Efectivamente, la corrida,
que embistió de fábula, fue aprobada sin contratiempos por el juez de plaza
Jacobo Pérez Verdía, a diferencia de lo ocurrido con los dos primeros encierros
que Benítez toreó en la México, procedentes de divisas no previstas por la
administración del melenudo, que evidentemente se excedió a la hora de elegir
un ganado que las autoridades nunca aprobarían, a diferencia de los tiernos
utreros que pasaban sin problemas en El Toreo de Cuatro Caminos el año
anterior. Empero, pude observar otra diferencia crucial entre esta tarde de
febrero y las dos anteriores de El Cordobés en Insurgentes: extrañamente, la
gente mudó su actitud hipercrítica de entonces por una mucho más benévola y
favorable al torero; como si, en su fuero interno, el mismo público estuviese
arrepentido de haber extremado el rigor, propiciando en parte el doble fracaso inicial
del de Palma del Río. Y ayudándolo esta vez a levantarse.
También ayudó a la victoria rotunda del mozo andaluz el contraste establecido entre el ímpetu que lo impulsó esa tarde con la inhibición desesperante de sus compañeros de terna, los veteranos Calesero y Rafael Rodríguez. En su análisis hondo y apasionado de caleserista de toda la vida, Julio Téllez García lo vio así:
“Con El Cordobés sufrimos una avalancha que
trastocó, momentáneamente, los valores de la tauromaquia en México. Cambió el
gusto de los aficionados. Todos querían ver las hazañas del analfabeta de Palma
del Río, que había llegado a los toros por hambre, no por necesidades de
expresión artística como Alfonso Ramírez (…)
¿Qué hacía El Calesero junto a El Cordobés? ¿A quién se le había
ocurrido la maravillosa idea de juntar a un Poeta con un maestro en
mercadotecnia taurina? (...) Fue un disparate que el Calesa toreara con El
Cordobés. En ese cartel no había lugar para la expresión plástica. El capote de
un artista no podía parar la avalancha comercial que esa tarde se le venía
encima. Hemos llegado a pensar, incluso, que lo pusieron en ese cartel para
obligarlo a retirarse.” (Alfonso
Ramírez “El Calesero” El Poeta del Toreo, Edit. Gobierno de Aguascalientes,
2004, pp 124-125).
Pero el que actuaría por
última vez en la México, acaso sin saberlo, fue Rafael Rodríguez. Si El
Calesero, su cuasi paisano, dejó el aroma de algunas pinceladas con el primer
toro, al que recibió con una tanda de rítmicas verónicas, giró parsimonioso en
las chicuelinas del quite y hasta se atrevió con algunos derechazos de trazo
purísimo, el Volcán no dejó nada para al recuerdo, incapaz de rebelarse contra
los propósitos ocultos de un cartel diseñado al gusto y medida de El Cordobés.
“Gorrioncillo” de Mimiahuápam fue el último burel que despachó en el embudo de
Insurgentes, escenario en un tiempo ya lejano de numerosas apoteosis rafaelistas.
El Cordobés ante un lote soñado
Manuel Benítez, en cambio, se encontró con dos toros de gran
calidad. A “Palomo”, colorado rebarbo y ojalado, astigordo además, tercero de
la tarde, le cortó la oreja, roto ya el dique que la gente le había opuesto en
sus dos presentaciones anteriores. Y debió desorejar también a “Mayito”, su
segundo, otro gran toro al que muleteó hasta cansarse pero mató mal. Cuando lo
llamaron a saludar al tercio, hizo ademán de regalar uno más. Soplaba con
fuerza el viento. Y con aspereza embistió desde su salida “Corsario”, de
Torrecilla. Pero El Cordobés estaba dispuesto a vencer cuanto obstáculo se
interpusiera entre él y la gloria. Y por fin, la Plaza México lo vio entrar en
trance –esa extraña fuerza suya, capaz de contagiar y enloquecer multitudes—… y
a “Corsario” lo arrastraron las mulas sin las orejas ni el rabo, mientras una
turbamulta invadía el ruedo para llevarse en hombros al triunfador.
Discrepancias y concordancias.
Revisemos algunas crónicas, cuidando de establecer contraste entre ellas. Para Manuel García Santos, cordobesista vehemente y declarado:
“Ya en el paseo se le notó a Manuel Benítez que su modo de andar era
presagio de una tarde grande (…) llegó a la barrera cuatro o cinco pasos
delante de los otros espadas (…) En las taquillas se habían colocado --¡por
tercera vez!—los carteles que anunciaban: “Agotadas todas las localidades”.
El (tercer) toro se llamaba “Palomo”,
a la muleta llegó con fuerza y repitiendo con mucha codicia ¡Y allí estaba
Manuel Benítez “El Cordobés”! Mientras más se le ceñía el toro, mejor le ligaba
los muletazos Manuel, sin enmendar ni un centímetro de terreno (…) Había dicho
por la mañana: --Esta tarde voy a salir hecho un león (…) Y como un león se fue
tras de la espada y la enterró hasta la cruceta roja. Se llenaron de pañuelos
los tendidos (…) Y la cabeza de “Palomo”, el bonito castaño de Mimiahuápam,
pasó al taxidermista para emprender viaje a Córdoba. Sin la oreja. Ésa la
llevaba “El Cordobés” en la mano en su vuelta triunfal al anillo.” (íbid).
¿Cómo vio Carlos León –el anticordobesista—esa misma faena y las otras dos en la apoteosis de Manuel Benítez? Lo refiere en su crónica epistolar, dirigida esta vez a Agustín Lara. Y salpicada, por lo tanto, de frases tomadas de la fértil lírica larista, que aparecen entrecomilladas:
“Su primer
escándalo lo obtuvo con “Palomo”, de nobilísimo estilo para poder hacer el
toreo “de un naranjo en flor y el
altivo porte de una majestad”. Claro que eso no se le puede exigir a
Manuel, pues sería pedir Choperas al olmo. Pero hizo lo suyo, lo espectacular,
lo tremendista. Con patadas a los belfos, a manotazos, pegándole con los muslos
en la pala del cuerno –lo cual quiere decir que los pitones ya habían pasado—(…)
además, ahora se entregó al irse tras la espada. Cortó la oreja y dio
ovacionadísima vuelta al ruedo (…) Con “Mayito”, el sexto del estupendo
encierro, tornó a mostrarse voluntariosamente cavernícola, en un trasteo ceñido
aunque bailoteado, donde la sangre de los costillares manchó en su terno “la blanca flor de su pureza” (…) Falló
con la espada. Pero la plaza toda “se
cimbró cual marimba” y lo hizo saludar desde el tercio.
Como obsequio de carnestolendas, El Cordobés se soltó el pelo
con un séptimo de regalo, de la vacada de Torrecilla. El bicho, mansurrón,
parecía poco dispuesto a colaborar, pero Manuel (…) se fundió con el toro, lo
acorraló, no lo dejó que se fuera de su muleta y le fue sacando una faena donde
a veces trazó excelentes naturales, y en ocasiones, al hacer del derechazo un
carrusel interminable –metido en el cuello de la res, que eso no es torear—puso
a la multitud “como murmullo de cascabeles y sobresaltos de ruiseñor” (…) Y en
lugar de mostrarse como el mataperros de otras veces, hundió dramáticamente el
acero, volcándose sobre los cuernos (…) No hubieran bastado todos los
alienistas de la Tierra para calmar a
aquella multitud dislocada. Le dieron las orejas y el rabo, en tanto era izado
en hombros y colgaban de su cuello la herradura de flores con que suele
rendirse pleitesía a los caballos de carrera. Insólito el homenaje, pero con El
Cordobés no hay que esperar que las cosas conserven el clima de lo normal.” (Novedades, 1 de
marzo de 1965).
Volvamos ahora con García Santos, en su relato de esa misma decisiva faena:
“En la plaza soplaba un fuerte viento, y el toro tenía un pitón derecho intocable (…) Cuando “El Cordobés” se fue al toro con la muleta, “Corsario” le derrotó en los cuatro muletazos que Manuel dio, le alcanzó el engaño en los cuatro y convirtió la muleta en unos flecos (…) “El Cordobés” se fue al estribo, le pidió otra muleta al mozo de espadas y… ¡al toro! ¡Al toro, por el lado derecho! (...) Y surgió una faena que ahí quedó como recuerdo de dramatismo, de estrujante quietud, de heroica entrega, en la arena de la Plaza México. Pudo más el aguante y fue más grande el dominio de “El Cordobés” que la mala condición del toro, y el toro se entregó. Entonces sí. Entonces, Manuel Benítez lo toreó por los dos lados mientras el público ya no encontraba exclamaciones que pudieran expresar su sentir (…) Mató de una estocada y el entusiasmo se desbordó. Cortó las orejas y el rabo, dio con esos trofeos la vuelta en hombros… y otra, y otra más…” (Toro, íbid).
Y entre las dos disímbolas y exaltadas narraciones, el juicio serenamente crítico de Juan Pellicer:
“La afición mexicana tiene indiscutible fuerza. La ha demostrado en muchas ocasiones. Y lo ha ratificado, de modo rotundo, en el caso de “El Cordobés”, cuyas actuaciones, juzgadas con energía y con excepcional conocimiento, deplorables en sus dos primeras corridas, culminaron en la tercera, pues Manuel Benítez se dio cabal cuenta de que la afición mexicana merecía el máximo esfuerzo de su parte y así tuvo que hacerlo el torero de Córdoba, entregándose constantemente y más a la hora de matar. Y conste que, “El Cordobés”, cuando de matar se trata, ni se entrega ni acierta ni nada. Fue el público capitalino, uno de los mejores del mundo, el que logró que Manuel Benítez se pusiera a la altura de ese público (…) A “El Cordobés”, la afición mexicana lo obligó a torear toros, a torearlos de verdad y a matarlos magníficamente. No hubo andares cavernarios, ni desplantes de rodillas ni cabezazos en el testuz ni otros números de pantomima. En la tarde de su triunfo, “El Cordobés” mereció las ovaciones y los trofeos, y en las de sus fracasos, las broncas justicieras.” (Esto, 7 de marzo de 1965).
No hay comentarios:
Publicar un comentario