
'..La otra cuestión es la moral, y esta es tal vez de más hondura. Una trama como la que está saliendo a la luz no se sostiene sólo con una cuadrilla de bandoleros; requiere del concurso de numerosísimos cómplices y encubridores en la Administración (así estatal como autonómica), en el mundo de la empresa, en el partido protagonista, en los medios de comunicación y también en el electorado..'
España corrupta: dos reflexiones provisionales
José Javier Esparza
Aquí tenemos dicho —y no hemos sido los únicos, pero sí de los primeros— que lo singular de la actual situación de España no es que estemos ante unos políticos que se corrompen, porque eso pasa en todas partes y en todos los tiempos, sino ante una trama de corrupción que se ha apoderado sucesivamente de un partido, un Gobierno y un Estado, y eso es algo enteramente nuevo. Los tribunales —esperemos— señalarán la tipificación penal y el alcance exacto de este pozo negro, pero todo lo que ya sabemos es suficiente para dar por sentado esto:
una red corrupta ha anidado en el seno del Estado desde el mismo instante en que Pedro Sánchez llegó al poder y desde esa posición ha estado robando el dinero público a manos llenas, organizando estafas a gran escala con la venta de mascarillas, la importación fraudulenta de petróleo, la concesión de obras públicas, las ayudas estatales a empresas, la explotación de energías «renovables» y cuanto negocio se le pusiera a tiro.
Por el camino, la red no ha retrocedido ante la creación de estructuras de extorsión y chantaje (las «cloacas»), la colocación de prostitutas en empresas públicas y todas esas otras cosas que desde hace ya años llenan las portadas de la prensa. En este momento es imposible saber hasta dónde llega el nivel de las aguas fecales, pero sí que podemos plantear un par de reflexiones, una de carácter político y otra de carácter moral.
La cuestión política es esta: el Estado español ha demostrado ser excepcionalmente débil a la hora de hacer frente a las amenazas que surgen desde su interior. Hablo del Estado, es decir, el andamiaje institucional, legal y administrativo que sostiene al orden político. Es pasmoso que nadie haya podido parar los pies a esta banda. Es verdad que la amenaza no era común. Los sistemas institucionales, normalmente, están concebidos de manera tal que puedan hacer frente a problemas institucionales, pero aquí nos hemos encontrado con algo distinto: un problema no institucional, sino criminal, y ante eso cualquier modelo flaquea. No en vano lo único que ha funcionado correctamente ha sido la Guardia Civil, la judicatura y la Fiscalía Anticorrupción. Aún así, habría que preguntarse por qué todo lo demás ha sido incapaz de funcionar. La respuesta está tal vez en la partitocracia: los resortes del Estado están tan contaminados de influencia partidista, que no cabe esperar de ellos resistencia alguna cuando se trata de frenar los excesos de un partido. Sin embargo, un Estado debería tener instrumentos capaces de garantizar su propia supervivencia; instrumentos neutros, por encima del juego partidista, y permanentes, que aseguren la continuidad del conjunto político. Normalmente la Constitución y la jefatura del Estado sirven para esas cosas. Aquí no hay tal. La solución al dilema no es fácil, pero tal vez habría que ir dándole una vuelta a esto. Si no, mañana podrá volver a pasar.
La otra cuestión es la moral, y esta es tal vez de más hondura. Una trama como la que está saliendo a la luz no se sostiene sólo con una cuadrilla de bandoleros; requiere del concurso de numerosísimos cómplices y encubridores en la Administración (así estatal como autonómica), en el mundo de la empresa, en el partido protagonista, en los medios de comunicación y también en el electorado. En la Administración, porque nada de todo lo que hemos conocido habría sido posible sin la connivencia de quienes deberían haber velado por los correctos procedimientos fiscales y legales. En el mundo de la empresa, porque aquí hay quien ha cerrado los ojos ante el latrocinio en la esperanza de que le cayeran algunas migajas. En el partido, porque es completamente inverosímil que nadie supiera nada (y de hecho, ya hay quien aparece ahora diciendo que había «cosas raras»). En los medios, en un sector muy importante de ellos, porque ante las primeras evidencias de corrupción a gran escala no sólo callaron, sino que emprendieron feroces campañas de desprestigio contra jueces, guardias civiles y contra los medios que si la estaban denunciando. Y en el electorado, en fin, porque se ha hecho evidente que hay una parte notable de la población tan cerril, que está dispuesta a aceptar que le roben con tal de que el ladrón sea “de los suyos”. Si todo esto ha sido así, es porque previamente se han demolido los criterios morales más elementales de la vida pública, esos que le dicen a uno «esto no se puede hacer». Unos por interés, otros por ceguera ideológica y otros por simple estupidez, todos han coincidido en que «esto sí se podía hacer». Y eso es un serio problema.
Ahora miramos alrededor y nos espanta la hedionda podredumbre del sistema, pero la corrupción tiene causas y, si no se puede erradicar, sí se puede prevenir. Por ejemplo, construyendo un Estado capaz de protegerse a sí mismo. Por ejemplo, también, devolviendo a la conciencia pública la convicción de que servir a la patria de uno es bueno, y servirse de ella es malo. ¿Suena extravagante, extemporáneo, viejuno? Pues quizá sea ese el problema: que hemos degradado tanto la idea de patria, que nadie levanta una ceja cuando llega una banda de macarras y orina en el patio. Y esto, además de un problema político, es un problema moral.
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