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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

martes, 16 de diciembre de 2025

Unidad y permanencia / por Sertorio



Unidad y permanencia

¿Acaso la actual monarquía garantiza unidad y permanencia?

Por Sertorio
Si España fuera una república, sería mucho más fácil defender el principio monárquico, ya que el monarca no nos podría desmentir con su mal ejemplo. Por otra parte, gracias al pésimo recuerdo de las dos experiencias republicanas, muchos españoles se resignan a soportar a los actuales ocupantes del trono, lo cual constituye el único argumento de peso en favor de la corona. Sin embargo, la distinción entre república y monarquía en el régimen del 78 se ha difuminado. En realidad, la única diferencia es que, en lugar de don Niceto, tenemos a don Felipe. Pero el resultado negativo de las dos eras históricas sólo varía por una circunstancia: la clase media, que creó Franco, todavía existe y nos da un mínimo equilibrio social. La teoría política clásica dice que hay que distinguir entre la institución y la persona, pero la política práctica se hace con personas y con ejemplos… y estas sutilezas teóricas sólo enfurecen a quien padece a los malos reyes. Ya no quedan monárquicos como los de antes, ya no habrá otro general Armada.

¿Cómo defender el principio monárquico con semejantes reyes? Somos un país instintivamente caudillista, necesitamos de un poder personal fuerte, que encarne el principio de la autoridad del Estado. Esto podría resultar muy dañino si no se modera y legitima por la Tradición, elemento esencial para la salud del cuerpo político. Cuando esto no se da, cuando no hay un soberano que ejerce su función, las banderías, los caciques territoriales y las intervenciones exteriores nos acaban llevando a la guerra civil, al goyesco duelo a garrotazos. Nuestro siglo XIX o la Castilla de Juan II y Enrique IV son un buen ejemplo de ello.

El principio monárquico se vio destruido en nuestro país por la usurpación isabelina de 1833, que convirtió a la corona en un juguete de la oligarquía liberal. Peor aún, en 1936, con la muerte de don Alfonso Carlos, la dinastía legítima se extinguió. La gran impostura política del siglo XX fue que la progenie isabelina, favorecida por la biología, ha impostado un principio al que es esencialmente contraria. Sólo un gobernante ha encarnado ese principio en el siglo XX: Francisco Franco. De ahí, posiblemente, su tenaz empeño de recuperar la monarquía tradicional y representativa, principal salvaguarda de la unidad nacional. Como todos sabemos, el peor error del Caudillo fue “instaurar restaurando”, es decir, dejar el nuevo estado en manos del heredero de la dinastía liberal y usurpadora, que llevaba la negación del principio monárquico en los genes. Con mendeliano determinismo, poco tardó el nieto de Alfonso XIII en destruir las instituciones del 18 de julio, en devolvernos al siglo XIX y en malbaratar la soberanía nacional. Su hijo, en eso, ha sido fiel al ejemplo paterno.

Incluso la muy corrida Constitución de 1978 afirma en su artículo 56.1 que el Rey es el símbolo de la “unidad y permanencia” del Estado (a los padres del régimen les dio alergia la palabra “España” desde su inicio). Ciertamente, el sentido juancarlista de “permanencia” consiste en mantener a la dinastía en el ápice del Estado al precio que sea; para nada se habla de “tradición”, que es la continuidad en el tiempo de ciertos valores y usos. No, se trata de “permanecer”, como una tenia se agarra al aparato digestivo o una rémora al vientre de un pez más grande. En cuanto a la “unidad”, pues no va más allá de mantener sin grandes alteraciones los límites administrativos del Estado. El que éste se fracture internamente en taifas no importa.

Felipe de Borbón, en sus discursos, se ha declarado beligerante contra los españoles que somos contrarios a su liberalismo apátrida, que tan bien representa. No quiere ser nuestro rey y deberíamos tomar nota de ello. La tragedia de nuestro tiempo es que las instituciones que encarnaban la Tradición española, el Trono y el Altar, se han convertido en sus peores enemigos, en la coartada que encubre un propósito aniquilador. Nada más paradójico que la necesidad de acabar con la monarquía y la clerigalla para salvar la España que ellos construyeron. Para restaurar la Tradición tendremos que hacer una Revolución.

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