de la nueva orientación estética en la que se encuentra metido Ferrera de hoz y coz. Y antes de nada hay que decir que cuesta pensar en él como el “torero del arrebato”, que se hace difícil concebir a alguien que cada tarde haga el paseo con la mente puesta en el éxtasis, no porque sea incapaz, que ha demostrado que puede, sino porque no parece que sea lo más apropiado crear una carrera sobre la base de lo que debe ser excepcional. En ese sentido parece que siempre tendrá muchas más posibilidades de proyección aquél que tienda a los modos clásicos que el que pretenda llevar al público al rapto a través de lo estético. Vaya eso por delante y vaya ahora la constatación de que el propio Ferrera no vio clara la forma en que podría poner en pie su obra bajo las premisas de la fragilidad, a la vista de las condiciones de sus oponentes, que hoy tenían más de reales oponentes que los de Zalduendo del otro día. Su primero, Zambombo(sic), número 80, tenía la justa violencia como para hacer salir al Ferrera al que estamos acostumbrados, que optó por avenirse a los deseos del toro y vérselas con él en los terrenos de chiqueros, principalmente a base de la zurda y sin meterse lo que se dice en el terreno del toro. Luego siguió con la derecha labrando al toro y, cuando consideró que la parte de preparación o amasamiento estaba hecha, a las 7 y 20 de la tarde tiró lejos de sí la ayuda y continuó su labor de esa guisa por la mano izquierda con intermitencias en su quehacer hasta un completo redondo comenzado de manera invertida, ligado con uno de pecho que levantaron las palmas. Se perfiló para matar y, como el toro se le arrancase sin que le hubiese citado, aguantó dejándole una estocada entera y defectuosa que tardó un ratillo en dar fin del toro, lo que le permitió adornarse sentándose en el estribo muy toreramente, precioso aire antiguo. Su segundo, de El Cortijillo, no le permitió lo de deshacerse del estoque de mentira, porque el bicho, rajado y desagradable, lo único que demandaba era un macheteo y echarlo al suelo, acaso de manera algo más honorable de como lo hizo. En cualquier caso aplaudamos la brevedad de Ferrera.
Diego Urdiales viene precedido por la fanfarria de su inolvidable faena de otoño, su demostración de que “tiene la moneda”, y eso significa que hay muchos que se han hecho ricos con el toro, Espartaco que estaba en un burladero, o Julián que estaría intrigando sus cosas por ahí, que jamás en su vida ni aunque viviesen mil años van a poder torear con el cuajo, con la hondura, con la torería y con el clasicismo de Urdiales. Y si antes de aquello siempre esperábamos con interés al Faraón del Cidacos, ahora más, aunque debemos mantener la cabeza fría y no tratar de engañarnos en cuanto a las condiciones y a las limitaciones de Urdiales como torero. Pues bien, en su primero anduvo por allí, a ver si por aquí, a ver si por allá, ahora me doy una vueltecilla, ahora se la pongo y no viene, y luego en una serie al natural un desarme y en seguida a irse a por el estoque y acabar con aquello. El toro era para uno más lidiador; seguramente que Espartaco lo habría entendido de otra manera. El quinto acude y alza la cabeza al final del muletazo, es toro para sobar y someter, que acude pero no está ansioso por repetir. Urdiales anda paciente con él, como un buscador de setas, y ahí coloca algunos muletazos sueltos más bien por las afueras, estética su figura y muy compuesta la planta, dejando algún derechazo de óptimo trazo y algún natural, sin que su labor llegase a entusiasmar a los tendidos, de suyo tan proclives al entusiasmo.
Ginés Marín entraría en esta corrida por lo que sea, que ni lo sé ni me importa, pero la apuesta de sus mentores era altamente arriesgada, porque lo mismo si Ferrera se ponía transido que si Urdiales ponía en marcha su clasicismo, Marín estaba KO por pura comparación, pues la tauromaquia que lleva demostrada hasta la fecha es tan de ventaja, tan accesoria, tan ayuna de interés, que la única esperanza de triunfo de Marín se basaba en que los dos que iban por delante de él fallasen y que Dios le deparase un tonto del bote corretón y repetidor. Lo primero no pasó y lo segundo, tampoco. Su primero fue protestado desde el principio por su presencia y por su manifiesta debilidad, sustanciada en forma de caídas, de tal manera que fue imposible enhebrar los muletazos para poner a las gentes felices, pues a la primera de cambio el animal se iba al suelo y arreciaban las protestas. A las ocho en punto dobló la prenda, tras clavarle el estoque ortopédico, para que se vea el ritmo que llevaba la corrida. El segundo lo único que sabía era huir, y en pos de él se pegó Ginés una vuelta y media al redondel a ver si al toro le daba la gana hacerle caso en alguna parte, porque lo que quedó patente por si alguno no se había dado cuenta es que Ginés Marín está formado para aprovechar al toro de ida y vuelta y si es de los que ellos mismos se quedan colocados al final del muletazo, mejor. En el rato que estuvo tras de Mulero no demostró poseer una sola traza de oficio como para sujetar, quebrantar o imponer su voluntad a la neta inclinación a la huida del tal Mulero.
Y hablando de muleros, las mulas salieron de estampida, como viene siendo habitual cada tarde, esta vez al tratar de arrastrar al primero. Un nuevo ridículo que sumar a los del resto de los días.
Y de postre, el gris, que hoy además de Urdiales hubo tres de gris: Fernando Sánchez, El Fini y Manuel Izquierdo. La influencia de los grises de Albaserrada crea tendencia: eso está claro.
Andrew Moore
Antonio Ferrera, de turquesa y oro,
con esos bordados ligeros a los que llaman “estilo Dominguín”
Estocada (petición y saludos)
Estocada baja (silencio)
tercera entrega de Antonio Ferrera,
tras el campanazo que pegó el pasado domingo
y su discreto papel de ayer con la gayumbada lisarnasia
del Puerto de San Lorenzo
se hace difícil concebir a alguien que cada tarde haga el paseo
con la mente puesta en el éxtasis
Diego Urdiales, de gris plomo,
y cuajó su elegante vestido de oro,
para dejarlo como el manto de una Virgen sevillana
Estocada (silencio)
Buena estocada (dos avisos saludos)
ese vestido nos trajo el recuerdo del gris perla
de la confirmación de Manolo Montoliú, pura elegancia torera
El Faraón del Cidacos
Urdiales viene precedido por la fanfarria
de su inolvidable faena de otoño, su demostración
de que “tiene la moneda”
y eso significa que hay muchos que se han hecho ricos
con el toro y que jamás en su vida, ni aunque viviesen mil años,
van a poder torear con el cuajo, con la hondura, con la torería
y con el clasicismo de Urdiales
Ginés Marín, de verde hoja y oro
Estocada y tres descabellos (silencio)
Media estocada (silencio)
uno de los vestidos favoritos de Julio Robles
tan distante Julio Robles, clásico, profundo
, de todo lo que llevamos visto de Ginés Marín
Ahondando en el Guernica
Aliviando en la brega
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