(Colección del Palacio de la Gobernación del Estado de Mérida)
Los toros en América
Fortunato González Cruz***
Por la calle real
Mérida / Venezuela. 9 de Marzo de 2011
A fines del siglo XV América era un archipiélago de pueblos, naciones y tribus que vivían sin compartir en una cuarta parte de la tierra. Fue entonces, hace ahora poco más de 500 años, cuando se produjo la unificación del continente mediante dos instrumentos portentosos: la lengua castellana y la religión católica, y entre las alforjas se trasvasaron otros elementos esenciales de la cultura: el Municipio, que va reverdecer en América hasta alcanzar la madurez suficiente para asumir la aventura de la emancipación y la construcción de las nuevas repúblicas; las formalidades de la escritura y de las actas, que dejarán por escrito el testimonio detallado de aquellos sucesos.
A fines del siglo XV América era un archipiélago de pueblos, naciones y tribus que vivían sin compartir en una cuarta parte de la tierra. Fue entonces, hace ahora poco más de 500 años, cuando se produjo la unificación del continente mediante dos instrumentos portentosos: la lengua castellana y la religión católica, y entre las alforjas se trasvasaron otros elementos esenciales de la cultura: el Municipio, que va reverdecer en América hasta alcanzar la madurez suficiente para asumir la aventura de la emancipación y la construcción de las nuevas repúblicas; las formalidades de la escritura y de las actas, que dejarán por escrito el testimonio detallado de aquellos sucesos.
En ese cajón de sastre vinieron los toros como un componente del ritual católico. Ello explica porqué, muy temprano, un Hallac Huinic de Yucatán, creyéndose la reencarnación de Cristo, solicitó del obispo de Mérida, antigua Ichcaanziho, que le recibiera bajo palio a la entrada de la recién fundada ciudad, y le celebrara cien Te Deums, cien misas y cien corridas de toros. Sus descendientes mantienen el ritual taurino a su manera, asociado a la nueva fe. Podemos hoy ver a los mayas vestidos con sus particulares trajes de luces, lidiando primero a pié y luego enlazando a caballo los descendientes de aquellos toros del encaste Navarra, o de los saltillos que desarrollaron en México todo su potencial de casta, trapío y bravura, que le han servido a Victorino Martín para emprender el tornaviaje y enriquecer su casta. Otros toros con distinta suerte se quedaron en tierras de realengo en las llanuras de Colombia y Venezuela, capturados a pelo por los indígenas que pronto domaron y montaron los caballos que igual que las reces, se quedaron a su aire en aquellas inmensidades. Los llevaron a las fiestas patronales o a las festividades de la Virgen María -toros y caballos- para en la víspera o concluida la procesión, lidiarlos y despachar sus carnes en la comilona popular, rociada con chicha las clases populares y guarapo fuerte las de alcurnia y prosapia.
Toda América se llenó de España. Sin renunciar a la cultura propia, que sobrevivió a aquel portentoso proceso de estandarización, conservó intactas algunas de sus manifestaciones ancestrales, o las mezcló en un habilidoso proceso de sincretismo. La riqueza de las manifestaciones culturales del pueblo Iberoamericano sólo puede explicarse a partir del encuentro, violento y dramático, a veces sublime y a veces chusco, como una corrida de toros, entre dos modos distintos de relacionarse entre sí, con la naturaleza y con lo sobrenatural. Castilla se metió en los tuétanos del pueblo conquistado, mezcló sus genes, llevó sus trastes y arreos seculares, y surgió una nueva civilización, un pueblo distinto que tiene tanto de los naturales antiguos como de los recién llegados. ¿Españoles? Si ¿Americanos? También.
Aquellos criadores de cerdos trocados en constructores de una nueva civilización contaban con los pertrechos y bagajes, que Cervantes acomoda en el breve equipaje del Quijote y su escudero, que fueron los materiales con los que se amasó lo que somos hoy los americanos. Poco más tarde y según el lugar, otros aportaron lo suyo: negros africanos, árabes, italianos, alemanes, franceses, chinos, en fin, todo el orbe se vino para aca. El mariachi que identifica a México es una combinación orquestal de instrumentos europeos entre los que destaca la vihuela, y su nombre proviene de vocablo boda en francés. Nada más hermoso que Nerva interpretado por un mariachi. El vallenato que ameniza las corralejas colombianas se interpreta con el acordeón alemán. Las bandas de viento que tanto suenan en el Altiplano las sembraron allá las bandadas de garibaldinos que abandonaron la empobrecida Italia, y son ellas las que amenizan las corridas en el Perú, en Ecuador y en Venezuela. `
También pasaron cosas que borraron las primeras semillas, como los toros, porque los nuevos pobladores no comprendían la riqueza lúdica de una corrida. Así, donde dominó la sangre africana, italiana, alemana o árabe, se borró muchas de las cosas que iban en aquellos primeros baúles: Argentina, Brasil, Uruguay, Chile, Cuba ya no corren toros. Al principio se fueron por capeas, rodeos o manifestaciones poco convincentes por la ausencia de emociones. Entre estas mezclas raciales y las dictaduras, se fueron las corridas de esas tierras, se acabaron los toros y desapareció de esas tierras una raza.
No saben quienes se oponen a las corridas de lo que se trata, como lo dijo de manera magistral el escritor Alfonso Ramírez hace unos días. Se trata de la preservación de la máxima expresión del arte, de la reliquia más pura de un concepto de vida, de una ética y una estética que une al hombre y al toro en la misma lógica de la vida y de la muerte: uno para vivir con dignidad y el otro para morir y eternizarse en una obra de arte.
***Fortunato González es Catedrático de Derecho la U.L.A. de Mérida, y Director de la Cátedra de Tauromaquia "Germán Briceño Ferrigni".
Obra de Syra La Cruz
(Coleción del Placio de la Gobernación del Estado de Mérida)
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